Dos años después de la muerte de su padre, Siri Hustvedt asistía a un homenaje de la universidad donde él había ejercido muchos años, y al comenzar a leer el discurso su cuerpo se largó a temblar en forma incontenible. Ese fue el origen de La mujer temblorosa, un libro que busca indagar en la psiquiatría y la neurología para acercarse al otro yo del escritor, aquel que parece agazapado detrás de la locura.
› Por Luciana De Mello
Unos días antes de morir, su padre le pidió que fuera ella quien le escribiera el panegírico y Siri Hustvedt así lo hizo. El día del funeral lo leyó con la voz firme y sin derramar una sola lágrima. Dos años después tuvo que volver a hablar de su padre en público durante un homenaje en la Universidad de Minnesota, donde él había sido profesor durante casi cuarenta años. Apenas comenzó a leer su discurso, su cuerpo convulsionaba en un temblor que luego su madre, allí presente, describiría como la escena de una electrocución. Los desórdenes en el sistema nervioso no son nuevos para Hustvedt, quien desde niña padeció de terribles migrañas, así como de hipersensibilidad a ciertos colores y sonidos. Sin embargo, durante la infancia guardó silencio sobre estos padecimientos, ya que los consideraba como un rasgo débil de su personalidad, una falla de su carácter: toda enfermedad tiene algo de ajeno a nosotros e implica una sensación de invasión y pérdida de control que se evidencia en el lenguaje que utilizamos para referirnos a ella. Nadie dice “soy canceroso”, a pesar del hecho de no ser una enfermedad provocada por un virus o una bacteria intrusa sino el resultado de la mutación de las propias células. Alguien tiene cáncer. Sin embargo, con las enfermedades psiquiátricas o neuronales ocurre algo diferente, puesto que atacan lo que imaginamos como el origen mismo de nuestro ser. En las clínicas psiquiátricas los pacientes suelen decir: “Bueno, es que yo soy bipolar” o “soy esquizofrénico”.
Luego de la muerte de su padre, Hustvedt encontró entre sus pertenencias siete llaves que él guardaba dentro de una caja metálica bajo el nombre de “llaves desconocidas”. Hoy, ella las tiene frente a su máquina para recordar que escribir también es eso, la labor artesanal de un cerrajero obsesionado en abrir esas secretas puertas blindadas que, sólo en el trabajo lento de la escritura, descubrimos multiplicadas. Su novela anterior, Elegía para un americano, contiene fragmentos textuales del diario de Lloyd Hustvedt que, además de su padre, también fue escritor.
El origen de La mujer temblorosa también se encuentra frente a esa tumba insoportable que, a modo de llave, le abrió la puerta al temblor. Esta vez no puede esconderlo como a un alter ego, es parte de ella y se manifiesta en situaciones públicas, es entonces que decide exponerlo, dedicarle un libro que le llevará años de estudio sobre el tema. Después de consultar a médicos, neurólogos y psicólogos, se pone a leer con voracidad sobre la historia del tratamiento de las enfermedades nerviosas –desde el siglo XIX hasta estos días– y además de participar en conferencias y seminarios, comienza a dar talleres de escritura creativa en hospitales psiquiátricos. Quiere conocer de cerca el dolor de los demás para poder contrastar con lo que a ella le pasa, con los casos clínicos que lee en los libros. Mientras tanto, los temblores le siguen sobreviniendo y Hustvedt se pregunta si no serán a causa del dolor negado frente a la muerte de su padre.
La mujer temblorosa es la crónica de esa búsqueda de diagnóstico, esa explicación para sus temblores que no logra encontrar de manera cabal ni en la psiquiatría ni en la neurología ni en el psicoanálisis. Hustvedt ahondará en planteos tan complejos y fundamentales –y por lo tanto literarios– como son los dispositivos de la memoria, la manera en que el cerebro y la mente se relacionan para dar lugar a esa tan temida división del yo. Y justamente es allí donde reside el hallazgo de estas crónicas del temblor, en su cruce con lo narrado, en sus preguntas irresueltas sobre la naturaleza de la escisión del individuo que sólo logra reunirse con su otra mitad extraviada a través del lenguaje, pero por sobre todo a través de la escritura. Entonces la salida ya no es aniquilar al doble, escapar de él aunque en eso se vaya la propia vida, sino que el sujeto, en un acto de memoria creativa, asume la desgarradora pérdida y la incorpore a su ser narrativo. Y como consecuencia se producen cambios neuronales en su cerebro y en las zonas ejecutivas prefrontales. Hay veces en las que todos nos resistimos a reclamar lo que debería ser nuestro; lo vemos como algo ajeno y no deseamos incorporarlo a la historia que tejemos sobre nosotros mismos. ¿William Wilson y Dr. Jekill & Mr. Hyde fueron entonces una especie de sanación para Poe y Stevenson? Difícil respuesta, ya que ambos terminaron muertos en un estado de salud mental más que deteriorada, pero dejando tal vez una pista de cómo exorcizar la locura del desdoblamiento: escribir, exhibir, purgar al doble.
Siri Hustvedt se lanza, intenta juntar todas las partes de ese cuerpo que se rebela para volver a hacerlo propio a través de la palabra. Lo único reprochable en este caso es que no hiciera gala, como es costumbre, de su talento narrativo. Su escritura esta vez se excede obsesionada en los repasos de teorías e historias clínicas. Enfermedad, lenguaje y escritura están constantemente en diálogo en esta crónica científica, así como con sus trabajos anteriores, ya que el tema de la relación entre arte y mente está presente en la mayor parte de su obra. Si bien sus novelas son más cautivantes que este último trabajo, los déficit de un escritor son tan importantes como sus fortalezas más obvias, y en este sentido La mujer temblorosa funciona también como la articulación de su proceso interno de escritura. Como la revelación de esa necesidad de organizar el propio mundo hasta encontrar la llave secreta que nos convierta en sobrevivientes de nosotros mismos.
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