Hace poco más de una semana, Gustavo Escanlar murió de un paro cardíaco en su ciudad, Montevideo, a los 48 años. Surgido de las filas del periodismo alternativo de los ’80, entre la rebeldía, el dark y el malditismo, también se fue convirtiendo en un personaje mediático querido, odiado e irritante. Escribió varios libros de poemas, cuentos y novelas que lo ubicaron en el realismo sucio y bien urbano, como Oda al niño prostituto, Estokolmo y La alemana. También había participado de la antología McOndo. Absolutamente crudo, sincero y confesional, su obsesión literaria era perforar la imagen de una Montevideo tranquila, provinciana y sepia.
› Por Martín Pérez
Ahí está el dedo medio bien extendido, detrás del plástico que cubre su pecho desnudo, y ese rostro con los ojos cerrados y un rictus extraño. Ojeroso, mal afeitado y de pelo corto, no hay ninguna placidez en el rostro de un Gustavo Escanlar que se despide como corresponde antes del sueño eterno. No en vano en alguna entrevista, cuando le dieron a elegir entre Clash y Sex Pistols, su respuesta fue Sid Vicious. Cinco años atrás, aquella foto formó parte de una producción para una entrevista de tapa publicada por la revista uruguaya Freeway. A pesar de su contundencia, con Escanlar en plena montaña rusa de su fama massmediática –primero como famoso de jornada completa, luego como despedido de todos los lugares que solía frecuentar–, aún por entonces fue considerada como demasiado morbosa como para ubicarla en la portada y por eso hay que buscarla en las páginas interiores. Apenas una semana después de la sorpresiva noticia de su fallecimiento por un paro cardíaco a la tan temprana edad de 48 años, es imposible no sentir escalofríos ante una imagen que, de poder hacerlo, Escanlar elegiría sin dudas para ilustrar una despedida que, allá en Uruguay, aún resulta polémica.
“Qué sponsor, la muerte”, aparece diciendo el poeta Horacio Buscaglia en uno de los fenómenos uruguayos del último tiempo, el documental Hit, que recorre el origen de los temas más emblemáticos del cancionero oriental. Autor de la letra de un himno como Príncipe azul, Buscaglia se refiere al autor de la música e intérprete del tema, Eduardo Mateo, pero la frase sirve para tanto mito celeste ignorado en vida y celebrado recién después de su muerte.
Como buen rebelde, maldito y desmitificador de tradiciones, Escanlar nunca se sentó a esperar semejante sponsor. Por eso se dedicó a lanzar dardos verbales contra toda vaca sagrada del tan estratificado escalafón cultural del país vecino, ya sea una costumbre de postal como las llamadas del carnaval montevideano –que desautoriza desde el mismísimo comienzo de su único libro editado de este lado del Río de la Plata, La Alemana (2009)–, así como un intocable como Mario Benedetti, blanco predilecto de sus desaforadas críticas desde su más tierna edad. Sin embargo, si tantas bravatas periodísticas, radiales y televisivas supieron darle una curiosa y ambivalente fama en Uruguay –así como propiciaron más de una caída en público–, recién ahora tal vez sus compatriotas dejen de lado la pereza intelectual o los prejuicios idiotas que señaló su colega y compañero generacional Gabriel Peveroni al despedirlo en el semanario Caras y Caretas, y se permitan leerlo por primera vez en serio. Y de este lado del charco, tanta revalorización condescendiente de la literatura uruguaya debería hacerle un lugar de una vez por todas a este maldito puro y duro, que insiste en mostrar desde cada uno de sus contados poemas, cuentos y novelas, el otro rostro de su Montevideo, una ciudad para nada unplugged, sino muy bien enchufada.
“Me fui sin saludar. Me gusta irme así de los lugares, de las vidas. Así es como va a ser cuando te mueras, no te vas a despedir de nadie, vas a dejar clavado a todo el mundo, no vas a tener que dar explicaciones de nada”, se puede leer en Gritos y susurros, el cuento que cerraba la antología McOndo (1996), de Alberto Fuguet y Sergio Gómez, y que presentó la contundente escritura de Gustavo Escanlar más allá de las fronteras de Uruguay.
Por entonces, hacía tiempo que el Cabeza –como siempre lo apodaron cariñosamente sus amigos– había dejado de tener una vida normal y ordenada, de la que se jactaba a la hora de recorrer su historia. Aunque algo rebelde, había sabido ser el mejor alumno, formaba parte del coro a la hora de los actos de fin de curso, se cruzaba a Buenos Aires para ver The Wall pero –como contó alguna vez– tenía miedo de que la policía lo estuviera esperando a la salida del cine para llevarlo preso. Después, en la época de la secundaria, ya no era el mejor alumno, sino que era el periodista de su clase, y llegó a sacar un par de revistas burlonas. “Cuando me descubrieron aprendí una lección que me acompañó durante toda la vida: ante la autoridad, negá siempre.”
