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Domingo, 17 de abril de 2011

Efectos colaterales

Irvine Welsh vuelve con una novela de corte policial, que sigue la larga línea trazada hace casi veinte años por Trainspotting, y busca responder las preguntas dejadas pendientes por La naranja mecánica.

 Por Fernando Krapp

Difícil comentar un libro de Irvine Welsh sin mencionar a Trainspotting, su primera novela, con la que obtuvo fama internacional en el año 1993. Difícil no solo porque el escocés sea uno de esos escritores que así como la pegan con un bestseller quedan pegados creativamente a él, sino porque al mismo Welsh parece no pesarle el efecto colateral que tuvo ese batacazo sobre su obra posterior, ya que volvió una y otra vez para rescatar a los personajes de su primera novela y darles mayor profundidad psicológica, para contar sus historias en las novelas que sucedieron a la primera.

Más de quince años después, Welsh publica Crimen, donde narra el desborde emocional de Ray Lennox, primo lejano de Mark Renton, el protagonista de Trainspotting. Lennox (¿alguna relación con el amigo de Marlowe?) es un policía antihéroe, merquero, especialista en resolver casos de abuso infantil, con una considerable musculatura (proporcional al tamaño de su moral) a pesar de sus excesos como treintañero casi-adulto.

A pesar de que Crimen sea la primera incursión de Welsh en el género policial desde el lado del pesquisante y no desde el delincuente de baja monta, al abordar el género lo hace, por supuesto, desde una perspectiva personal en sintonía con su propia voz narrativa.

Crimen. Irvine Welsh Anagrama 440 páginas

Más allá de las seis partes de la novela que escalonan el relato y le proporcionan una vertiginosa sensación de que todo transcurre en tiempo real, la estructura básica se divide en dos. Por un lado está el viaje que Lennox hace junto con Trudi, su prometida, a Miami, para tener unas vacaciones tranquilas, planificar su boda y de paso darle un poco de imaginación a su vida sexual. Lennox también necesita de las vacaciones porque acaba de resolver un caso de abuso sexual infantil que lo ha dejado con más fantasmas que méritos profesionales, y sumido en la inercia de una relación amorosa que no funciona, se escapa de su novia, y se rinde ante una serie de eventos extraños, propios de una de esas noches erráticas. De golpe su destino se tuerce para hacerlo cargo de una chica de diez años a quien tiene que proteger de una red de pedófilos organizada. Y mientras maneja un auto alquilado, lanzado a la carretera con esta Lolita muy poco ingenua e hija del pop y sus modas, Lennox –sin guardar ningún parentesco con Humbert Humbert– entra en trance de recordar y la novela se desdobla. El relato de su último caso se cuela en Crimen narrado en segunda persona para taladrarle el cerebro como si estuviera ante un juez. El caso atrasado no es otro que la sociedad toda y la forma que tomó en las últimas décadas. Ahora bien, ¿qué relación guarda Crimen con su primera novela, más allá del parentesco entre primos?

En Trainspotting, Welsh reveló un mundo poco conocido: los hijos perdidos de la clase obrera escocesa, extinguida por las secuelas que el thatcherismo produjo en los países colonizados de Gran Bretaña, a mediados de la década de los ochenta. Todos recordamos el final de la película: Mark Renton, ya recuperado, traicionaba a sus amigos por las comodidades de la vida moderna. Aquel final de aparente felicidad y realización personal, que daba pie a la década de los noventa, guardaba una enorme afinidad con el final de la novela de Bret Easton Ellis, American Psycho, cuya frase auguraba el destino inefable del capitalismo tardío. Patrick Bateman salía por una puerta que decía: “Esto no es una salida”. Mark Renton parecía salir por la misma puerta.

Quince años después, esas mismas comodidades anheladas por Mark Renton en Trainspotting son las que llenan de algodón la vida de Ray Lennox en Crimen, quien las vive como un pez en una pecera; y sólo puede animarlas bajo los efectos del alcohol, los antidepresivos y la cocaína. Lennox habita un mundo que enmarca con una frivolidad de brillantina la perversión, el abuso y el crimen organizado. Pero a pesar de que Lennox quede atrapado sin salida dentro de una supuesta salida, rendido al devenir de actos inconexos como resultado de una ilusoria velocidad, el narrador se toma el tiempo de suspender el ritmo del relato para mirar el monumento al Holocausto sin dejar de preguntarse qué tiene ver eso con Miami.

Porque a pesar de que Welsh no deje nunca de indagar en el aspecto moral de su realismo psicológico, sometiendo a su personaje a una expiación y redención de su propia vida que den paso, una vez más, a los avatares de la adultez (gran parte de la obra de Welsh puede leerse como una coda al problemático capítulo veintiuno de La naranja mecánica de Anthony Burgess), tampoco puede dejar de entrever la propia contradicción de su escritura cuando trasluce las cosas que flotan a su alrededor en nuestra sociedad de consumo, y subraya velozmente como al pasar que “más es mejor: primera ley del capitalismo. Segunda ley: la inmediatez lo es todo”.

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