Aniversarios > Cuando en Perú se estaba por designar 2011 como Año del Centenario del Natalicio de José María Arguedas, un decreto presidencial decidió que dicha gracia recayera sobre los cien años del descubrimiento del Machu Picchu al mundo, decisión no exenta de polémicas en un año de recambio presidencial. Lo cierto es que el 18 de enero se cumplieron cien años del nacimiento de Arguedas, una buena ocasión para volver sobre los pasos de este destacado y polémico escritor peruano que vivió en estado de conflicto con muchos de sus pares latinoamericanos.
› Por Fernando Krapp
A pesar de haber sido una personalidad tan sensible, el escritor y antropólogo peruano José María Arguedas siempre estuvo en el centro del huracán. Ya sea con la corriente literaria indigenista, o con los antropólogos, o con el boom latinoamericano, o con quien sea, Arguedas siempre causó polémica; incluso hoy, más de treinta años después de su muerte, su nombre vuelve a aparecer entre dos fuegos cruzados. El pasado 18 de enero se cumplieron cien años de su natalicio. Si se hace vista ciega a las fiestas y desfiles celebrados en gran parte del Perú, la fecha pudo pasar inadvertida de no haber sido propuesto, por un amplio sector del Poder Legislativo, designar 2011 el Año del Centenario del Natalicio de José María Arguedas.
La idea parecía encabezar la lista (resultaba un tanto fácil ganarles a los “Cien años de la flota submarina”), hasta que el presidente Alan García designó, por decreto, el año del Centenario del Descubrimiento del Machu Picchu al Mundo, ya que el explorador norteamericano Hiram Bingham reencontró los cimientos que permitieron reconstruir las ruinas, el 24 de junio de 1911. Por otra parte, el gesto del presidente parece servir como plataforma política para remarcar el ponderado retorno de las piezas arqueológicas que Bingham sustrajo, y que la Universidad de Yale se comprometió a devolver antes del término del mandato presidencial de García. Aparentemente, este decreto apuraría el trámite.
Tres días antes de pegarse un tiro con un arma que había conseguido durante su estadía en Chile, José María Arguedas le escribió a su editor argentino, Gonzalo Losada: “Algún día los libros y todo lo útil no serán motivo de comercio lucrativo en ninguna parte”. Escribirle una cosa así a un editor suena raro. Pero, leyendo la obra de Arguedas, sus cambios con respecto a la prosa, y sobre todo, la visión del mundo que despliegan sus personajes, se entiende un poco más esa postura tan contradictoria que mantuvo durante toda su vida. Contradicción que, por otra parte, se hacía carne en su propia condición de mestizo, mitad indígena, mitad español, que se debatía entre la herencia de la así llamada alta cultura occidental y la fuerte tradición quechua.
José María Arguedas nació en Andahuaylas, un pueblo de la zona andina, o como lo llaman los residentes, serrana. Así como en la Argentina se sigue hablando de la diferencia entre federales y unitarios, Perú tiene una dicotomía parecida entre serranos y costeños. En la sierra está la tradición quechua, indígena, con una cosmovisión distinta de la de la costa, marcada por la modernización de la urbe, la “occidentalización” puesta en foco sobre el mar, que siempre trae noticias nuevas y lejanas. Como gran parte de la población andina, después de la modernización del Perú, en las décadas del veinte y treinta, Arguedas migró a la costa. Allí estudió antropología en la Universidad de San Marcos, donde se deslumbró con la obra de José Carlos Mariátegui, y fue encarcelado por marxista (experiencia que volcaría en su notable novela El sexto de 1961, nombre del penal donde estuvo alojado, y única novela que transcurre en la costa), y donde desarrolló también, gran parte de su producción escrita.
Al empezar a escribir, Arguedas, como todo escritor inexperto, buscó una forma literaria que sintetizara su propia visión del mundo, de herencia quechua: encontró y forjó sus primeras herramientas en la denominada corriente indigenista. Publicó algunos relatos, y sus primeras novelas, Agua (1935) y Yawar fiesta (1941), en cuyo prólogo aseguraba que el castellano era el “medio de expresión legítimo del mundo peruano de los Andes; noble torbellino en que espíritus diferentes como forjados en estrellas antípodas, luchan, se atraen, se rechazan y se mezclan”. Se deja entrever ya que el indigenismo escondía una trampa: al prestarle una voz narrativa a una cultura sin medios escritos (la quechua fue una cultura de transmisión oral), al llenar moldes narrativos con palabras indígenas, la novela no dejaba por ello de tener matriz europea. El indigenismo como denuncia no le sirve porque la novela termina siendo un muestrario, y cae en su propia contradicción, que reflejaría en su novela más famosa, Los ríos profundos (1958).
Allí narra la historia de Ernesto, hijo de un abogado rural, que termina en un colegio de internos en las sierras. Ernesto –extraña mezcla entre Holden Caufield y Julien Sorel andino– se pregunta “¿Qué es, pues, la gente?”. La pregunta es obviamente retórica y atraviesa, de rebote, al sujeto latinoamericano. ¿Qué es, pues, la gente en Latinoamérica? Indios, inmigrantes, pongos, mestizos, criollos, negros; cuantas más categorías haya para designar a la gente como si fueran castas, Arguedas más se ahoga en su propia imposibilidad de abarcarlas todas, de encontrar una misma afinidad nacional que las unifique y las funda en un mismo programa político de país, es decir, más se ahoga en su búsqueda de una estética literaria acorde con esta urgencia: ¿qué es, entonces, el Perú?
Arguedas entiende que para escribir en el Perú tiene que crear una lengua que abarque todas las lenguas del Perú, una lengua nueva que sintetice aquella sentencia proustiana: todo escritor escribe siempre en una lengua extranjera. Es esa la tensión que esconde su narrativa, y hace eclosión en su novela más ambiciosa, Todas las sangres (1964), que, como lo indica el título, trata de dar cuenta de la enorme variedad étnica y lingüística que confluyen en el Perú como un delta humano. Sin embargo, como todo río que llega a un delta, el sedimento lo arrastra, subterráneo, con una fuerza irracional. El tiempo gana la partida; el Perú sigue fragmentado, la estratificación amplía aún más sus brechas.
Después de cinco años sin escribir, Arguedas llegó a la conclusión de que ya no es posible ni la idea de confluencia (menos la de convivencia), ni siquiera aún de coexistencia entre las dos realidades, y después de poner punto final a su última obra, El zorro de arriba y el zorro de abajo (probablemente una de las más hermosas y desgarradoras autobiografías escritas en Latinoamérica) en 1971, le puso fin a su vida.
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