En pocos meses se publicaron en Argentina Tarde o temprano, su poesía reunida, la novela corta Las batallas en el desierto y ahora El principio del placer y otros cuentos, pero el mexicano José Emilio Pacheco recién se entera de que sus libros llegaron a nuestro país. Vive en el Distrito Federal, muy preocupado por la violencia y en una casa desbordada de libros. Con humor y bastante alejado de las promociones literarias, en esta entrevista repasa gran parte de su vida, incluyendo las insólitas historias familiares ligadas a la revolución y su actual estado precario de salud, mientras continúa escribiendo poesía y narrativa, los dos amores que se empecina en cultivar, aunque sus lectores hayan quedado partidos entre uno y otro género.
› Por Angel Berlanga
Y acá está: se publica por primera vez en la Argentina un libro de relatos de José Emilio Pacheco. El año pasado, cuando aparecían en este suplemento los comentarios acerca de Tarde o temprano, el volumen que reúne su poesía, y de Las batallas en el desierto, una novela corta que narra el enamoramiento fulgurante de un chico de diez años de la mamá de un compañero de escuela en la ciudad de México a fines de los años ’40, ya se prenunciaba para 2011 la edición de El principio del placer y otros cuentos. Y es notable que el autor, desde el otro lado de la línea en Colonia Condesa, Distrito Federal, se entere de que han editado libros suyos aquí mientras transcurre esta entrevista. Tan notable, quizá, como que hayan pasado unos treinta/cincuenta años desde la publicación inicial de estas ficciones de Pacheco, que en 2009 recibió los premios Cervantes y Reina Sofía, unos reconocimientos que se enlazan con otros cuantos y que, a la vez, parecen guardar relación con su bienvenido desembarco en el Plata.
“Moderno, tradicional y si tal cosa existe, posmoderno, por lo menos en lo tocante a su gusto por los fragmentos, José Emilio Pacheco es todo lo que siempre quiso ser: un escritor fiel a su disciplina, su capacidad de renovación y sus obsesiones que siempre se adelantan a las obsesiones de todos nosotros.” La definición es de Carlos Monsiváis, amigo de Pacheco durante décadas, y cierra un retrato de una obra en la que talla el desarrollo de un personaje poético “que huye del chantaje sentimental y de los laberintos psicoanalíticos” y corresponde “estrictamente a una ideología literaria”.
“Un personaje escéptico y desencantado –sigue Monsiváis en este texto, publicado en Nexos–, que resiente los atropellos de la historia y obtiene los privilegios que la poesía contiene: el hallazgo del lirismo en la naturaleza, los ecos de la calle, el sendero de los epitafios que fueron instituciones, en suma, la música verbal. No es un cínico ni está de vuelta de los límites, no es un radical converso al mercado libre ni un rentista de la isla de Los últimos días, es un ser al que –con la ventaja de la perspectiva histórica– le tocó vivir en la peor y en la mejor de las épocas, en el ir y venir del desbordamiento de las fronteras.” El revés o la continuidad de su desencanto es la lucidez, plantea Monsiváis, y no ser un ideólogo le posibilita “visiones únicas de la realidad planetaria”. “Viaja de modo continuo a la alegría de la forma –concluye–, que bien puede corresponderse con la infelicidad de las situaciones descritas, y localiza la plenitud de la belleza de la palabra que contradice o anula los monólogos de la pesadilla de la historia.”
Lírica, narrativa: son notorios los vasos comunicantes entre ambas en los poemarios y las ficciones de Pacheco.
“Yo no sé si en la Argentina se da una tragedia que noto en México, que siempre eres un ser dividido entre las personas que te leen los versos y otras que leen las narraciones –se oye al escritor en el teléfono–. Y tampoco puedo pedirle a nadie que lea las dos cosas, ¿no? Pasa muy frecuentemente que me digan ‘Oye, no has publicado nada’; ‘Cómo no, he publicado un libro de poemas, quiero que lo...’; ‘No, no, yo de poesía no entiendo nada’. Eso la mayoría, pero también está el fundamentalismo de los poetas, que dicen: ‘No, yo no leo narrativa, sólo leo poesía y ensayo’. Bueno.”
No padece este tipo de fundamentalismo, usted.
–Creo que no. A mí me interesó todo como una unidad. Y no sé si estaba en verso o en prosa, yo leía todo. Y después quise escribir de todo sin hacer una diferencia. Pero oye, no me trates de usted, por favor, hablemos de tú o de vos.
