En La vida doble, del chileno Arturo Fontaine, se plantea el tema de la traición y la lealtad en el marco de las acciones guerrilleras, la represión y la tortura bajo la dictadura pinochetista, basada en la historia real de una militante del MIR. También permite repensar el enfoque y los sentidos con que algunos escritores latinoamericanos vienen abordando la revisión de los ’70 en América latina.
› Por Gabriel D. Lerman
Irene o Lorena, no se sabrá quién es quién, milita en la organización Hacha roja. Son los años profundos del pinochetismo, donde la represión está enseñoreada en y desde el Estado, atraviesa la sociedad, destruye lazos y asedia la subjetividad de los militantes que quedan en pie. Los que han sobrevivido y continúan en actividad tienen pocas chances de operar en los intersticios, y el terror omnipresente es caer y ser sometido a tortura a riesgo de ofrecer información, delatar a compañeros. La relación de Irene o Lorena con el mundo, que tiene una hija de cinco años que, por seguridad, vive con sus padres, está reducida. Incluso es difuso, entrecortado y plagado de contraseñas el vínculo que ella mantiene con su célula. De pronto, en una operación del grupo, ella cae. Y es interrogada y vejada. Así comienza esta novela de Arturo Fontaine, la tercera después de Oír su voz y Cuando éramos inmortales, que lleva por título La vida doble, expresión que perseguirá a la protagonista el resto de su vida, incluso pasada la dictadura.
La amenaza que se cierne sobre esta mujer, que la tiene en vilo, es por un lado el fantasma de la delación, y por el otro el peligro de que sus secuestradores utilicen a su hija como provocación extra para quebrarla. Al poco tiempo es liberada, pero el peligro recién ha comenzado. En esa encrucijada absoluta, navega erráticamente, escucha sugerencias. La novela comienza en las brumas de la tortura de la protagonista, y genera una preparación argumental, un fondo viciado y sin límites que anuncia lo peor. Todo puede suceder a partir de allí: pronto, esa mujer será capaz de cualquier cosa.
El misterio de la novela, desde las primeras páginas, no es qué ni cómo, sino cuándo. La traición, el desliz, adviene. Fontaine trabaja hasta allí con gran oficio literario lo novelesco: la posibilidad de sumergirse en una empatía a través de una cierta cantidad de palabras que, enlazadas, transmiten el embrujo de la ficción y la iluminación de un sentido. Aunque filtrado y llevado a su mínima expresión, el personaje de Irene o Lorena podría estar inspirado en “La flaca Alejandra”, Marcia Alejandra Merino, ex dirigente del MIR a quien la DINA, mediante tortura, consiguió convertir en colaboradora, caso que, a comienzos de los noventa, conmovió a la sociedad chilena. Carmen Castillo, cineasta y escritora, militante del MIR y compañera de Miguel Enríquez, máximo dirigente de la organización, dirigió el documental La flaca Alejandra en 1993, donde Marcia Merino confiesa su colaboración con la DINA.
La novedad de Fontaine no es la traición, tema espinoso y crucial de la represión, tampoco la idea de negociación o intercambio. La novedad es, quizás, el foco obsesivo en la banalidad del acto, en la cotidianidad de la conversión, el enamoramiento del captor y la tentación por placeres mundanos que parecían estarle vedados, que en concreto se alinean en un más acá de la vida que trastruecan de cuajo los valores que sostenían los hábitos que ella abandona de un instante a otro. Y, como en una cascada de desconcierto y a la vez fanatismo, como la fe del converso, el compromiso invertido: jugarse por el otro lado. Irene o Lorena se da vuelta, porque no es una mujer de medias tintas, y ese darse vuelta la hará girar agria y eternamente en una frontera cada vez menos legible.
¿Hacha roja es un grupo guerrillero que se revela incluso menor e insignificante, lejos del poderoso MIR, razón por la cual todo puede ser visto años después, incluso como un enredo estéril de espías y conspiradores más indigno? No, por más pequeño que sea, el caso pretende iluminar un conjunto de relaciones humanas en el borde del compromiso político armado. ¿Es verdad que ella no tiene alternativas? Quizá sí, nos dice la novela, pero la cosa fue por el peor camino. En la crítica del guevarismo y la acción directa, Fontaine pone un empeño literario que supera el lugar común pero a la vez queda por debajo no sólo del contexto general sino también del universo personal de ella. La vida doble guarda un parecido de enfoque con A quien corresponda, novela reciente de Martín Caparrós. Allí, Carlos siente una gran fobia, un rechazo por recordar. Y, además de impugnar las razones, la moral o el cumplido del poder político actual de su país en impulsar la “memoria y la justicia”, él dice ya haber elaborado, haber pensado “en todo este tiempo” que su generación, lejos de ser heroica, le causó daño al país. Pero mientras que el personaje de Caparrós guarda cierto dilema moral, el de Fontaine está perdido para siempre.
La novela liberal latinoamericana se ha empantanado en un punto de incomprensión, o lo que es peor, en un exceso de comprensión, que deja la sensación de atrasar, o de ir contra el reloj de los nuevos tiempos. O al menos de no alumbrar otros matices, nuevas posibilidades de la narración misma sobre el pasado y el presente, con todo lo epocal que estos relatos suponen, pero también con toda la información disponible al efecto. Sin embargo, escritores como el peruano Alonso Cueto, el centroamericano Castellanos Moya y el boliviano Paz Soldán, vecinos de paradigma, se internan en zonas políticas con mayor soltura y profundidad. Sin desmerecer su solvencia literaria, hay que señalar que Fontaine trasunta una gravedad sobre la figura del traidor, y una liquidación cultural sobre el contexto de las organizaciones armadas, que hace suponer un modelo de crítica política extremo.
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