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Domingo, 5 de enero de 2003

¡Eureka!

Lo que descubrí en Auschwitz fue la condición humana, el punto final de una gran aventura, a la cual el viajero europeo arriba luego de dos mil años de historia moral y cultural. Ahora lo único sobre lo que deberíamos reflexionar es hacia dónde vamos.Las antiguas profecías hablan de la muerte de Dios. Desde que ocurrió Auschwitz estamos más solos. Debemos crear nuestros propios valores, en el día a día, a partir de la persistente aunque invisible tarea ética, para que así cobren vida y quizá se conviertan en los cimientos de una nueva cultura europea.

 Por Irina Hauser

por Imre Kertész

Debo comenzar con una confesión, una confesión quizás extraña pero sincera. Desde el momento en que subí al avión para viajar hasta aquí y aceptar el Premio Nobel de Literatura, he sentido sobre mis espaldas la constante, inquisidora mirada del observador desapasionado. Incluso en este momento tan especial, cuando me encuentro con que soy el centro de atención, me siento más cerca de ese observador frío y distante que del escritor cuya obra, de pronto, se lee en todo el mundo. Espero al menos que el discurso que pronunciaré en esta ocasión me ayude a superar ese desgarramiento.
En este momento, sin embargo, continúo con ciertos problemas para entender la distancia entre el honor que me han concedido y mi propia vida y obra. Quizá viví demasiado tiempo bajo dictaduras, en un ambiente intelectual hostil, implacablemente enrarecido, como para desarrollar una conciencia literaria distintiva; contemplar incluso tal cosa hubiese sido inútil. Además, lo que escucho por todas partes acerca de lo que ofrecí a la reflexión, el “asunto” que siempre me preocupó, no fue algo ni muy oportuno ni muy atractivo. Por esta razón, y también porque es una creencia íntima, siempre consideré que escribir es algo muy personal y privado. No es que esto sea incompatible con la gravedad, incluso si esa gravedad pareciese algo absurdo en un mundo donde solo las mentiras se toman seriamente.
En un hermoso día de primavera del año 1955 me di cuenta de pronto de que existe una realidad única, y que mi propia vida, ese frágil obsequio que me había sido concedido en una época incierta, me había sido usurpada, expropriada por fuerzas extranjeras, y circunscrita, enmarcada, calificada, y que tuve que quitarla de la “Historia”, ese terrible Moloch, porque era mía y sólo mía, y por consiguiente yo tenía que arreglármelas con ella.