Aquella práctica se continuó luego en los dos números del fanzine Suicidio colectivo junto a Lalo Barrubia, que aparece en el fundacional documental Mamá era punk (1988) renegando de todas las virtudes uruguayas. También inmortalizado en la misma filmación, Escanlar formó parte de la organización de Arte en la lona, un espectáculo que congregó a todo el under montevideano en el Palermo Boxing Club, suerte de anti-festival contra la Muestra Internacional de Teatro que se estaba realizando en ese momento. Por entonces ya había abandonado los estudios de Medicina y se había embarcado en su primera polémica pública. Con Benedetti, claro.
“Justo cuando dejé la facultad, el semanario Aquí publicó una entrevista a Benedetti donde decía no sé qué de los jóvenes, medio que los puteaba, decía que estaban en otra –contó alguna vez Escanlar–. Y yo, que había leído al viejo en libros forrados para que los milicos no supieran que lo leía, que me había emocionado con La tregua y con Montevideanos, esperaba que hubiera vuelto un poco más generoso con nosotros, con los pendejos que lo llegamos a adorar y no tuvimos más remedio que comérnosla acá y que tratábamos de conseguir todo lo que hacía en Buenos Aires, o con algún amigo que viajara a Europa. Me calentó esa soberbia de don Mario y escribí una carta diciendo todas las cosas que estaban haciendo los jóvenes y que los viejos ninguneaban desde revistas como Brecha, sobre todo.”
Aquélla fue la génesis de una carrera que terminaría ubicándolo en la vereda de enfrente del periodismo cultural progre y de izquierda uruguayo. Una vereda aparentemente de derecha, pero que fue el único lugar que le dio refugio a la idea que Escanlar tenía del periodismo. “Gané un concurso de periodismo en Brecha. Mirá qué mezquindad: el primer premio lo declararon desierto. A mí me dieron la primera mención. El segundo y tercer premio también desiertos. Fui a hablar dos o tres veces con los capos de la revista. No nos entendíamos. Ellos querían que escribiera y que pensara igual que ellos. Y yo leía Cerdos & Peces”, se explicó en su momento el autor de Oda al niño prostituto (1993), su contundente primer libro de poemas y cuentos, que funcionó como su carta de presentación ante los compiladores de McOndo.
“En determinado momento de mi vida de clase media, me di cuenta de que todo era mentira. Me había pasado horas estudiando, horas en asambleas discutiendo, horas en los boliches hablando de la dictadura del proletariado, de Gramsci y de Foucault. Horas cogiendo en nombre de la revolución, del hombre nuevo. Sí, también leí a los beatniks y me la creí, aunque las carreteras uruguayas fueran una mierda y la rute sixty six fuera solo un serial y no pudiera ver televisión por contrarrevolucionaria y adormecedora de conciencia. Así que cuando terminó la dictadura zarpé. Me mudé solo al apartamento de la calle Salto y lo convertí en una cueva de drogos y ladrones. Los únicos que entraban ahí eran mis amigos del barrio, los que habían tomado otro camino, los que no habían elegido. Ellos sí son de verdad”, escribió el siempre confesional Escanlar en Estokolmo (1998), una novela que aún hoy le estalla en el rostro al ocasional lector, no tanto por su trama –una especie de perverso chico-conoce–chica, deudor de Tarantino– sino por la ventana a ese otro Montevideo, donde a su autor le gustaba asomarse.
“Estoy podrido. Cada vez que un diario o una revista argentina habla de Uruguay, lo hace con una mezcla de paternalismo y ternura, de piedad y buena onda”, escribió en Montevideo Bizarro, una de las pocas notas que publicó de este lado del charco, en la revista La Mano. “Primos del otro lado del río, están equivocados. Ese Uruguay de foto sepia y calma chicha que les vendemos y que ustedes, satisfechos y sonrientes, compran, ese Uruguay no existe.” El que existe en el universo Escanlar, en cambio, es un Uruguay sin discursos progres ni calles empedradas. Eso es lo que se lee en sus novelas, ya sea Estokolmo –que se supo ver en el Buenos Aires del uno a uno, pero que nunca llegó a Uruguay– o Todo lo que sé de Gala (2005), primera versión de La Alemana, una suerte de continuación de su primera novela. De hecho, aunque las separa casi una década, Escanlar confesaba que las había escrito en la misma época.
