Dom 13.02.2011
libros

> UN RELATO SOBRE EL

Una noche con J. D. Salinger

› Por Blair Fuller

En el invierno de 1952, recibí un llamado de mi madre, Jane Canfield. Iba a haber una fiesta en su departamento de la calle 38, me dijo. “Una fiesta de Harper’s”, agregó. Harper’s era la editorial en la que Cass, mi padrastro, era presidente. Yo sería un invitado más que bienvenido, y también irían mi hermana menor, Jill, y su marido, Joe Fox.

Me había graduado en junio del año anterior, demorado por dos años de servicio en la Marina al final de la Segunda Guerra, y otro año como estudiante en Francia. Quería ser escritor. The Harvard Advocate me había publicado un cuento. En el taller de escritura de Archibald MacLeish había empezado a escribir una novela sin futuro, y había continuado hacia su intrascendente final en los meses posteriores a mi graduación. Ahora era un pasante en el departamento de marketing de la compañía texana Texaco y estaba por ser asignado a un puesto en Africa Occidental el verano siguiente. Estos eran mis últimos meses en Nueva York.

Mi madre continuó: “Alguien que admiras ha aceptado-J.D. Salinger”.

Le dije que ciertamente iría a la fiesta.

El guardián entre el centeno había salido el día anterior. Lo había leído con entusiasmo pero no con la extrema admiración que sentía por sus cuentos del New Yorker. Me parecían incomparables, tan vívidos, especialmente en atrapar las complejas y sutiles emociones de sus personajes. Cuando llegué esa noche, Mary, la mucama, estaba esperando en la puerta para encargarse de los abrigos de los invitados, y pude ver que la casa estaba tan arreglada como podía estar: flores en los jarrones y los muebles antiguos brillando. “El bar está en el porche”, me dijo Mary.

Busqué un trago y me uní a Jane y Cass en el living, con “Mac” MacGregor, el editor en jefe de Harper’s. Pronto llegaron Jill y Joe, y por un rato fue sobre todo una fiesta familiar. Después, casi al mismo tiempo, llegaron los treinta y pico invitados, Salinger entre ellos.

Una foto suya había aparecido en la solapa de El guardián entre el centeno –cabello oscuro engominado hacia atrás sobre un rostro largo y atractivo–. Esta noche estaba bien vestido con un traje a cuadros claro y una camisa blanca cuyo cuello estaba asegurado detrás del nudo de la corbata con un prendedor de oro. Sus gemelos capturaban la luz. ¿Por qué me sorprendió su elegancia? Sentí timidez estrechando la mano de todos, particularmente la de Salinger, y estuve seguro de que a Jill le pasaría lo mismo. Joe nunca era tímido. El fue quien le dijo a Salinger que era un placer conocerlo y cuánto admiraba su trabajo.

Joe había sido el capitán del equipo de natación de Harvard. Se había graduado en Inglés, pero me había sorprendido cuando declaró que quería trabajar en el mundo editorial. En el momento de esta fiesta era vendedor de libros para Alfred Knopf, pero más tarde se convirtió en un muy conocido y respetado editor de Random House, trabajando con escritores como Truman Capote, Philip Roth y Martin Cruz Smith.

Salinger estrechó todas las manos con aparente comodidad. Yo sentí, sin embargo, después de que me mirara a los ojos, y viendo cómo le daba la mano a Jill y a Joe de la misma manera, que estaba contento de ver invitados relativamente jóvenes. Tenía treinta y tres años.

La cena se comió en los mejores platos de mis padres sobre las rodillas de sus invitados. Los vasos de vino se llenaban, se vaciaban y se volvían a llenar. Se intercambiaron chismes literarios. Los compañías de conversación cambiaban con frecuencia con el cambio de platos y bebidas. Durante un rato considerable Jill y Joe y Salinger y yo estuvimos sentados juntos sobre la alfombra del living. Nos pidió que lo llamarámos Jerry, después hizo algunas preguntas de rutina sobre lo que hacíamos y por qué, pero con una intensidad comprensiva y agradable. Hizo varios comentarios que lo pusieron de nuestro lado, el lado de gente que estaba empezando antes que el de gente ya asentada y con largas carreras. La conversación se hizo cálida, y nos dimos cuenta de que podíamos hacernos reír.

Pareció especialmente interesado en que Jill fuera pintora y en que nuestros abuelos, los padres de nuestro padre, habían sido ambos pintores que vivieron en Cornish, New Hampshire. Salinger nos dijo que conocía Cornish. Le dije a Jerry que había escrito una novela que nadie iba a publicar nunca y encontré un asentimiento cómplice que agradecí. Nuestro pequeño grupo se volvió más y más hilarante y eventualmente la reunión se rompió por Jimmy Hamilton, que quería que Salinger conociera a alguien que creía importante.

Hacia el fin de la noche, mientras los otros invitados se ponían sus abrigos, Joe me encontró en el hall del frente. Me habló al oído: “Jerry nos invitó a tomar algo a su casa. ¿Venís?”.

Los tres nos habíamos puesto el saco y esperábamos a Salinger para despedirnos, después se unió a nosotros, salimos a la calle y conseguimos un taxi inmediatamente. ¡Qué fantástico giro de los acontecimientos! ¡Que Salinger se interesara en nosotros!

En el departamento, que era una casa a la altura de Columbia, Salinger nos preguntó qué queríamos tomar. Le ofrecí mi ayuda para buscar el hielo, pero prefirió hacerlo él solo. Las botellas y los vasos del bar estaban ubicados en una esquina de la barra que separaba la cocina y el living, y nos quedamos parados mientras Salinger nos sirvió whisky a todos, creo. Con las bebidas en la mano, Jill, Joe y yo nos hundimos en el largo sofá frente a la barra, Jill sentada entre nosotros. Salinger se sentó en una silla frente a nosotros, del otro lado de una mesa de café.

