Con la publicación de El último cuaderno se cierra el círculo de vida y obra de José Saramago. Son textos, emociones, encuentros y opiniones de 2009-2010, los dos últimos años de su vida, en los que el escritor también se había convertido en habitante de la blogósfera. A propósito, Umberto Eco escribió un prólogo –del que acá se reproduce un fragmento– para la edición italiana que también se incluyó en la castellana, que acaba de aparecer en Argentina.
› Por Umberto Eco
El último cuaderno
José Saramago
281 páginas
Alfaguara
Curioso personaje, este Saramago. Tiene ochenta y siete años y (según dice) algunos achaques, ha ganado el Premio Nobel, distinción que le permitiría no volver a producir nada porque, total, en el Panteón va a entrar en cualquier caso (el muy tacaño Harold Bloom lo ha definido como “el novelista más dotado de talento de los que siguen con vida..., uno de los últimos titanes de un género en vías de extinción”), y lo vemos escribiendo un blog en el que la toma con todo el mundo en general, atrayéndose polémicas y excomuniones de muchos sitios –a menudo no porque diga cosas que no deba decir, sino porque no pierde el tiempo en medir los términos que emplea–, y tal vez lo haga a propósito.
Pero ¿cómo?, ¿él precisamente? ¿El, que cuida la puntuación hasta el extremo de hacer que desaparezca, que en su crítica moral y social no afronta jamás los problemas de frente sino que los rodea poéticamente bajo las formas de lo fantástico y de lo alegórico, de modo que su lector (pese a sospechar que de te fabula narratur) debe poner algo de su parte para entender adónde quiere ir a parar el apólogo; él, que –como en su Ceguera– hace que el lector viaje en una niebla láctea en la que ni siquiera los nombres propios, en los que tan parco es, dan una señal claramente reconocible; él, que en su Ensayo sobre la lucidez se inclina por una decidida opción política basándose en enigmáticas papeletas blancas? ¿Y este escritor fantasioso y metafórico viene a decirnos como si tal cosa que Bush es de “una ignorancia abismal, de una expresión verbal confusa perennemente atraída por la irresistible tentación del puro despropósito”, un cowboy que ha confundido el mundo con una manada de bueyes, que ni siquiera sabemos si piensa realmente (en el sentido más noble de la palabra), un robot mal programado que confunde constantemente los mensajes que están grabados en su interior, un mentiroso compulsivo, corifeo de todos los demás mentirosos que lo han aplaudido y servido en los últimos años? ¿Y es este delicado tejedor de parábolas el que emplea palabras que no dejan lugar a la duda cuando define al propietario de la editorial que lo publica en Italia? ¿Y es ese ateo manifiesto, para quien Dios es “el silencio del universo y el hombre, el grito que da sentido a ese silencio”, el que saca otra vez a escena a Dios con tal de preguntarse qué pensará de Ratzinger? ¿Y quien, militante comunista (tenazmente aún), no duda en gritar que “la izquierda no tiene ni la más mísera idea del mundo en el que vive”, quejándose, por si fuera poco, de no haber recibido respuesta (qué sé yo, una expulsión, una excomunión por lo menos)? ¿Y quien se arriesga a una acusación de antisemitismo por haber criticado la política del gobierno de Israel, olvidándose sin más, al sentirse tan airadamente partícipe en las desventuras palestinas, de recordar –como cualquier equilibrado análisis exigiría– que no falta quien niegue el derecho a la existencia de Israel? Nadie tiene en cuenta, sin embargo, que cuando habla de Israel Saramago está pensando en Yahvé, “dios rencoroso y feroz”, y en tal sentido no resulta más antisemita que antiario o desde luego anticristiano, dado que para cada religión intenta arreglar sus propias cuentas con Dios –que, evidentemente, se llame como se llame en los distintos idiomas, le cae rematadamente mal–. Y que a uno le caiga rematadamente mal Dios es sin duda motivo de ira furibunda contra todos aquellos que de él se sirven como escudo.
Si tuviera siempre en cuenta los pros y los contras, Saramago sabría también que hay maneras y maneras incluso en la invectiva. Cito (de memoria) a Borges, que citaba (de memoria tal vez) al doctor Johnson que citaba el caso de un fulano que insultaba de esta manera a su adversario: “Señor, vuestra esposa, con el pretexto de regentear un burdel, vende telas de contrabando”. Saramago, por el contrario, no se anda con tantos cumplidos, es decir, se deja de rodeos y en su actividad de comentarista cotidiano de la realidad que le circunda se toma la revancha de toda la vaguedad oblicua de sus fabulaciones.
El Saramago bloguero se muestra siempre irritado. Pero ¿existe realmente un hiato entre esta práctica de indignación cotidiana acerca de lo transeúnte y la dedicación a la escritura de “opúsculos morales” válidos para los tiempos pasados y los futuros? Escribo este prólogo porque creo tener una experiencia en común con el amigo Saramago, que es la de escribir libros (por un lado) y tener a mi cargo (por otro) una columna de crítica de costumbres en un seminario. Al ser este segundo tipo de escritura más claro y divulgativo que el primero, son muchos quienes me preguntan si lo que hago es trasvasar a esas breves piezas periodísticas reflexiones más ampliamente desarrolladas en los libros mayores. Qué va, contesto, la experiencia me enseña (pero creo que se lo enseña a cualquiera que se halle en una situación análoga) que es la reacción irritada, el impulso que lleva a la sátira, la estocada crítica escrita al hilo de la actualidad lo que proporciona más adelante el material para una reflexión ensayística o narrativa más extensa. Es la escritura cotidiana la que inspira las obras de mayor empeño, y no al contrario.
Y por eso yo diría que, en estos breves escritos suyos, Saramago sigue alimentando su experiencia del mundo tal como desgraciadamente es, para revisarla posteriormente con más serena distancia sub specie de moralidad poética (y en ocasiones peor de lo que es, por más que parezca imposible ir más allá).
Y además, ¿realmente se muestra siempre tan airado este maestro de la filípica y de la catilinaria? Me da la impresión de que junto a la gente a la que odia está también la gente a la que ama, y así hallamos piezas afectuosas dedicadas a Pessoa (no es uno portugués en vano), o a Amado, a Fuentes, a Federico Mayor, a Chico Buarque, que nos demuestran lo poco envidioso que es este escritor respecto a sus colegas y cómo sabe trazar de todos ellos delicadas y tiernas miniaturas.
Por no hablar de cuando el análisis de la actualidad desemboca en temas (y aquí estamos de vuelta a los mayores asuntos de su narrativa) como los grandes problemas metafísicos, la realidad y la apariencia, la naturaleza de la esperanza, cómo son las cosas cuando no las estamos mirando.
Entonces vuelve a escena el Saramago filósofo-narrador, ya no irritado sino meditabundo, e inseguro. Con todo, no nos disgusta tampoco cuando se enfurece. Resulta de lo más simpático.
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