Dom 13.02.2011
libros

Para Sonny, con amor y sin sordidez

› Por Rodrigo Fresán

Hay muchos más libros sobre Jerome David Salinger que libros de Jerome David Salinger. Y entre tantos, por supuesto, están las biografías. La primera, de Warren French, en 1963, casi coincidiendo con la fundación del mito y adelantándose a su abracadabrante despedida de la vida pública en 1965.

Luego, la aventura respetable pero frustrada en los tribunales de Ian Hamilton, los chismes y venganzas de Joyce Maynard (precoz y despechada amante) y de Margaret A. Salinger (hija malcriada) o la torpeza casi tabloide de Paul Alexander (con, sobre el final, inquietante información sobre un anciano budista seduciendo telefónicamente a jóvenes actrices de series norteamericanas).

Y de pronto, con la muerte del escritor todavía de cuerpo presente, llega Kenneth Slawenski con J. D. Salinger: A Life (atención: ya hay traducción española casi en simultáneo como J. D. Salinger: una vida secreta, en Galaxia Gutenberg).

Considerarla, sin dudas, como el mejor y más sensible esfuerzo hasta la fecha. Aquí, Slawenski no sólo revisita la vida sino que –sorpresa– se ocupa de la obra. Y conecta a una con otra. En resumen: Slawenski (administrador del imprescindible site para adoradores del pez banana deadcaulfields.com) no sólo escribe bien; también sabe leer. Y con él, como debe ser, esas ganas de releerlo todo como si fuera la primera vez. Y lo sigue siendo.

La historia del gurú ermitaño es bien conocida: su nacimiento en New York en 1919 en el seno de una tumultuosa familia judía (Slawenski ofrece buena y nueva data en lo que hace a la relación de Salinger con su padre y la génesis de Holden Caulfield como espejo deformante del autor), la expulsión de varios colegios, su traumática participación en la guerra durante el Día D y su habilidad como interrogador de nazis de alta graduación (su odisea por los horrores de la batalla del bosque de Hürtgen, inspiradora directa del traumático Para Esmé, con amor y sordidez, es uno de los puntos altos del libro), sus primeros triunfos en las páginas de The New Yorker, la llegada en 1951 de Holden Caulfield y El guardián entre el centeno como manual de instrucciones para magnicidas (recordar al asesino de Lennon, al que atentó contra Reagan, a ese thriller paranoide con Mel Gibson y Julia Roberts) y paradigma disfuncional del adolescente perfectamente imperfecto, la fundación de la maravillosa familia Glass (y el eterno suicidio de Seymour), la adoración de los jóvenes lectores, su afición al budismo zen, sus misteriosos matrimonios y sus affaires con jovencitas, su influencia radiactiva en escritores que van de Ray Loriga y Jay McInerney pasando por Jeffrey Eugenides de Las vírgenes suicidas a Douglas Coupland y Dave Eggers, su espíritu santo gravitando sobre los films de Wes Anderson y las canciones de Belle and Sebastian, y su irrefrenable necesidad de desaparecer en una casa de New Hampshire para estar en todas partes, en todas las bibliotecas del universo. Y, por supuesto, el misterio de si ha seguido escribiendo todos estos años y, de acuerdo, Slawenski peca de cuidadoso. Ya Blake Bailey –quien firmó obsesivas, indiscretas y magistrales biografías de Richard Yates y de John Cheever, y quien fue recientemente rechazado por el hijo de Salinger cuando ofreció hacerse cargo del muerto– apuntó, casi indignado, algunos errores de research de Slawenski y, muy especialmente, el modo en que pasa de puntillas por encima de los turbulentos tiempos del Salinger auto-desaparecido como si temiera contrariar a un posible espectro. Y tiene razón Bailey. Faltan aquí las zonas erróneas y los puntos oscuros de un hombre raro, diferente. Pero sobra la inteligencia de un lector que sabe que ha leído bien la obra. Y que sabe también que, en ocasiones, la obra debe ir por delante de la vida.

Así, todo esto revisitado con prosa sensible y respeto de converso. Recorriendo la distancia que va de (hay un puñado de ellas aquí dentro) fotos en los años ’50 en las que un elegante y fumador Salinger luce como una cruza de Don “Mad Men” Draper con James Stewart, pasando por aquella otra en la que vemos a un anciano desencajado en el acto de golpear a un paparazzi, hasta llegar al último día –en enero del 2010– donde todos los noticiarios interrumpieron a un eufórico Steve Jobs presentando en directo su flamante iPad para dar la triste noticia del adiós.

Y así, al menos por unos minutos –justicia poética, filosofía salingeriana–, dejamos de hablar del envase para concentrarnos en el contenido y volver a preguntarnos aquello de dónde irán los patos del Central Park en invierno, aquello de cuál es el sonido que hace una sola mano al aplaudir.

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