Un policial estilizado y oscuro en la línea de Goodis y Horace McCoy.
› Por Fernando Krapp
Driver
James Sallis
RBA
165 páginas
Así como en los Estados Unidos varios apellidos remiten al oficio más que a la genealogía o, si se quiere, a la genealogía de una familia que transmitió de un hijo a otro, un mismo oficio (léase los Barker o los Carpenter), Driver, personaje de la novela de James Sellis que lleva su nombre como título, se llama así porque es justamente eso: un conductor. Su único interés en la vida pasó por las bujías de un motor de cuatro caballos, la novedad de la dirección hidráulica, la epifanía de las llantas de aleación. Así como Ismael se tranquiliza cuando siente el llamado del mar, en Driver hay algo parecido: una exaltación por el éxodo y el movimiento. Esa sensación de estar cómodo sobre cuatro ruedas acompaña la necesidad de fuga de Driver: una madre en la cárcel, un padre muerto, una familia sustituta, y el sudor frío de no pertenecer a ningún lugar, ni a ningún grupo social. Driver se escapa de su segunda familia, y va a parar al Oeste, a Los Angeles, la tierra de expansión por antonomasia.
Allí consigue trabajo, tras un largo esfuerzo, como doble de riesgo en películas de acción. El trabajo de Driver consiste en hacer que los coches se pongan en dos ruedas, vuelen de acá para allá, pasen demasiado cerca de un precipicio a una velocidad alejada del crucero. Y, por si fuera poco, al poco tiempo consigue un segundo trabajo, con no tanta destreza, pero no por eso menos peligroso, como conductor de un mafioso. Driver tiene una política para este segundo trabajo: no quiere saber nada. Ni cuánto se roba, ni si se mata alguien. El maneja el auto, cobra y se va a dormir. Pero, en un robo mal ejecutado, la trama se dispara con escabrosa sencillez: Driver quiere sacarse de encima la plata que lleva encima para que todo vuelva a la normalidad.
A pesar de la sencillez de la idea, que cabe en una simple oración, James Sallis opta por tejer una trama que, en frases muy cortas, al viejo estilo hardboiled, que ya no es más una escuela sino una universidad, va y vuelve en la vida de Driver sin sentar una linealidad. Se acerca entonces a los grandes maestros del género negro que siguieron a James Cain: Goodis (de quien el autor tiene un ensayo publicado), Burnett y, sobre todo, Horace McCoy. Es decir, aquellos escritores del género negro cuyas tramas no buscan descifrar un enigma sino hundir las manos en las motivaciones criminales de sus personajes. Pero Sellis, a diferencia de los escritores mencionados, lleva una vida tranquila: se desempeña como profesor de escritura creativa en Phoenix, desarrolló una terapia respiratoria y, por si fuera poco, es profesor de música y domina varios instrumentos. Esta variedad ocupacional se percibe en su prosa; el registro por momentos es muy libre, poético, rayano en un tono más experimental, alejado un poco de los cánones más conservadores del género. Sellis, al abordar el género, lo hace desde la resignificación de los códigos y la tradición literaria. Por lo tanto, su excusa narrativa no se esconde en la trama elegante de un atraco que no salió sino en el desecho continuo de los restos de la modernidad norteamericana. La cloaca vomita, y Sellis, con un dejo estetizante, mientras su personaje maneja en la penumbra del actual paisaje urbano norteamericano, apunta frases de aquello que se ve detrás de la ventanilla de un auto sucio y viejo, pero fiel como un perro muerto de hambre.
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