Domingo, 21 de noviembre de 2010 | Hoy
Regreso otoñal a Alta fidelidad, comedia agridulce que tan bien sabe hacer, Nick Hornby no defrauda en su última novela, donde un fan, su novia y la estrella pop perdida forman un triángulo que persiste más allá del mundo virtual.
Por Rodrigo Fresán
Las películas con Hugh Grant (que en realidad son películas de Hugh Grant; nada importa menos en ellas que el director) y las novelas de Nick Hornby (que, también, son novelas con Nick Hornby, ya que giran una y otra vez alrededor del universo de un autor que ya es casi protagonista subliminal de sus ficciones) tienen algo en común. Unas y otras se disfrutan como placeres más o menos culposos, como entretenimientos menos o más inocentes, como productos bien hechos y eficientes que, desde el principio, asumen el desafío y cumplen la promesa de hacer pasar un buen rato con historias agridulces que, además, ennoblecen un poco a la siempre bastarda condición del best seller.
Y es de ahí –volviendo al eje Hornby/Grant– que no sea casual que uno y otro hayan coincidido en la hasta ahora mejor novela del primero con la que probablemente sea la más elogiable película del segundo hasta la fecha: Un gran chico, título de 1998 y film de 2002. Digo hasta ahora porque es más que probable que esta Juliet, desnuda desbanque a aquella entre sórdida y epifánica postal doméstica con adulto/niño y niño/adulto acompañándose con un paisaje diferente aunque complementario. Porque —más allá de las variantes en sus tramas— las ficciones de Hornby (Londres, 1957) siempre silban una misma aria: la de frágiles machos golpeados por el correr de los años y acariciados por la permanencia de sus pasiones adolescentes.
Así, el castigado Peter Pan de turno en Juliet, desnuda es Duncan, residente en un deprimente pueblo costero del norte de Inglaterra, adicto a Internet, novio casi inercial por quince años de la sufrida Annie, pero en realidad respondiendo a una única pasión que ventila día a día desde su blog: el saberlo y poseerlo todo sobre el legendario songwriter Tucker Crowe. Responsable de un álbum antológico —Juliet, de 1986, especie de Blood on the Tracks dylaniano, canciones de amor/ desamor desesperadas por obra y desgracia de la fatal modelo Julie Beatty— Crowe ha desaparecido en acción, nadie sabe dónde está, muchos lo buscan y algunos registran imposibles avistamientos en la red. Lo cierto es que Crowe vegeta hace años en una granja de Pensylvania y, de pronto, autoriza el relanzamiento de su clásico de culto en su versión “desnuda” —incluyendo sus demos acústicos— como Juliet, desnuda. Sus fans —Duncan incluido— experimentan entonces ese ambiguo éxtasis que se siente ante el fin de una era que ayudaron a fundar desde sus computadoras. Y todos son felizmente infelices o infelizmente felices hasta que algo imprevisible ocurre.
Duncan y Annie se separan y Tucker entabla contacto vía email con Annie luego de que ésta suba a la red una tan intensa como desapasionada crítica de Juliet, desnuda. Y se hace realidad la fantasía más inconfesable de todo fan: el que tu héroe se enamore de tu chica y salga de su retiro para reclamarla. Lo que sigue es el típico, pero no por eso menos regocijante, minué marca de la casa. Otra comedia de (malas) costumbres con reverencias, desencuentros, risas y lágrimas entre los anónimos enchufados y la celebridad unplugged hasta alcanzar la inesperada certeza que, para sus perseguidores, un hombre de cerca es tanto menos interesante que un mito de lejos. Todo puntuado con ese don para la observación del que Hornby hace gala (a destacar su percepción de la red informática como eso que ya no permite el ser olvidado y sus siempre apasionadas y cerebrales parrafadas sobre el fino y difícil arte de escribir canciones) y haciendo de Juliet, desnuda una suerte de secuela lateral y contracara otoñal de la un tanto más veraniega Alta fidelidad (1995). Aquel debut en la novela de Hornby donde, también, la música y su consumo y el ser consumido por la música era lo que hacía girar a todos esos enamorados con un pequeño orificio a la altura del corazón.
Aquí, ahora, los tiempos han cambiado, el iPod y la descarga han suplantado al vinilo (por más que éste siga asomando la cabeza como fetiche de coleccionistas) y las viejas y tontas canciones de amor ya suenan a disco rayado. Pero aun así...
Lo que se mantiene intacto y nuevo, es ese talento de Hornby —admirador confeso de Anne Tyler— para el triunfo humilde antes que el soberbio fracaso. Así, sin pretensiones pero eficaces, sus libros siempre suenan bien, son perfectamente pegadizos, y su recuerdo se impone exactamente hasta ese momento en que comienza a escucharse el libro siguiente.
Fue Frank Zappa quien apuntó que “escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura”. De ser esto verdad, cabe reconocer que Nick Hornby, con Juliet, desnuda, se consagra como inteligente coreógrafo estructural de la partitura novelesca. Alguien más o menos parecido a ese personaje de Hugh Grant en su comedia pop Tú la letra y yo la música, cuyo director nadie recuerda pero que, sí, su guión bien podría haber sido firmado por un tal Nick Hornby.
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