Un primer libro de cuentos que arman un muestrario muy diverso de registros y que bien podría funcionar como un nuevo decálogo sobre el género.
› Por Damian Huergo
De todos los géneros literarios que circulan en la actualidad, el cuento es el formato que acumula más intentos de sistematización de parte de los escritores que lo ejercen. Comenzando por Quiroga desde ya, de Piglia hasta Bolaño, pasando por el famoso dodecálogo de Caldwell y la reciente reversión de Andrés Neuman –por sólo nombrar algunos– le indican al joven cuentista diferentes puntos que deberá seguir para lograr su cometido. Sin embargo, estos consejos parecen ocultar más de lo que muestran (¡al fin y al cabo están hechos por cuentistas!) y, por lo bajo –a juzgar por la ficción de esos autores–, brindan una misma sugerencia: estas pautas, en cierto modo, también fueron hechas para ser transgredidas.
Julián Troksberg percibió esa norma invisible. En la escritura de los relatos que integran La ruta hacia acá, su primer libro, la siguió a rajatabla. Pivoteando entre las fórmulas modernas y la libertad creativa, logró darle a cada historia el formato apropiado, demostrando que la variación dentro de un volumen de cuentos no siempre significa dispersión. En La ruta hacia acá la unidad no es algo que se percibe en una primera lectura. En los doce cuentos no hay personajes ni escenarios ni estilos que se repitan. Sin esa intención como pauta estilística, Troksberg se tomó la libertad de hacer convivir un cuento largo sobre la vida de un juguetero con un relato corto cuasi fantástico –en la línea del Cortázar influenciado por el oscurantismo de Poe–, donde un diente adquiere personalidad y pasa a ser el compañero ideal del narrador.
Troksberg, como escritor, es como un anfibio que logra mimetizar su voz propia con la historia que va a contar. Así, sin fallar en el intento, puede saltar de utilizar artilugios de cierta narrativa freak a crear mundos oníricos como en “La pared” o armar un cuento hiperrealista como “La ruta hacia acá”. En el cuento que le da nombre al libro, un coro de voces ásperas y desangeladas –familiares a los parias de la narrativa de Bolaño– crecen alrededor de un accidente automovilístico en tierra mexicana. A lo largo del relato ese camino cortado por fierros, aceite derramado y humo negro funcionará como un espejo deformado que le mostrará al coro de desesperados de dónde vienen y hacia dónde van.
A pesar de las distintas historias y géneros el lector atento puede rastrear zonas en común que hacen a la cosmovisión del autor. Ya sea en ciertos consumos culturales como la televisión y el cine –que aparece como una declaración de principios en el cuento que abre el libro–; en los fracasos y esperanzas que son compartidos por los personajes cuando se cruzan; en un accionar frenético; y, respecto de la estructura, cada comienzo parece hacer sinopsis de la historia que va a desarrollar. Estos signos, condensados, son visibles en las short stories –quizás el formato donde aparece el mejor Troksberg–. “Mi relación con la farándula”, que narra con humor y tensión policial un raid de asesinatos a famosos y en “15 días sin María”, relato hermano –por la elegancia y la precisión– de las breves historias de desamor del dominicano Juan Dicent.
Si Julián Troksberg escribiera un dodecálogo del cuentista hay varias chances de que tenga una primera norma que diga “no respete lo que sigue”. Sin embargo, al finalizar La ruta hacia acá (segundo premio del Fondo Nacional de las Artes 2009) uno se queda con la sensación de que Troksberg se rehusaría a tal empréstito; que antes de señalar pautas preferiría seguir probando diversas fórmulas para seguir escribiendo muy buenos cuentos.
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