Resultado de tensiones históricas de larga data, la situación de los paraguayos en Argentina abarca también la dificultad de volver a su tierra luego de vivir en el país “invasor” de la guerra del Paraguay. Una investigación que abarca testimonios y datos de un caso complejo de exilio y migración.
› Por Fernando Krakowiak
Curepí significa “piel de chancho” en guaraní y en Paraguay es sinónimo de “argentino”, porque de ese material estaban hechas las botas y pecheras de los soldados que comandó Sarmiento durante la Guerra de la Triple Alianza. Entre 1865 y 1870 la coalición que también integraron uruguayos y brasileños arrasó Paraguay. Una población de 1,3 millón de personas quedó reducida a 200 mil, de las cuales apenas unas 30 mil eran hombres. Esa palabrita sobrevivió 140 años y no hace falta aclarar el sentimiento que expresa. Incluso se utiliza el término “curepizado” para referirse a los paraguayos que migraron hacia la Argentina o, mejor dicho, para sancionar simbólicamente a los que se fueron al país “invasor”. Gerardo Halpern, investigador especializado en temas de antropología social, describe en su libro la situación de estos exiliados, en particular las percepciones que tienen de ellos en su tierra de origen y en la Argentina que los recibió, donde el imaginario del “enclave europeo” requiere de la indigenización salvaje de paraguayos y bolivianos para mantenerse en pie.
En el texto se expone con información y rigurosidad analítica los prejuicios discriminatorios que se formulan sobre este colectivo de inmigrantes y cómo los medios de comunicación propagan esos discursos. El objetivo es alentar intervenciones que cuestionen ese sentido común y el marco legal en el que éste se apoya.
Algunos se exiliaron por motivos políticos y otros por necesidades económicas. Entre los factores de expulsión se destacan la concentración de la tierra y el escaso desarrollo industrial de Paraguay, la pobreza en la que vive la mayoría de su población y las persecuciones de la dictadura que tomó el poder a mediados de los ’50 y se consolidó en base a proscripciones y expulsiones. Paralelamente, Argentina se presentó como una oportunidad por la permanente demanda de mano de obra y una legislación que, al menos hasta la década del ’60, no reparó en esta inmigración como un factor “indeseable”. No obstante, una de las ideas más reiteradas por los entrevistados es la del retorno. El sueño es volver a Paraguay, aunque se presente cada vez más lejano. El deseo evidencia el peso que supone ser extranjero para los miembros de una comunidad estigmatizada, mientras que la dificultad para emprender ese regreso muestra que el exiliado es un “no deseado” en Paraguay.
“Paragua en Buenos Aires y curepa en Paraguay. ¿Alguien me puede decir quién soy?”, relata uno de los informantes.
Las tensiones de los exiliados con su país de origen no sólo se observaron durante la dictadura de Alfredo Stroessner sino también en democracia. De hecho, en la reforma constitucional de 1992 Paraguay trazó una distinción entre nacionalidad y ciudadanía que les niega el derecho a voto a los no residentes, considerándolos como “paraguayos de segunda”. En esos años, de este lado de la frontera la situación tampoco fue fácil para ellos. El gobierno de Carlos Menem no tuvo mayores dificultades políticas para asignarles a los inmigrantes latinoamericanos la responsabilidad por la aparición del cólera en 1992, por el fuerte aumento de la desocupación en 1994 y por la mayor inseguridad en 1999. Al mismo tiempo, los principales medios de comunicación comenzaron a insistir con la expresión “inmigrantes ilegales”, asignándole a un individuo la condición de “ilegal”, es decir, identificando a la persona con el efecto de una situación a menudo provocada por el Estado. Lo interesante es que el libro no muestra a los inmigrantes como sujetos pasivos víctimas del desprecio de sus connacionales y de la xenofobia argentina sino que también da cuenta de las luchas que llevan adelante las organizaciones de paraguayos en Buenos Aires para revertir esa situación.
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