Se trata del lenguaje
Resulta innecesario insistir en que esto me puso sensiblemente en contra de todo ese mundo, que si bien no era objetivo, era una realidad, indudablemente. Hablo del comunismo húngaro, del “próspero y floreciente” socialismo. Si el mundo es una realidad objetiva que existe independientemente de nuestras conciencias, entonces los seres humanos, incluso ante sus propios ojos, no son más que objetos, y sus historias de vida son apenas una serie de accidentes históricos desconectados, por los cuales se pueden preocupar, pero que ante ellos no tienen nada que hacer. No tendría entonces ningún sentido intentar componer los fragmentos dentro de una totalidad coherente, porque algo podría llegar a ser demasiado objetivo como para que la subjetividad del Yo se responsabilizara ante ello.
Un año después, en 1956, estalló la revolución húngara. Por un momento el país adquirió subjetividad. Al poco tiempo, sin embargo, los tanques soviéticos restauraron la objetividad.
Y no pretendo ser gracioso. Hay que considerar qué le sucedió al lenguaje en el siglo XX y qué pasó con las palabras. Yo diría que el primer y más impactante descubrimiento hecho por los escritores de nuestro tiempo fue que el lenguaje, en el modo que llegó hasta nosotros, como legado de una cultura primordial, se ha vuelto sencillamente inadecuado para vehiculizar conceptos y procesar lo que alguna vez fue inequívoco y verdadero. Piensen en Kafka, piensen en Orwell, en cuyas manos el viejo lenguaje simplemente se ha desintegrado. Fue como si lo cocinaran a fuego lento, sólo para exhibir luego sus cenizas, de las cuales emergieron patrones nuevos, anteriormente desconocidos.
el compromiso
Pero debería retornar a lo que para mí es estrictamente privado: la escritura. Hay unas pocas preguntasque alguien en mi situación, incluso, no se formularía. Jean-Paul Sartre, por ejemplo, dedicó todo un pequeño libro a la pregunta “¿para quién escribimos?”. Es una pregunta interesante, pero también puede ser peligrosa, y agradezco a mis astros el hecho de que nunca tuve que tratar con algo semejante. Veamos en qué consiste el peligro. Si un escritor eligiese como público una clase social o el grupo que él quisiera, no sólo para gustar sino también para influenciarlo, lo primero que tendría que hacer es examinar su propio estilo para ver si cuenta con los medios adecuados como para ejercer tal influencia. Pronto lo invadirían dudas y comenzaría a examinarse todo el tiempo. ¿Cómo puede nuestro escritor estar tan seguro de lo que quieren sus lectores, de lo que les gusta realmente? No podrá ir tranquilo a entrevistarlos uno por uno. E incluso, si lo hiciera, no lo haría nada bien. Tendrá que confiar en la imagen que él mismo se hizo de tales lectores, de las expectativas que les atribuyó, y del efecto que produciría en ellos y que él quiso alcanzar. ¿Para quién escribe un escritor entonces? La respuesta es obvia: escribe para sí mismo.
Por lo menos puedo decir que llegué a esta conclusión de modo bastante directo. Es cierto, para mí fue más fácil: no tenía ningún deseo de influenciar a ningún lector ni a nadie. No empecé a escribir por una razón en particular, y aquello que escribí no estuvo dirigido a nadie. Si tuve un objetivo fue el de ser fiel al lenguaje y a la forma, al tema en cuestión, y nada más. Y fue importante tener esto bien en claro durante el triste y absurdo período en que la literatura estaba controlada por el Estado y era o se llamaba a sí misma engagé.
Resulta todavía más arduo contestar otra pregunta, perfectamente legítima pero un poco más dudosa: ¿por qué escribimos? Aquí también fui afortunado, porque ocurrió que cuando me hice esta pregunta no tuve ninguna opción. En mi novela Fracaso relaté un episodio relevante. Me encontraba en el pasillo totalmente vacío de un edificio de oficinas, desde el cual podía escuchar pasos que iban de una dirección a otra, provenientes de otro pasillo. De pronto fui invadido por un raro entusiasmo. El sonido de los pasos se hacía más y más intenso, y aunque estaba claro que los pasos eran de una sola persona, a quien yo no podía ver, tuve la sensación de que lo que escuchaba eran los pasos de miles de personas. Era como si una procesión enorme estuviese marchando por aquel pasillo. En ese mismo momento pude sentir la atracción irresistible de los pasos, de esa multitud que marchaba. Entendí entonces el éxtasis del autoabandono, el intoxicante júbilo que implica disolverse en la horda –lo que Nietzsche denominó, en otro contexto pero que de todos modos es aquí tan pertinente, una experiencia dionisíaca–. Fue como si una fuerza física me estuviese empujando hacia esas columnas ocultas. Tuve que retroceder y quedarme pegado a la pared para no rendirme a esa fuerza magnética y seductora.
He relatado este momento intenso tal y como lo he experimentado. La fuente del cual surgió, como una visión, parecía de algún modo ajena a mí, y no provenía de mí mismo. A los artistas tales momentos les resultan familiares. En otras épocas se los llamó inspiraciones repentinas. No obstante, no llamaría a esta experiencia una revelación artística, sino algo así como un autodescubrimiento existencial. Lo que obtuve de ello no fue dirigido o aprovechado en mi obra, sino en mi propia vida, que casi estuve a punto de perder. Fue una experiencia sobre la soledad, sobre una vida más árida, y sobre lo que ya he mencionado, la necesidad de apartarse de la muchedumbre hipnotizada, de estar fuera de una Historia que se presenta sin rostro y sin futuro. Con horror, me di cuenta de ello diez años después de haber vuelto de los campos de concentración nazis, y todavía a medio camino de padecer el terror estalinista: y todo lo querecordaba de esas experiencias eran un par de impresiones y algunas anécdotas. Como si a mí no me hubiera sucedido.
Uno y el universo
Es claro que esos momentos visionarios tienen una larga prehistoria. Sigmund Freud los remontaría a una experiencia traumática reprimida. Y puede que tenga razón. Yo también me inclino por un acercamiento racional: el misticismo y el éxtasis irracional de cualquier tipo no me son familiares. Entonces, cuando hablo de una visión, lo que quiero decir es que se trata de algo real encarnado en una forma supranatural. La erupción repentina, casi violenta, de un pensamiento que fue madurando lentamente. Algo que adviene en el antiguo grito de “¡Eureka!”, es decir, “¡Lo tengo!”. ¿Pero qué es lo que tenía?
Luego de que la rebelión de 1956 fue reprimida, decidí, por razones que tienen que ver con la lengua que hablo, permanecer en Hungría. De esa forma pude observar no ya como un niño sino como un adulto el funcionamiento de una dictadura. Vi cómo se indujo a toda una nación a que comenzara a negar sus ideales, y pude ver los tempranos, cautelosos movimientos acomodaticios. Yo entendía que la esperanza era un instrumento del mal y que el imperativo categórico kantiano, la ética en general, no era más que una parte del instinto de conservación. ¿Es posible imaginar una mayor libertad que la que disfrutaba un escritor en una dictadura relativamente limitada, algo agotada y aún decadente?
En los años sesenta, la dictadura húngara había alcanzado un estado de consolidación tal que se podría hablar casi de un consenso social. Más adelante, Occidente la denominó, no sin paciencia y buen humor, “comunismo gulash”. Parecía que luego de una primera desaprobación, la versión húngara pronto pasó a ser la marca del comunismo preferida por Occidente. En las profundidades de aquel consenso, uno debía emprender la lucha o encontrar los caminos para dar con la libertad interior. Un escritor, después de todo, es muy poca cosa; y todo lo que necesita para ejercitar su profesión es lápiz y papel. Las náuseas y la depresión con las cuales me despertaba cada mañana me llevaron inmediatamente a ese mundo que me propuse describir.
Advertí que lo que yo había hecho fue situar a un hombre desgarrado por la lógica de un tipo de totalitarismo en otro sistema totalitario, y esto hizo del lenguaje de mi novela un medio altamente alusivo. Mirando hacia atrás y siendo honesto respecto de la situación en la cual vivía en ese entonces, puedo concluir que si hubiese estado en Occidente, viviendo en una sociedad libre, no hubiera escrito la novela que hoy los lectores conocen como Sin destino. No, seguramente hubiese tenido un objetivo diferente, lo cual no implica el abandono de la busca de la verdad, aunque quizá fuese una verdad de otro tipo.