El principio del placer contiene, en rigor, dos libros de cuentos de Pacheco: uno que da nombre a éste (publicado en 1972) y El viento distante (de 1963). Es curioso, también, que El principio del placer, el relato en sí, sean fragmentos de un diario escrito por un pibe de doce o trece enamoradísimo de una chica un par de años mayor: como en Las batallas en el desierto, la zozobra del chico habilita un acercamiento a la angustia, la (des)ilusión y el humor, a la vez que retrata el imaginario, aquí, de la Veracruz de comienzos de los ’50. A treinta años de su publicación, Las batallas... es un clásico que además de inspirar una película (Mariana, Mariana, de Alberto Isaac), una canción de Café Tacuba y una obra de teatro (estrenada hace unos días), sigue leyéndose mucho en México (estaba entre los libros más vendidos esta semana allí). “Se ha leído tanto que ya no me pertenece, es un libro de los lectores, no mío –dice Pacheco–. Cuando lo escribí, cuando salió, dije: “Esto le va a interesar a cinco personas que tengan mi edad y que hayan vivido en Colonia Roma en esos años, porque incluso tiene cosas de vocabulario que ya son incomprensibles. Y resulta que la mayor parte de sus lectores han sido jóvenes y fuera de México”.
Varios de los relatos de El principio del placer enfocan en el desasosiego de niños o adolescentes: “Los únicos amores verdaderamente trágicos son los de los niños y los de los ancianos, porque no tienen ninguna esperanza”, ha dicho Pacheco en alguna entrevista, pero hoy, cuando se le pregunta por su enfoque en el tema, dice: “Es que ahora hay millones de novelas y cuentos sobre adolescentes, pero en la época en que lo publiqué no había muchos, como que el tema no se había descubierto todavía –argumenta, casi como excusándose, y enseguida va a piantarle a cualquier teoría–. Uno no elige, a uno se le ocurre algo y luego escribe. Y después, ya con lo que dicen los críticos, hablas de eso como si hubiera sido un propósito preexistente. Ahora digo que no había cuentos para adolescentes, pero en aquel momento yo no había reparado en eso”.
“Soy muy malo para las entrevistas –dice–. Llegué muy tarde; un escritor o una escritora jóvenes están acostumbrados, saben hablar. Pero yo no, porque en mis tiempos no existía. Uno escribía y nada más, no tenía por qué ser telegénico. Como con la computación: los jóvenes son los nativos y uno es un emigrante que llega al mundo de los medios y la electrónica.” Sigue (y seguro ironiza, un poco): “Admiro tanto a esas personas que les haces unas preguntas y es como si oprimieras un botón: tienen todo que parece preparado. Me pasa como cuando escribo: si no veo lo que escribo, no sé pensar. Tengo que pensar escribiendo, estoy totalmente limitado a eso. Es mi único medio de expresión, y estoy tan acostumbrado a hacerlo que me sacas de eso y entonces me vuelvo un niño de siete años. Pero no un niño de ahora, que sabe de computación lo que uno no podría adquirir en una vida entera, ¿no?”.
En varios de los relatos de El principio del placer lo fantástico se filtra en el cotidiano para incorporar ahí oscuridades, resplandores, exploraciones a la “alegría de la forma” de la que hablaba Monsiváis, con cuentos dentro de cuentos, rasgos de lo detectivesco, saltos imperceptibles entre tiempos y mundos, viajes a las entrañas de una ciudad fundada sobre la desolación de otra, la azteca, la arrasada, y tramas en las que laten masacres militares gringas y mexicanas.
La historia particular suele rozar, en estos relatos, la historia nacional. En “Virgen de los veranos”, por seguir inventariando el repertorio de registros, es fabulosa la oralidad popular de su protagonista, Anselmo, un atorrante que curra unas temporadas con el cuento de una imagen milagrosa a la que veneran lugareños primero y peregrinos después. “Pues fíjate que ese relato me ha costado un trabajo fenomenal, y nadie jamás me ha dicho que lo ha visto o que lo ha analizado –dice Pacheco–. Claro, Anselmo es un pícaro, en el sentido de la novela española, la picaresca, a la que hace muchas referencias: el cura ahí se llama García Guerra, y así se llamaba el obispo que trajo a México a Mateo Alemán. Está lleno de esas cosas, que cayeron al vacío. Es muy curioso lo que sucede con la literatura.”
“A la edad que tengo, me temo, voy a tener que guardar el dinero del Cervantes para gastos de hospital”, dijo cuando lo recibió, y fue premonitorio: “Estoy muy mal, no puedo caminar bien, y entonces me hacen unos tratamientos totalmente confusos –dice apenas se le pregunta cómo anda–. Llegué en perfecto estado de salud a los 70, pero después vino una caída absoluta. Trato de escribir, pero esto me ha destrozado, y tengo cosas muy atrasadas. Necesito de la producción, porque necesito pagar esto, que es una barbaridad de dinero y una pesadilla, porque un médico te manda otro, y otro al laboratorio. Recurrí a la seguridad pública, hice un examen allí, pero me dieron cita para agosto de 2012. Si espero a esa fecha me voy a morir”. Pacheco tiene problemas de columna: casi le ha desaparecido una vértebra, dice. “En realidad es una enfermedad profesional –sigue–. La gente divide y dice trabajo individual-trabajo manual; escribir es un trabajo manual terrible, y esto lo demuestra, porque me ha desaparecido una vértebra por estar sentado escribiendo, o leyendo. Y eso que procuraba hacer ejercicio, caminar mucho. Pero estas cosas te pasan a esta edad por cualquier razón, por haber hecho ejercicio o por no haberlo hecho. No hay manera de escaparse de la vejez y la muerte; uno siempre lo tenía en mente, aunque como cosa lejana: es muy duro cuando se presenta. Pero en fin, me defiendo y trato de salir adelante.”
