Narrador, crítico literario y ensayista, el italiano Claudio Magris es uno de esos intelectuales que saben combinar en dosis precisas la erudición, la opinión y el entretenimiento. Alfabetos (Anagrama) muestra con creces esta combinación y revela la diversidad de autores, textos y temas que ha abarcado en los últimos diez años, en especial en sus artículos del periódico Corriere della Sera. Aquí se reproducen algunos de esos textos que recrean la epopeya de Robinson Crusoe, la lucha de las Madres de Plaza de Mayo y una reflexión sobre la literatura en tiempos de Dan Brown y El Código Da Vinci.
› Por Claudio Magris
Recién salvado del naufragio y arrojado por las olas a la isla desconocida y solitaria, Robinson Crusoe, apenas instalado en un refugio provisional, organiza un sistema para medir el tiempo y –en la angustia de su situación y en la incertidumbre de su suerte– hace un verdadero y auténtico balance (mejor Balance, con mayúscula) “del estado de sus asuntos”, de lo bueno y lo malo de su situación, náufrago pero superviviente, separado del mundo pero en una isla no demasiado inhóspita ni peligrosa, solo pero provisto de muchas cosas que el mar arrastra a la playa. Realizado en unas tablillas, este balance de lo perdido y lo mantenido libera la mente de Robinson de la angustia por su situación, impide que su razón se precipite en el pánico; no afecta a una esfera de la actividad sino a la vida entera, y lo recibe con placer físico, casi sensual, como las ásperas ropas sobre la piel, el calor del fuego y los olores del bosque.
La epopeya burguesa de la conquista del mundo desconocido, de la que la novela de Defoe (1719) es la primera y más grande expresión poética, vive la economía como fuerza vital, el fluir del dinero como la impetuosa circulación de la sangre; también la contabilidad es aventura, como los tráficos y los naufragios que ésta registra. En la isla desierta de Robinson ni hay dinero ni es necesario; no existe el valor de cambio: “Sólo tenía Valor lo que podía Utilizar”. Pero la partida doble abarca todo; la construcción de la casa en el bosque, la exploración de los alrededores, la caza, el miedo, la oración y la fe en la Providencia, como decía Marx. El tiempo, en esa lucha solitaria por la supervivencia, es más que nunca dinero. Las tempestades de la naturaleza alteran la existencia y el orden preestablecido, pero toda acción humana es Proyecto, planeado racionalmente y vivido con pasión; ninguna obra, dice Robinson en la selva, “puede emprenderse antes de calcular los Costos”. (...)
Un gran libro no se agota nunca en las interpretaciones ideológicas, que no lo empobrecen sino que lo enriquecen, demostrando su inacabable riqueza que a cada época, como a cada lector, desvela nuevos aspectos y nuevos significados y responde así a las diferentes preguntas de las generaciones que se suceden. Cuando Marx lee y discute sobre Robinson Crusoe es como Platón cuando lee y discute sobre Homero, yendo más lejos que él, pero sólo gracias a él, y encontrándoselo a cada paso inesperadamente delante.
Robinson Crusoe es el libro de aventuras por excelencia, uno de esos magníficos libros en los que cada línea es insustituible, pero cuya grandeza es tal que puede ser captada incluso a través de resúmenes y adaptaciones reducidas como las que nos dieron a conocer a casi todos nosotros, en la infancia y adolescencia, esa historia inmortal, cuyo sentido esencial también resplandecía en aquellas sencillas versiones. (...) Esa gran y libre aventura de Robinson, que ensancha el corazón y lo abre a paisajes infinitos y a episodios arriesgados y tenaces, es asimismo una de las más grandes parábolas de la modernidad, de la que Defoe es “un Padre Fundador” (Cavallari). Robinson continúa y al mismo tiempo transforma la novela de aventuras y de viajes de los siglos precedentes; su pluma conquista lo desconocido y lo imaginario a la realidad y al conocimiento, puntillosamente práctico y utilitario, ampliando el viaje a una nueva alegoría moral del individuo moderno.
