Domingo, 9 de enero de 2011 | Hoy
Una investigación sobre brujería y hechicería en el marco de la cultura popular se concentra en el caso de Santiago del Estero, desde el siglo XVII hasta mediados del XX.
Por Mariana Enriquez
El título de esta investigación, que forma parte de la colección “Nudos de la historia argentina”, dirigida por Jorge Gelman, insinúa un contenido más amplio del que en realidad ofrecen sus páginas. Lo que no representa necesariamente una decepción: Magia, brujería y cultura popular se circunscribe a tres momentos clave de la historia de Santiago del Estero: el siglo XVII, cuando la provincia pierde contra Córdoba su preeminencia política en el Virreinato; entre 1907 y 1921, años en los que se publica El país de la selva, de Ricardo Rojas, y se realiza la Encuesta Nacional de Folklore por maestros en la provincia y, finalmente, las décadas de 1930 y 1940, cuando Orestes Di Lullo y Bernardo Canal Feijoó les dan un nuevo giro a las pesquisas folklóricas santiagueñas. ¿Por qué Santiago? Porque Santiago, desde tiempos del Virreinato, hizo de la emigración una parte central de su cultura, de modo que sus creencias folklóricas se extendieron por todo el país, y también porque el monte santiagueño es el hábitat privilegiado y refugio de la infernal Salamanca, la reunión de brujos, aprendices de brujos y el demonio, que en estos parajes y en este encuentro se denomina Zupay. Un ser que, con la deforestación de la selva santiagueña, y según temía Ricardo Rojas, fue perdiendo su hogar –lo que para un nacionalista como Rojas era una metáfora de la preocupante pérdida de la identidad y las tradiciones de tierra adentro–.
Y también la autora, Judith Farberman, ha elegido Santiago del Estero porque se registran allí, en el siglo XVIII, procesos judiciales contra brujas y hechiceras, en general impulsados por los vecinos. “Las acusaciones contra hechiceros reflejaban también la exigencia de definir más claramente aquellas fronteras sociales y étnicas progresivamente desdibujadas.” Los denunciantes eran, por lo general, españoles o mestizos con alguna influencia en la comunidad. Las denunciadas, indias encomenderas. En el archivo de Santiago del Estero se han conservado once procesos por hechicería, todos en el siglo XVIII: en todo el resto del país, durante el mismo arco de tiempo, hubo solamente diez. El elevado número habla de una tensión importante. Así, Farberman desentierra las historias de Pascuala, una india que habría enfermado al alcalde mediante un daño, y que terminó con su liberación. No tuvo la misma suerte Juana “por sobrenombre Pasteles”, una mujer de 55 años acusada de hechicera que fue dos veces al potro de tortura donde se confesó autora de varios maleficios. Fue sentenciada a muerte, asesinada a garrotazos y quemada en la hoguera. Otros juicios descriptos parecen verdaderos dramas tribunalicios, que llaman la atención por su notable parecido con los juicios de Salem y también porque los “daños” y sus efectos siguen siendo casi idénticos a los encontrados en la religiosidad popular actual, después de cuatro siglos.
El objetivo de Farberman, sin embargo, es mostrar que si bien el contenido se mantiene invariable, lo que puede verse con las diferentes percepciones sobre la magia y la hechicería –la mirada positivista de los maestros, la reivindicatoria de Rojas, la etnográfica de Lullo y Canal Feijó– son los cambios sociales. Y el más importante, registrado en el siglo XX, es que el brujo, el hechicero, deja de ser exclusivamente el pobre y el marginado, y comienzan a aparecer leyendas donde la riqueza rápida y el poder también son concebidos como fruto del pacto maldito. Así se pasa de la salamanca y sus bailes en el monte o en el río a leyendas emparentadas como la del Toro Zupay, un riquísimo estanciero, o la del Familiar, el ser diabólico que se alimenta de los obreros de los ingenios azucareros, especialmente en Tucumán. “Los ricos y poderosos dotados de poder diabólico –escribe Farberman– no tenían lugar en el mundo de las hechiceras llevadas a juicio en el siglo XVIII: sus pactos con el Zupay no podrían haber asumido nunca una promesa de movilidad social. Este nuevo sentido indica que hasta las más antiguas y en apariencia inertes leyendas son capaces de aggionarse.”
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