En mi alegría zumbona, miraba los cuadros de las paredes alrededor de la habitación y me perdí lo que Joe y Salinger se decían, hasta que escuché a Joe preguntar: “¿Dónde estudiaste, J.D.?”. Salinger no contestó inmediatamente y en ese silencio momentáneo el humor de la habitación cambió. Yo contuve la respiración. Creo que el tono “de negocios” de Joe pudo haber sido interpretado como levemente agresivo; a mí me sonaba familiar. Salinger dijo sin inflexiones: “Una pequeña facultad en el norte del estado. Una facultad de la que seguramente nunca escuchaste hablar”.

“¿Cuál?”, preguntó Joe. Nada sugería que Joe hubiera escuchado en la voz de Salinger algo más que intercambio de información.

Después de otro breve silencio Salinger dijo: “Hamilton. ¿Para vos hace alguna diferencia que el nombre de la facultad sea Hamilton?”.

“¿Dónde queda Hamilton?”, preguntó Joe. ¿Tenía que saber la ubicación de Hamilton? Me aterró cómo podía continuar aquello.

“Supongo que ustedes dos fueron a una de las Ivies”, dijo Salinger. “Quizá pertenecieron al mismo club. ¿A lo mejor en Harvard?”

Joe y yo de hecho habíamos pertenecido al mismo club en Harvard.

Pero ahora Salinger empezó a hablar de algo más; no reconocí de qué inmediatamente. El budismo, sus estudios de esa religión, y su deseo de profundizarlos. Dijo: “Me sorprendería si alguno de ustedes se considerara budista”.

Habló de la meditación, de lo que podía alcanzarse a través de su práctica, de un libro que lo había ayudado a apreciar sus beneficios. De “niveles” o quizá, dijo, “estados de iluminación”. Hablaba cada vez más rápido. Quizás era simplemente impaciencia ante nuestra ignorancia. Yo no conseguía incorporar toda la información.

Dijo algo sobre el nivel de Siddartha que él había conseguido. “Yo diría que ustedes”, apuntó a Joe, y después a mí, “están en” y mencionó un nivel bajo. Dijo que iba a ubicar a Jill en un nivel más alto.

Un sonido o sutil movimiento de parte de Jill me hizo echarle un vistazo. Su rostro brillaba por las lágrimas. No se movió en absoluto ni hizo un sonido, pero cuando volví la mirada me di cuenta de que Joe y Salinger observaban silenciosamente a Jill. Joe se puso de pie. Se acercó a Jill y le dijo algo que no obtuvo respuesta, después nos dijo a todos que debíamos irnos.

“Sí”, dije y también me paré. “De verdad tenemos que irnos”.

Joe y yo fuimos a buscar nuestros abrigos y el de Jill, mientras ella y Salinger se quedaban parados en silencio. Cuando íbamos hacia la puerta Salinger revivió y habló. “No, no”, dijo. “Por favor no se vayan. Por favor quédense y tomen otro trago. No se vayan ahora.” Estaba sacudiendo la cabeza.

“De verdad, nos tenemos que ir”, dije. “Lo siento.” Y lo sentía, ciertamente lo sentía. No entendía exactamente por qué Jill se había quebrado, pero era imposible pensar que podíamos quedarnos.

Esperamos muy incómodos un taxi en la vereda. Llegó uno rápido y Salinger nos pidió una vez más que cambiáramos de idea. “Vuelvan a entrar, por favor, tomen otro trago.”

Los tres subimos al taxi. Joe le dio al conductor mi dirección y cuando el taxi arrancó Salinger empezó a caminar, después a correr junto al auto, todavía pidiendo que cambiáramos de idea. Golpeó el taxi con un puño, creo, y el taxista frenó.

Joe dijo: “¡Siga adelante!”. Salinger miraba por la ventanilla de mi lado. “Paren. ¡Por favor, vuelvan!” Ahora estaba gritando en la calle silenciosa. El taxi se movió y llegó a la intersección. Joe dijo con bronca: “Está absolutamente loco”.

No recuerdo que nada más se haya dicho durante el corto viaje hasta donde yo vivía. Jill y Joe se quedaron en el taxi y se fueron a casa.

Durante los días y semanas siguientes reflexioné sobre qué había salido mal durante la velada. Tenía tanta necesidad de entender. Algo crítico había sido dicho o hecho. Pero, ¿qué?

Muchos años después de la fiesta, me enteré por Jill que promediando la tarde había subido a la habitación de nuestra madre para usar el baño y que cuando salió encontró a Salinger acostado sobre los abrigos de los invitados que se apilaban sobre la cama. Le había propuesto que dejara la fiesta con él en ese momento, en ese mismo minuto. Irían juntos a Cornish esa noche. Abandonarían todo en sus vidas y empezarían una nueva juntos. Le pregunté a Jill por qué había dicho que no.

“Estaba muerta con Jerry esa noche”, admitió. Después agregó: “Pero me pregunté qué nos íbamos a decir el uno al otro cuando llegáramos a Hartford” (Hartford queda a mitad de camino de Cornish).

Con frecuencia me he preguntado si Jill alguna vez pensó en contactar a Salinger. Se lo pregunté una vez, pero ella desechó la idea, y no hemos hablado del tema desde entonces.

Blair Fuller es editor emérito de la revista literaria The Paris Review, donde publicó este relato la semana pasada. Además, es autor de dos novelas, A Far Place y Zebina’s Mountain, así como de Art in the Blood: Seven Generations of American Artists in the Fuller Family.

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