Junto con Doris Lessing y Margaret Atwood, Joyce Carol Oates es una de las pocas escritoras clásicas en vida. De muy profusa obra y candidata asidua a un esquivo Nobel, Oates aborda en Mamá la búsqueda de la propia vida a través de la historia familiar y los secretos del hogar que sólo se suelen revelar ante la muerte.
› Por Luciana De Mello
Si los pecados literarios existen, el de Joyce Carol Oates es el de escribir demasiado. Al menos de eso se la acusa, reiteradamente, y entonces el tema ocupa al menos un cuarto de cada entrevista que da: explicar por qué escribe tanto. Como si, paradójicamente, fuera un signo de poca atención hacia la escritura, como si las obras cumbre de la literatura universal hayan demorado treinta años en ser escritas, o como si la inspiración de Oates fuera sólo codicia por acumular títulos y premios. Entonces así se explica por qué no ganó todavía el Nobel del que ya es una eterna candidata: esta mujer de setenta y dos años –con más de cien libros publicados entre novelas, ensayos, cuentos y poesía, que da clases desde el año ‘78 en la Universidad de Princeton–, padece de una grafomanía crónica, razón por la cual tiene novelas menos excepcionales que otras. “¿Cómo hacés para escribir tanto? es una pregunta que me hacen siempre, pero con mucha menor frecuencia me preguntan por qué. Supongo que existen tópicos sobre todos los artistas, y el mío son dos clichés, el de la violencia y el de la excesiva productividad”, afirma Oates, cuya vasta obra comienza con una estética más gótica pero que con el tiempo se acercó al género policial, al recrear una geografía literaria en su primera colección de cuentos como el ficticio Eden County que recuerda a ese territorio moral delimitado por Faulkner en Yoknapatawa. Porque lo que siempre ha caracterizado a Oates es una mirada que va desde la observación más superficial de la sociedad que la rodea al conflicto personal e íntimo de los hombres y mujeres que habitan su literatura, colocando a sus personajes en situaciones límite con escenarios de una dureza extrema, en los que se exponen y revelan todos los matices de la condición humana. Entonces la gran virtud de sus textos es que logran esa honda identificación con los personajes –más allá del paisaje donde se los sitúe– convirtiéndola, junto con Doris Lessing y Margaret Atwood, en una de las pocas escritoras clásicas contemporáneas con vida.
Mamá es uno de sus últimos libros traducidos al castellano, y el origen de este relato es uno de los pocos que se acercan más a lo autobiográfico, junto con La hija del sepulturero, donde ficcionaliza la vida de su abuela judía al emigrar a Estados Unidos luego de la Segunda Guerra Mundial. Además de estar dedicada a su madre fallecida en 2003, la primera hoja del libro se dirige directamente al lector, y casi lo sentencia: “Esta es la historia de cuánto extraño a mi madre. Algún día, de una forma única, será también tu historia”. Esa muerte, que acaso sea la más temida y esperada de todas, la muerte de la madre, es la que Oates se dispone a contar –con su marca de sangre distintiva– desde la voz de Nikki, la hija menor de Gwen Eaton, una viuda y madre ejemplar, amiga incondicional, ciudadana intachable que amasa pan para todos y acoge a cuanto reo arrepentido ande dando vueltas por el barrio. Pero para desatar la historia a la mejor manera Oates –experta en violaciones, asesinatos, incesto y todo tipo de intrigas–, la angélica señora Eaton es asesinada dentro de su casa con treinta puñaladas. Nikki es quien la encuentra en el garaje, tirada en medio de un charco de sangre y habiendo deseado, tan sólo dos días atrás, jamás parecerse a ella. Pero el cuerpo de su madre muerta, sus ojos abiertos en señal de horror, las últimas palabras que una hija pudo haberle dicho a su madre, se convierten en la primera cita más dolorosa, en la posibilidad de ir al encuentro de esa vida que por tan cercana nunca se llega a conocer realmente.
Nikki vive el duelo de esa muerte decidiendo no vender la propiedad donde su madre vivió todos esos años, y comienza por volver a esa casa llena de los secretos de sus padres, instalándose ahí para revisarla por completo, para escuchar por primera vez los silencios cargados de insatisfacciones y frustraciones de una generación pasada que, sin embargo, hacen eco en su vida de muchacha punk-hija menor-rebelde enojada con el mundo. Así es como las cartas, las visitas de amigos de la infancia y de viejos amores de juventud se van develando ante ella hasta formar una figura diferente en el tapiz. A los treinta y dos años y con un frente amoroso sin resolver, Nikki se entera del pacto esencial que unió a los padres hasta la muerte: “La resignación a largo plazo: toda aquella larga noche de nieve les estuve oyendo. Un dueto de amor. Mi madre y mi padre”.
Pero es el personaje de la hija menor el que de verdad se descubre tras la muerte de su madre. Desandando el camino hacia atrás, y desde la relación entre una generación de mujeres con la siguiente, aparecen de manera emblemática los mismos estigmas sociales y políticos en torno de la figura y el rol de la mujer en el mundo.
“Me interesa reflejar el drama de la gente que huye y regresa a sus antiguos hogares. Cuando lo abandonas, al principio, sientes una excitación muy motivadora, pero si te alejas completamente de él, pierdes tu alma. Hay que llevarlo de alguna forma contigo”, dice Oates y en sus relatos, como en los de Alice Munro, hay mujeres escapadas, que de alguna u otra manera están en fuga de los lugares físicos o emocionales que duelen. Quizás ahí esté la clave de la respuesta a esa pregunta que casi nunca le formulan a Joyce Carol Oates en las entrevistas. El porqué escribir tan desaforada y desesperadamente. Tal vez, en su obsesión por el registro escrito esté encerrada su intención por recuperar cierta memoria, personas y lugares de los cuales muchas veces uno va huyendo sin decidirlo, sin pararse a meditarlo, alejándonos –ya sea por temor o supervivencia– de manera casi imperceptible hasta sentirnos a salvo. Ese es el lugar de la escritura, la zona de riesgo –que en Oates es violenta– adonde hay que volver para volver a mirar lo que duele, para no olvidar las razones que provocaron la huida.
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