Un viaje al corazón de la camaradería adolescente, en la novela en la que finalmente Alessandro Baricco logró reencontrarse con Salinger.
› Por Juan Pablo Bertazza
Se ama y se cree en lo que está ausente, aquello que en rigor no se conoce y a lo que sólo puede accederse mediante el sortilegio –o la convicción– de la fe. Es por eso que la histeria es la clave de las divinidades; y el cristianismo acaso dispute el premio a la religión más histérica: adora a un dios por definición muerto, que sólo resucita para alejarse y partir inmediatamente al cielo. En el Evangelio de Lucas, hay un episodio que lleva esta histeria al paroxismo: en Emaús, dos discípulos de Jesús no entienden cómo pudieron cruzarse con un hombre que ignora todo lo relacionado con la muerte del Hijo de Dios, a tal punto que le piden que se quede a cenar con ellos, una invitación que sólo responde a la curiosidad, y nada más. El misterioso hombre se sienta a la mesa con ellos, toma el pan, pronuncia la bendición y reparte el alimento. Justo en el momento en el que lo reconocen, Jesús desaparece. Después sólo queda tiempo para los lamentos: “¿No sentíamos arder nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”.
El corazón que, en todo caso, ardió al leer este pasaje del Evangelio de Lucas es el de Alessandro Baricco, uno de los máximos atractivos de la Feria del Libro del año pasado, uno de esos autores tan elogiados como criticados: un gourmet de la forma, un ingenuo irredimible.
Bobby, el Santo, Luca y el narrador son los integrantes de un grupo de adolescentes (dieciséis, diecisiete años), héroes de la clase obrera y provinciana de la Italia de los ‘70 que viven a disposición del dogma católico. Tienen un grupo de música con el que sólo tocan durante cada misa y hacen tareas voluntarias para ayudar a enfermos urinarios. Cada uno de ellos tiene, por supuesto, sus propios deseos, represiones e idiosincrasia familiar (el Santo es un verdadero fanático religioso, mientras que Luca, por ejemplo, carga con la depresión de su padre) pero estas individualidades se borran en pos de un grupo que tiene muy claros sus ideales. Hasta que conocen a Andre, una chica distinta dentro del estrato distinto que es la clase alta. Además de su nombre andrógino, ella cuenta con ese privilegio trágico que caracteriza a los de su rango, mientras que los otros, los de las clases bajas, solo pueden detentar algún drama menor: los pulmones de Andre dieron su primera bocanada de oxígeno justo cuando su hermana moría ahogada en un estanque. Simetrías biográficas, simetrías trágicas, simetrías perturbadoras que son marca registrada del estilo de Baricco. También en esta novela, Baricco vuelve a escribir sobre el amor fantasmagórico; mientras en Seda era generado por el esoterismo de la ausente dama japonesa, en Emaús surge a partir de una mujer fascinante que les muestra el otro lado de la moneda. Una fascinación tan lenta como irrenunciable que, poco a poco, los va dejando desnudos de todas las convenciones y de todos los disfraces a estos chicos católicos y platónicos, es decir, incapaces de separar la belleza del bien. Pero el mundo se rige por contrarios y no suele haber lugar más erótico que aquellos donde el erotismo se supone prohibido: Baricco pone en funcionamiento una maquinaria erótica letal que, más allá del exotismo y ciertos toques surreales, no llegaba a impresionar en Seda: “Me rozó la mejilla con un beso. Para hacerlo tuvo que acercárseme un poco y su bolso fue a presionarme sobre los calzoncillos, estaba exactamente a esa altura” cuenta el protagonista su inolvidable primer encuentro con Andre que, como un germen impostergable, ingresa en su organismo para desencadenar una verdadera tragedia en su vida que implica la ruptura de las divisiones sociales, la pérdida de la inocencia.
Baricco siempre fue un ferviente admirador de J. D. Salinger, a tal punto que creó en Turín una escuela de escritores con su nombre. Sin embargo, hasta el momento esa influencia sólo afloraba en su obra como una angustia, un ideal, un horizonte demasiado lejano. Como les sucediera a los discípulos de Emaús con el Mesías, justo a partir de la muerte y desaparición de Salinger, Baricco logró reconocerlo de manera literaria. Transformó la histeria en historia. Logró inyectar a su obra, al fin, una verdadera dosis de Holden Caulfield.
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