Domingo, 5 de diciembre de 2010 | Hoy
Uno de los grandes relatos de los campos de concentración, Necrópolis es la obra que ubica a Boris Pahor junto a Primo Levi e Imre Kertész entre los inmensos narradores del horror en carne propia. Mezcla de testimonio y literatura, este non fiction indaga en la reconstrucción de la memoria y la identidad individual a través del relato de un sobreviviente que vuelve a su infierno para encontrarlo convertido en un museo.
Por Fernando Krapp
A los fines prácticos, aquella frase del filósofo alemán Theodor Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después de los campos de concentración resultó bastante contraproducente. No sólo porque sí se escribió mucha poesía, sino porque los testimonios sobre el Holocausto derivaron en un género literario en sí mismo, cuyos máximos exponentes fueron Primo Levi e Imre Kertész. El escritor esloveno Boris Pahor ha sabido alzarse como otro referente con su obra Necrópolis (1966), recientemente traducida al castellano.
Nacido en 1913 en Trieste, Pahor, a pesar de haber nacido en una ciudad que hoy se encuentra bajo los dominios de Italia, siempre se autoproclamó esloveno. Esa es la mayor razón por la que Pahor fue capturado y enviado al campo de concentración Natzweiler-Struthof, situado en Alsacia, al este de Francia: por luchar contra el arrasante fascismo italiano como un modo de recuperar la identidad eslovena en Trieste. Medio siglo después, el narrador de Necrópolis regresa a la ciudad de la muerte y se enfrenta con el último fenómeno turístico europeo: los campos de concentración devenidos museos. Siguiendo un hilo paralelo al del guía turístico, quien describe el accionar de los nazis sobre sus víctimas con un lenguaje de folleto, Pahor, frente al dilema ético sobre cuál es la función de un museo, decide omitir opinión, y traduce en palabras qué le pasa cuando la violencia de los objetos aparentemente muertos atraviesan a la fuerza su memoria emotiva, el dolor renace, los objetos cobran vida, y las cicatrices se abren. Pero la experiencia del horror ha vuelto inmune su escritura, y con una desconcertante frialdad emocional, el narrador cuenta cómo, después de ser capturado por los nazis, logró esquivar los trabajos forzados del campo al ser tomado como enfermero de un médico noruego nazi, y cómo ahí vio el desfile de cadáveres y asistió a los experimentos médicos, hasta que finalmente logró escapar. Pero, es claro, la parábola que se crea en el relato no tiene principio ni final. No hay mesura ni estructura posible que soporte el peso del antiguo dolor, y tampoco hay imágenes contundentes que nos hagan ver como en una película qué fue lo que pasó de un modo unidireccional o, si se quiere, jurídico. Porque al asumir la forma errática de la memoria involuntaria, Pahor cuestiona aquella sentencia de Adorno y tensiona la imposibilidad de abordar el horror desde la literatura con la necesidad pulsional (o terapéutica) de contarlo.
Necrópolis se convierte entonces más que en un testimonio, en una suerte de nonfiction de su experiencia, es decir, Pahor recurre a procedimientos literarios para construir un relato que, al igual que Walsh o Capote con el periodismo, aborde la trama de lo real con literatura. Pero en este caso el modelo narrativo a seguir es Proust. Pahor hace que su relato se diluya en la sobreimpresión de capas temporales, en la sucesión irracional de yoes, en el extrañamiento que suscita la grieta abierta entre un pasado cruel y un presente fantasmal. Nos hace leer, como Proust, el tiempo; el presente amalgamado en el pasado. Y sin rendirse al placer del divagar inconsciente para recuperar el tiempo perdido, el narrador de Necrópolis afirma continuamente que acciona con conciencia.
En la negatividad se esconde siempre una afirmación; así como en El innombrable de Samuel Beckett la sensación final que se tiene es la de una fe ciega en la escritura más allá de todo lo que la escritura misma denigra, Necrópolis contempla el mismo deslizamiento; a pesar de narrar el horror hay una manera de recuperar, en esa conciencia que narra, en esa afirmación del narrador, una subjetividad. Si un campo de concentración fue la unión a la fuerza de muchos cuerpos para construir una anatomía monstruosa hecha por pedazos de cuerpos, el posterior “género” del Holocausto supone lo contrario: el intento de recuperar una individualidad mutilada más allá de toda división racial, política, religiosa. Es el grito silencioso de quien recupera la palabra para poder decir acá estoy, esto es lo que queda de mí, esto que cuento no es otra cosa que mi propio dolor.
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