Dom 20.03.2011
libros

Una estrella roja volando sobre Argentina

› Por Ricardo Piglia

Vamos a conversar sobre la novela de Ernesto Semán; ustedes saben que las presentaciones tienen el inconveniente de que uno habla de un libro conjetural, porque la gente todavía no ha tenido posibilidad de leerlo, entonces siempre es bueno no dar interpretaciones del libro, sencillamente algunas líneas. En mi caso, algunas líneas que la lectura del libro me promovieron a pensar. El libro me gustó mucho y me parece que las buenas novelas tienen siempre una capacidad radioactiva, para usar una palabra peligrosa. Ramifican los sentidos y permiten asociar siempre lo que se está narrando con historias paralelas y con historias posibles. Yo creo que esa podría ser una primera definición de una buena novela. Una buena novela siempre cuenta algo más de lo que está contando, y eso otro que está contando tiene mucho que ver con el lector para quien resuenan esas historias o esas posibilidades o esas alternativas que los textos insinúan, en la medida que, desde luego, la clave para escribir una novela es que no todo se puede contar, y entonces el primer problema que tiene el narrador es cómo selecciona aquello que va a entrar en la historia y aquello a lo cual la historia efectivamente alude.

Entonces, pensándolo desde esa perspectiva, me pareció que el libro de Ernesto Semán podía incluirse en una especie de marco que podríamos llamar un poco en broma “La carta al padre”, como gran tradición. Esas especies de relaciones relativamente genealógicas, a veces políticas, a veces freudianas, a veces económicas, de herencias que se establecen entre los hijos y los padres como un elemento que recorre desde luego la historia de la literatura, de la ficción. En este caso, como sucede a veces, esa relación con el padre, esa carta implícita al padre, está cruzada por la historia de la madre, que me parece lo más poderoso de la novela, que se va entrelazando, que es la historia de la mujer del padre y es una historia muy conmovedora que está contada con mucha energía. Inmediata-mente recién ahí empecé a pensar cuáles eran las madres que estaban en la literatura argentina y que uno podía recordar; como se puede llegar a recordar seguramente a Rosa, esa madre joven que se está muriendo, que está presente con mucha emoción en la novela de Ernesto.

Rosa es una mujer con principios y al mismo tiempo también con mucho coraje, con mucha energía, que ha pasado una serie de avatares argentinos de su vida sentimental, muy argentinos, y por lo tanto acceder al padre es también escuchar el relato de la madre sobre esa figura un poco elusiva, elíptica, que ya no está. Recordaba entonces, por ejemplo, la madre de Silvio Astier en El juguete rabioso, que es una figura fortísima porque siempre que quiere escribir, la madre le dice que hay que trabajar, cada vez que Silvio Astier está leyendo, le dice “no sigas leyendo tenés que buscar un trabajo”, y entonces la novela es la fuga de la madre, cómo se escapa de esa especie de orden materna de que hay que salir a ganarse la vida. Después está la madre que aparece en La traición de Rita Hayworth, la novela de Manuel Puig. Toto, el chico que anda por ahí en el colegio y está siempre escapando porque todos le quieren pegar, lo maltratan, tiene a su madre que lo lleva al cine. La madre lo lleva al cine y entonces es la madre la que instala esa mitología que va a acompañar a Puig durante toda su obra, y está muy bien contada esa intimidad con la madre, esas tardes en que van al cine del pueblo a ver películas de Hollywood.

Después está la madre de Tomatis, el personaje de Juan José Saer, que es una especie de madre negativa porque está siempre mirando televisión (que en el mundo de Saer es lo peor que puede pasar). La madre está siempre mirando televisión y lo único que le pasa a la madre es que Tomatis –que es el poeta que anda por ahí– le tapa la pantalla, la única relación que tienen es que Tomatis le tapa a la madre el televisor, y entonces la madre le pide que pase rápido.

En este caso, la madre es el acceso a una historia compleja, es la historia de un desaparecido, y por lo tanto, el chico está tratando, cuando ya es grande, de comprender esa historia atroz, de la cual en un sentido él es el heredero, pero en realidad es aquel que debe hacerse cargo de esa cuestión. En ese sentido, por un lado está esa tradición de las historias de los padres que están en el centro de los relatos y por otro lado tenemos esas relaciones que son siempre muy intensas de los hombres y las madres, digamos, como sabemos desde el tango, son las relaciones más intensas que se pueden imaginar. Pero también está este mundo político de la Argentina y me parece que Ernesto lo cuenta trayendo a la discusión y al imaginario de esta cuestión una perspectiva que la Argentina ha comenzado a revisar; se ha comenzado a contar esa historia a partir de lo que podríamos llamar “la historia de los hijos de los desaparecidos”.