El escándalo moral
A menudo se dice de mí –algunos lo dicen como elogio, otros como lamento– que escribo sobre un solo tema: el Holocausto. No tengo ninguna objeción. ¿Por qué no debo aceptar, con ciertas salvedades, el lugar que se me asigna en los estantes de las bibliotecas? ¿Qué escritor no es hoy un escritor del Holocausto?
No es necesario elegir al Holocausto como un tema propio para detectar el tono de voz quebrado que ha estado presente en el arte europeo durante décadas. E iré más lejos al afirmar que no conozco una obra de arte genuina que no refleje ese quiebre. Es como si después de una noche pródiga en horribles pesadillas, uno mirara al mundo, derrotado y desolado. Nunca intenté contemplar los problemas enrevesados que hay en relación al Holocausto acudiendo al conflicto insalvable que existe entre alemanes y judíos. Nunca creí que el Holocausto fuese el último capítulo en la historia del sufrimiento judío, una culminación lógica, después deensayos previos. Nunca lo vi como una aberración aislada, un pogrom a gran escala, o la condición previa para la fundación del Estado de Israel.
Lo que descubrí en Auschwitz fue la condición humana, el punto final de una gran aventura, a la cual el viajero europeo arriba luego de dos mil años de historia moral y cultural.
Ahora lo único sobre lo que deberíamos reflexionar es hacia dónde vamos. El problema de Auschwitz no consiste en si lo tachamos con una línea, como se ha hecho; si lo preservamos en la memoria o lo introducimos en el correcto archivo judicial de la Historia; si erigimos un monumento a los millones de seres humanos que fueron asesinados, y si se lo hace, qué tipo de monumento. El verdadero problema con Auschwitz es que de hecho sucedió, y que esto no puede alterarse, ni con las mejores ni con las peores intenciones. Esto ha sido ilustrado con más exactitud por el poeta (católico y húngaro) János Pilinszky al hablar de “escándalo”. Lo que quiso decir es que Auschwitz ocurrió en un contexto cultural cristiano, y que, por lo tanto, para quienes sostienen una visión metafísica del mundo, esto nunca podrá ser superado.
Las antiguas profecías hablan de la muerte de Dios. Desde que ocurrió Auschwitz estamos más solos. Debemos crear nuestros propios valores, en el día a día, a partir de la persistente aunque invisible tarea ética, para que así cobren vida y quizá se conviertan en los cimientos de una nueva cultura europea. Considero el premio con el que la Academia Sueca galardonó mi obra como un indicio de que Europa necesita una vez más la experiencia que los testigos de Auschwitz, del Holocausto, se vieron forzados a adquirir. La decisión, permítanme decir esto, presagia coraje, incluso una firme determinación por parte de aquellos que hoy quisieron que yo esté aquí, aunque habrán adivinado con facilidad qué iban a escuchar.
Lo que reveló la Solución Final, l’univers concentrationnaire, no puede malinterpretarse, y el único modo de supervivencia posible, para preservar su poder creativo, es que reconozcamos que Auschwitz ha sido y es un punto cero. ¿Por qué esta claridad de visión no puede ser esperanzadora?
En la base de todos los grandes descubrimientos, incluso si nacen de inigualables tragedias, radica el mayor de los valores europeos, el anhelo de libertad, que abriga nuestras vidas con algo más, con una riqueza que nos hace conscientes de nuestra existencia, y de la responsabilidad que tenemos ante ello.