Cuenta Pacheco que casi desde adolescente vive en esa casa de Colonia Condesa, un barrio que fue de clase media, decayó fuerte y ahora se puso de moda, dice, y está lleno de bares y restaurantes que convocan. “En algún momento, cuando decía dónde vivía, me miraban como diciendo ‘este debe ser un escritor de séptima categoría, porque si fuera bueno viviría en San Angel o Coyoacán’ –bromea–. Vivo en una casa pequeña que sobrevivió, porque casi todas las que había fueron reemplazadas por edificios durante el México de Cárdenas. Estoy, aquí, totalmente invadido por los libros. Y he acumulado tantos porque soy incapaz de deshacerme de ellos: alguien me manda uno y yo le agradezco mucho que se haya tomado la molestia de ir al correo: ¿cómo voy a deshacerme de ese libro? Es terrible, el asunto nos expulsó ahora del comedor, ya no podemos invitar a nadie. Se ha convertido este sitio en algo muy singular, un depósito de la memoria, con colecciones que ya no se consiguen en ningún lado. ¡Haría falta una beca para ordenar todo esto! Hace poco hicieron una serie sobre bibliotecas mexicanas y me pidieron retratarla, y les dije no, por favor, no vengan, porque el departamento de salubridad me va a cerrar la casa.”
Pacheco está angustiado con la tremenda escalada de violencia en México, y no es para menos. “Ya se está hablando, aquí, del holocausto mexicano –dice–. Se descubren fosas con ciento cincuenta asesinados, masacrados. La causa principal es el consumo de drogas, el tráfico derivado sobre todo del mercado de Estados Unidos, para quien la situación es muy fácil, porque por una parte consumen y por otra yo nunca he visto allá detenciones, traficantes o enfrentamientos a balazos: a México le toca poner los muertos. La situación de los mexicanos es atroz, pero la mayoría de los muertos son inmigrantes muy pobres de países centroamericanos. La violencia y la opresión no tienen fin, y la verdad es que no observo ninguna solución a la vista. Es un mal momento para la entrevista, porque me tomas en una situación sumamente depresiva, ¿pero qué se puede hacer?” Comentarle que la gran mayoría de sus ficciones se sitúan en su país convoca a la excepción: “Bueno, pero mira qué curioso, porque tengo una novela que ahora desgraciadamente no está en circulación, que se llama Morirás lejos, y es sobre el Holocausto, transcurre en los campos de exterminio –dice Pacheco–. Se publicó en 1967: por entonces no había aquí nada sobre el tema, y me preguntaban: ¿pero por qué no escribes sobre cosas mexicanas? (se ríe). Y últimamente me dije que la novela vio lo que iba a pasar en México. Es interesante, porque no se parece al resto de la narrativa. Y los mejores críticos, quienes mejor apreciaron esa novela, fueron algunos lectores argentinos”.
¿Se publicó acá, por los ‘60, entonces?
–No, nunca fue publicado. Hubo muchos intentos, y posibilidades, pero nunca publiqué nada allí. Es extraño, pero siempre terminaba pasando algo.
Hasta el año pasado, digamos.
–Pero no se ha publicado nada en Argentina, ¿no?
Pacheco ofrece mandar un cheque para recibir los volúmenes editados aquí, por mínimas que sean las diferencias respecto a la edición española. “Me encantaría tener eso –dice–. Es que durante mi infancia, mi adolescencia y mi juventud, para mí los libros eran los libros argentinos. Todo llegaba de Argentina, por la gran crisis de la industria editorial española. Era increíble, así como llegan hoy los españoles a las librerías, entonces eran los libros argentinos.”
Refiere a los años ‘40 en adelante, quizás hasta la publicación de Cien años de soledad. “Sin ese poder de la industria editorial argentina Borges hubiera tardado mucho tiempo en ser reconocido –dice–. Y pienso en todas las traducciones que se hicieron, sobre todo en Sur y Sudamericana, que fueron las lecturas adolescentes de los que iban a ser los novelistas del llamado boom. Me parece que eso no está suficientemente estudiado, la cantidad y variedad de colecciones y traductores. Yo fui un gran beneficiario de todo eso. Y por eso me conmueve tanto que un libro mío se haya publicado allí.”