Robinson es el nuevo homo oeconomicus, un protestante capitalista entregado ascéticamente al trabajo; Defoe, que también ha narrado en otras obras maestras –poéticamente todavía más importantes– las desprejuiciadas hazañas eróticas de Moll Flanders y Lady Roxana, hace de Robinson un personaje sin vida sexual, “Adán sin Eva” (Cavallari): en la penúltima página, matrimonio tardío, paternidad y viudez del héroe se resumen en dos líneas y media, dentro de un total de trescientas páginas. Con el buen salvaje Viernes, Robinson vive en fraterna y democrática amistad, pero él es dueño y señor de la isla, vanguardia de la colonización blanca, encarnación bifronte de la ambigüedad del progreso, que lleva civilización y dominio, libertad y nuevas esclavitudes, en una trágica espiral que marca el pecado original de la modernidad.
En muchas historias precedentes de mar y de naufragio, la isla a la que arribaban muchos fugitivos, amotinados y rebeldes, era un refugio, un lugar de pureza y libertad donde escapar de los males de la historia y la sociedad; en cambio Robinson –como tantos imitadores suyos– vive la isla al principio como un exilio de la civilización y después la goza casi como una colonia. Profundamente religioso, Robinson es el adalid de una religión ilustrada del progreso y de la técnica que poco a poco absorbe cualquier trascendencia en una despiadada y niveladora secularización; como Ulises disuelve con su racionalidad el encanto –y el horror– del mito, de las sirenas y de los cíclopes, Robinson tritura la poesía de la vida en la férrea ejecución del Proyecto, en la finalidad social a la que se someten todas las diversidades de la existencia, y la novela es la sobria y muy poética representación de este triunfo de la prosa burguesa.
Defoe es al mismo tiempo cronista neutral, cantor imaginativo e inevitable develador del nuevo homo oeconomicus, destinado a dominar el mundo, y del capitalismo, la fuerza más revolucionaria, subversiva y desarraigadora de la historia, con su vitalidad creadora, destructiva y autodestructiva como el hado. No es casualidad que sea uno de los creadores si no el creador –después del Quijote– de la novela moderna, el género literario que asume en su propia forma la vitalidad, la vulgaridad, lo prosaico, el compromiso y la contradicción de la modernidad burguesa. Defoe capta este mundo en sus grandes novelas y lo refleja sin prejuicios en su trabajo de gran periodista que, consciente de cuánto condiciona el poder económico la libertad de prensa, logra decir la verdad confundiendo a quienes le dan trabajo, ya que pasa de los liberales a los conservadores para expresar ideas liberales, cobrando a menudo de los unos cuando trabaja para los otros.
Como decía Trevelyan, es el primero en ver morir el viejo mundo con ojos modernos; el primero en advertir que Europa y Occidente ya no eran capaces de comprender, de exorcizar, de integrar al Otro que estaban descubriendo y conquistando, ni de librarse de su fantasma. Como conviene a la obra maestra de un autor a menudo sin un céntimo, pero consciente del nuevo papel del dinero y del mercado, Robinson Crusoe fue el primer best seller de la literatura mundial: ya en la bibliografía de Ullrich, editada en 1898, se habla de 196 ediciones, muchas de ellas aparecidas muy pocos años después de la primera, y de 110 traducciones (incluidos gaélico, bengalí y turco). Por otra parte, la novela tuvo innumerables imitaciones y refundiciones, sobre todo en Alemania, donde aparecieron las llamadas Robinsonaden, cuyo número oscila en torno a las 200-250, si bien –como he podido verificar personalmente tras haber leído un centenar de ellas– es difícil establecer una cifra precisa, porque con frecuencia se superponen y se plagian unas a otras.
(...)
La robinsonada total, según Adorno, la escribió Kafka, en cuyos textos el hombre no es más que un náufrago solo en una realidad inexplicable. No hay final para el naufragio, pero tampoco inicio. Así como Selkirk, el marinero náufrago en cuyas aventuras se inspiró Defoe, había encontrado en la isla a otro que había llegado antes que él, Will el Mosquito, casi todo Robinson encuentra en la isla a un predecesor o las huellas de su estancia: un sajón encuentra a un viejo español; el alemán, en cambio, el cadáver de su padre; otros hallan escritos de náufragos, muertos mucho tiempo antes, en los que se habla de otros náufragos todavía más antiguos y así sucesivamente en un “pozo del pasado” que fascinaba a Thoman Mann y en el que nunca se toca el fondo. El origen es más incierto, intangible e infundado que el final; quizá no exista y el naufragio –el mal, el dolor, la insensatez y la resistencia a todo esto– se repite desde siempre. No es casualidad que Camus eligiera una frase de Defoe como epígrafe para La peste.
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