Yo leía la novela de Semán conectada con Los rubios, la película de Albertina Carri, y también una obra de teatro que me gustó mucho que se llama Mi vida después, dirigida por Lola Arias, que tienen en común con la novela de Semán la manera en que los chicos miran esa situación política. Y tienen en común asimismo el hecho de que los chicos no entienden lo que está pasando ahí, entonces hay algo absurdo en la experiencia que se narra en la novela y que se narra habitualmente en esta situación que ha traído al vaivén que tienen las novelas políticas que han trabajado en esta cuestión una perspectiva nueva. Sé que hay muchos otros textos e incluso otro tipo de producción cultural que se ha ocupado de esta cuestión y ha traído esta mirada, que es una mirada kafkiana diría yo; este chico no entiende lo que está pasando y las explicaciones que le dan los padres son siempre completamente disparatadas. ¿Por qué no están? ¿Por qué se van? ¿Por qué hay que cambiar de casa? ¿Qué es lo que está pasando? ¿Cuál es el peligro? Entonces creo que ese universo, que es el universo emocional básico que se cuenta en el texto está al mismo tiempo completado por el hecho de que el narrador está contando esa historia ya cuando es un hombre, pero lo importante es que se pueda seguir ligado a ese sentimiento de estupefacción. Me parece que es parte de una mirada nueva. En general, las ficciones que se escriben en la Argentina sobre la política y sobre todo la política de los ‘70 tienden, o bien a ver lo sucedido como una especie de mamarracho grotesco, de personajes más o menos ridículos que con motivos que nadie termina de entender entraron en una cuestión que llevó a todo el mundo al desastre, o se cuenta desde el punto de vista del modelo del nazi. Entonces lo que se cuenta es el otro lado, qué tipo de figura es esta figura, qué tipo de incógnita puede generar la figura de aquellos que son responsables de lo que pasó, de los represores. Hay ahí cierto estereotipo de lo que podríamos entender como “el mal”. Pareciera que el modelo del mal son los nazis, entonces muchas veces los nazis en las últimas novelas que se han escrito sobre estas cuestiones aparecen como el ejemplo más claro de esa conciencia que establece con el mal una relación casi de pacto. Me parece que la atracción por los nazis se debe a que los nazis son un poco más cultos que los malos o aquellos que tienen aquí un pacto con el diablo que suelen ser personajes muy primarios, digamos. En este sentido, en la novela de Semán hay un personaje –de apellido Capitán, que está asociado a la desaparición– que trae una mirada muy interesante sobre estos temas.

No quisiera reducir la novela a este núcleo, que es un núcleo siempre muy potente y muy conflictivo en la literatura, y en la cultura, en la discusión política en la Argentina porque, vuelvo a insistir sobre la importancia que tiene la figura de la madre en esta narración y el modo en que la madre ha comprendido desde el principio la situación, y ha sido solidaria con esas decisiones políticas pero al mismo tiempo ha mantenido siempre una actitud de distancia y de disputa incluso. Hay momentos muy emocionantes en el texto que tienen que ver con decisiones de lo que podríamos llamar “la versión familiar de la política”, algo que muchas veces da a la realidad política una intensidad que las historias aisladas de la militancia política y la actividad política no tienen.

Es muy interesante la tensión entre la figura del chico, contada ya por alguien que recuerda su propia vida desde la adultez, que tiene esos recuerdos un poco confusos, que todos tenemos de la infancia. Creo que a todos nos pasa: tenemos recuerdos nítidos, pero no sabemos el contexto dentro del cual funcionaban esos recuerdos, y el contexto dentro del cual funcionan esos recuerdos pueden convertirlos en cosas maravillosas o en cosas atroces, pero lo que hay es la emoción que se tuvo en el momento en que esas situaciones sucedieron y muchas veces es, por ejemplo, el juguete al cual hace alusión el título. Ese título que tiene una carga importantísima, porque sostiene toda esa situación de un padre que trae un regalo; pero ese regalo al mismo tiempo se asocia con lo que era en esa época una militancia política que aparecía como muy difícil de descifrar.

Hay un tercer punto muy interesante donde yo también encuentro ciertas tradiciones de la narrativa política argentina que yo llamaría, restringiendo un poco el sentido mucho más amplio que tiene esa parte de la novela, “el momento alegórico” del texto. La alegoría ha sido un modo de resolver muchas veces la cuestión de cómo narrar esos acontecimientos. Para poner el ejemplo de Saer, matan caballos, mueren caballos en Nadie, nada, nunca. Mueren caballos y mueren caballos y mueren caballos. O en Cuarteles de invierno de Osvaldo Soriano, una novela que me gusta mucho porque hace de una pelea de box, una alegoría de una situación desde luego mucho más compleja. En la novela de Semán, la alegoría es irónica y divertida porque es una isla. Los personajes van a una isla en un ómnibus, y esa isla es una especie de infierno benévolo porque es un infierno en el cual muertos y vivos van a reconciliarse, o intentan estar en ese lugar para buscar una reconciliación. En ese espacio de la isla imaginaria se encuentran momentos distintos de la experiencia política y detrás está lo que yo llamaría la experiencia del niño: el niño hubiera querido que todos se hubieran reconciliado y que ese mundo tan incomprensible, de diferencias tan tajantes, se hubiera podido resolver de una manera que no fuera la manera en que se resolvió.

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