Dice que no se considera un especialista sobre Borges (pero sí, sí), aunque ha dado unas cuantas conferencias sobre él: “Soy, en cambio, un lector muy antiguo suyo, lo leía cuando no era famoso”. En aquel texto, Monsiváis se recuerda junto a él, de jovencitos, leyendo Historia universal de la infamia. “Y me enorgullezco –sigue Pacheco– de ser el único lector de mi generación que nunca lo entrevistó ni recibió de él el dictado de un poema ‘mientras caminábamos por Buenos Aires’, como dicen muchos. No, a mí no, nada.” También pertenece, dice, a la minoría que prefiere, en Borges, su poesía.
“Me acuerdo de la emoción que fue encontrarme en la librería donde compraba Sur, en agosto de 1958, con un número que decía, en la tapa: ‘Jorge Luis Borges - Sonetos’. Porque hacía muchos años que no escribía poemas.”
“Tengo de Cortázar una historia muy bonita –cuenta–. En la librería Zaplana, a la que me llevaban mis padres a comprar los libros del Pato Donald y el Ratón Miguelito, después compré yo mis libros literarios, digamos. Y en el año 1951 llegaron tres o cuatro ejemplares de un libro de Sudamericana de un joven escritor argentino desconocido, que se llamaba Julio Cortázar. El libro se llamaba Bestiario. Cuatro años después voy a Zaplana y encuentro Bestiario. Eso sería imposible ahora: si no se vende, al libro lo hacen pedazos. Por eso siempre agradezco a la editorial Era, porque sin ella yo no existiría: mis libros vendían muy poco, pero me sostuvieron y pude seguir escribiendo.”
Pacheco nació en 1939: su infancia estuvo impregnada de historias, imágenes y sensaciones de la Segunda Guerra Mundial, de la Guerra Civil Española y de sus exiliados. “Uno de mis primeros recuerdos –evoca– es el momento del incontenible avance japonés sobre el Pacífico, y la perspectiva de que los japoneses desembarcaran en México para atacar a los Estados Unidos. Pero no sé, al mismo tiempo, si esto es un recuerdo real o proviene de una historia ajena. En aquello estaban los apagones, los sacos de arena en las esquinas, la gente haciendo el servicio militar. No pasó nada, de eso me salvé, pero ahora estamos con esta violencia terrible, que es vivir en una guerra.”
Se crió en una clase media que leía. “No sólo mis padres, sino todos los compañeritos de la escuela primaria: en cada casa había una biblioteca familiar –rememora–. Ir al teatro y a conciertos se consideraba como una parte normal de la vida. Siempre les agradezco mucho a mis padres que me llevaran a la sección infantil, me compraran un libro por semana y me dijeran ‘cuando lo leas y nos digas de qué se trata, te compramos otro’. Por eso, creo yo, tomo ahora un libro y lo termino. O lo abandono definitivamente. Pero no leo cinco al mismo tiempo.”
Su padre, el abogado José María Pacheco, intervino de lleno en la historia mexicana: estaba recién casado cuando lo instaron a falsear la ejecución, en octubre de 1927, del general revolucionario Francisco Serrano. “Le quisieron hacer firmar un documento con la fecha alterada –cuenta–, para asentar que había habido un consejo de guerra, pero él se negó y dijo que había sido un asesinato. Y entonces estuvo a punto de que lo fusilaran a él también. Gracias a eso, debido a eso, mi madre perdió a su primer hijo y a todos los que nacieron después, hasta que nací yo. Toda esta tragedia familiar fue muy determinante para mí, pero también este hombre que dijo no al poder. Después ya llevó una vida muy gris, tenía un despacho. Mi padre era muy pobre y para poder estudiar para abogado tuvo que hacerlo dentro del ejército, pero con esto se alejó y ya no volvió. Bueno, eso será el tema de un libro que no he terminado, quizás por demasiado ambicioso, sobre las cosas que se contaban en mi casa de todas las personas que habían participado en la revolución, lo que podríamos decir la visión de los vencidos.”
¿Y le puso título a ese libro?
–Qué curioso hablar de esto; sí, le había puesto El río de la piedad. Es una locura lo que hicimos en la ciudad de México: un lugar que era totalmente lacustre se convirtió en un páramo. Este río corría donde se terminaba la ciudad, pero lo entubaron, como hicieron con todos aquí. La gente pasa por el viaducto que hicieron sobre él y no tiene la menor idea de que ahí está el río. Suele hablarse de la memoria del agua: hace unos días cayó una tromba y el cemento que lo encerraba estalló. Y mientras veía subir las aguas me decía esto me va a inundar la casa y adiós a los libros. Pero oye, sigues tratándome de usted, no consigo.
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