Coordenadas
Me hace especialmente feliz poder expresar estos pensamientos en mi lengua materna, el húngaro. Nací en Budapest, en el seno de una familia judía cuya rama materna provenía de la ciudad de Kolozsvár, y la paterna de la región occidental del lago Balaton. Mis abuelos todavía encienden las velas de Sabbath cada noche de viernes, pero han cambiado sus nombres; fue natural que considerasen al judaísmo como su religión y a Hungría como su patria. Mis abuelos maternos murieron en el Holocausto; la vida de mis abuelos paternos fue destruida por el comunismo de Mátyás Rákosi, que reubicó el Hogar judío de Ancianos de Budapest en el norte del país, junto a la frontera. Yo creo que estos breves antecedentes familiares encapsulan y simbolizan las tareas pendientes que tiene hoy el país.
Lo que me han enseñado es, sin embargo, que no solo hay amargura en la pena sino además un potencial moral extraordinario. Ser judío es para mí, una vez más, en una primera y más importante acepción, un desafío moral. Si el Holocausto ha creado hoy una cultura, como lo ha hecho innegablemente, su objetivo debería ser la celebración del pasaje de una realidad irredimible a un espíritu de restauración, a una catarsis. Este deseo ha inspirado todos mis esfuerzos creativos. Aunque estoy llegando al final de este discurso, debo confesar que todavía no he encontrado el apacible y tranquilizador equilibrio entre mi vida, mi obra y el Premio Nobel. Ahora mismo siento una profunda gratitud, gratitud hacia ese amor que me ha salvado y que todavía me sostiene.
Pero consideremos esto en relación a ese tránsito tan difícil que es vivir. En mi “carrera”, si es que así puedo llamarla, hay algo inquietante, algo absurdo, algo que no puede ser examinado si uno no ha estado en contacto con alguna creencia ultraterrena, la providencia o la justicia metafísica —en otras palabras, sin caer en la trampa del autoengaño, para enterrarse y distanciarse de los profundos y tortuosos lazos con los millones que murieron y que no conocieron el perdón.
No es fácil ser una excepción. Pero si estamos destinados a ser una excepción, debemos reconciliarnos con el absurdo orden de la suerte, que dirige nuestras vidas con el capricho de una escuadrilla de la muerte, exponiéndonos a poderes sobrehumanos, a monstruosas tiranías.
Algo muy especial me sucedió mientras preparaba esta conferencia, que de algún modo me tranquilizó. Recibí un día un enorme sobre marrón enviado por el doctor Volkhard Knigge, el director del Memorial Center de Buchenwald. Incluyó también una pequeña nota de felicitaciones donde me anticipaba qué había en ese sobre, por si no tuviese el coraje o las ganas de abrirlo. Allí había una copia de las actividades diarias de prisioneros judíos, con fecha del 18 de febrero de 1945. En la columna de “Abgänge” leí que había muerto el prisionero Nº 64.921, es decir, “Imre Kertész, obrero, nacido en 1927”. Los datos eran falsos: el año de nacimiento y mi oficio fueron incorporados al registro oficial cuando me llevaron a Buchenwald. Dije que tenía dos años más para que no me clasificasen como niño, y que era obrero antes que estudiante para así mostrarme a sus ojos más útil.
En pocas palabras, morí una vez, así que puedo vivir. Quizás ésta es mi verdadera historia. Si lo es, dedico esta obra, que nació a partir de la muerte de un niño, a los millones que murieron y a quienes todavía los recuerdan. Pero puesto que estamos hablando de literatura —y después de todo es el tipo de literatura que en opinión de la Academia es también un testimonio—, mi obra podría ser útil, sin embargo, en el futuro. Y éste es el deseo de mi corazón: poder hablar sobre el futuro. Donde sea que me encuentre reflexionando acerca del traumático golpe que significó Auschwitz, no dejo de celebrar la vitalidad y la creatividad de quienes hoy viven. Es así que, pensando sobre Auschwitz, yo no reflejo el pasado sino, paradójicamente, el futuro. 5

© Nobel Foundation, 2002
Traducción del inglés: Sergio Di Nucci

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