“Su arma fue la palabra, y un estilo seco que siempre impresionó por su precisión y ritmo. Pocos en la literatura uruguaya –y mucho menos en la prensa– escribieron como él, con un manejo impecable de la técnica y una capacidad para decir lo que exactamente quería, para mandar el dardo con la mejor puntería, para manejarse con maestría en el difícil borde de la ficción y la realidad”, explica Peveroni de un autor en el que, lamentablemente, el personaje mediático no le dejaba mucho tiempo al escritor. Parecía tener más tiempo para los traspiés públicos, como la acusación de plagio por una reseña publicada en Búsqueda –en la época en que no tenía casi tiempo libre, apareciendo en radio y en televisión– que tenía curiosas similitudes con otra, ajena, que se podía encontrar en Internet, publicada en Chile. O el escándalo público de un par de años atrás, que lo hizo terminar en terapia intensiva por una mezcla de sobredosis de cocaína y mala praxis médica. “Me serví un gramo entero, de una, sin repetir y sin soplar. Quedé como Juan Castro, pero me faltaba el balcón. Rabioso, sacando espuma por la boca, a medio vestir, salí corriendo por la calle, sintiendo que me perseguían”, confesó en su último e impactante artículo, publicado por la revista colombiana El Malpensante. “Terminó esa noche parapetado detrás de los estantes de un supermercado, tirándole yogures a los policías”, es como contó un admirado Jaime Bayly en su programa de televisión la anécdota que a Escanlar casi le cuesta la vida –porque estaba tan alterado, que en el hospital le inyectaron un tranquilizante que le provocó una reacción alérgica– y lo obligó, nuevamente, a empezar de cero.
“No sé si dormirme de nuevo, si pegarme un saque o si suicidarme. Me pego un saque. Hay quien dice que eso es suicidarse lentamente, que es el suicidio de los cagones. Me pongo a escribir. Escribir es todo lo contrario. Es la única chance que tenemos los cagones de llegar a ser eternos”, escribió en 40, su último cuento, publicado en julio del 2005, también de este lado del río, también en la revista La Mano. Por entonces, aseguraba que estaba a punto de sacar un volumen titulado 40 y otros cuentos. Pero hasta el año pasado, cuando vino a Buenos Aires a presentar La Alemana en la librería El Ateneo de Santa Fe y Callao, Escanlar no se hizo tiempo para publicar nada. Al menos en lo que se refiere a la literatura. Sí había sacado Disco duro (2008), una compilación de artículos periodísticos.
Aseguró, un año atrás, que lo último que había escrito era aquel cuento. Pero releyendo La Alemana era posible fabular con que dejaba un rato de lado el periodismo y volvía a escribir, volvía a tratar de ser eterno. Aunque viajar a Montevideo aseguraba una velada tan light como puede serlo una cena con whisky y pinchos de milanesa, parecía estar más tranquilo. Había vuelto a Búsqueda, donde disfrutaba de lanzar sus dardos indiscriminadamente. Pero también escribía más de lo que le gustaba que de lo que no. Y se quejaba porque no tenían tanta trascendencia sus gustos como sus odios. Se había casado y tenía una hija. Pero no pudo ser. Un paro cardíaco lo asaltó de golpe el jueves de la semana pasada. Pudieron revivirlo, pero finalmente falleció antes de las 9 de la mañana del viernes. El sábado pasado, en el cementerio del Buceo, sus amigos despidieron sus restos con un aplauso.
Es fácil imaginárselo como en la foto shockeante de Rafael Lejtreger, con el dedo medio bien desafiante, aun –o especialmente– en ese momento. Pero Escanlar era también un tipo querible. Y con muchos rostros. Por eso, en la misma entrevista en la que eligió a Sid Vicious, también había confesado que su canción preferida era Superhéroes, de Charly García, uno de sus ídolos incondicionales. “Ya ves no somos ni turistas, ni artistas de sonrisa y frac/ formamos parte de tu realidad”, canta Charly en ese tema, y es una estrofa que bien podría recitar ahora Escanlar, donde sea que esté, dedicándosela a sus fans y a los que no lo eran tanto.
“Si querés venir, vení –invitaba al final de aquella nota desmitificadora sobre su ciudad–. Montevideo Bizarro te espera con las luces apagadas. No vas a encontrar nada que no hayas visto allá, corregido y aumentado. Vas a encontrar, eso sí, un Uruguay más parecido a ustedes de lo que te gustaría. Mas embarrado, más berreta. Y, también, más auténtico.”
Como lo era el Cabeza.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux