Los años ’70, los sucesos políticos y sociales de esa década, siguen siendo materia literaria estimulante para muchos escritores argentinos. En el caso de Carlos Gamerro, volver a los ’70 en Un yuppie en la columna del Che Guevara implica una continuación de obras anteriores y un repliegue sobre su gran novela Las islas. Entre el absurdo y la narración épica, entre la broma y el homenaje, transcurren los convulsionados días de un Ernesto que tiene que explicar su pasado al hijo que tiene en su cuarto el poster de otro Ernesto, el Che Guevara.
› Por Fernando Bogado
Si hay un tema literario por excelencia en las últimas obras nacionales de cierta relevancia es, sin lugar a dudas, los ’70. Y esto tiene un sentido muy específico del cual no podemos desentendernos: si la literatura tiene un pulso, algo que late en cada estructuración formal, es sin duda la fuerza política que tiene en un determinado momento de aparición, dentro de un determinado sistema literario. No perdamos de vista esto: los ’70 funcionan como material literario, como colección de términos que se incluyen en la obra a la manera de selectas piezas de un trabajo de artesanía, revelando también la necesidad de intervenir en una discusión de alguna forma, de tratar de ingresar en un problema latente desde el costado que puede, desde la naturaleza eminentemente política de la ficción. Un yuppie en la columna del Che Guevara, última novela de Carlos Gamerro, es precisamente eso, un uso léxico pero también una intervención, una necesidad literaria de levantar la mano, quizá no con el comentario del militante comprometido con la actualidad política sino con la potencia de la forma de una obra.
¿De qué forma estamos hablando? ¿Cómo contar los ’70 de nuevo? A través del absurdo, claro, del juego de reflejos encontrados que proponen un amargo costado cómico o un hilarante horror sin inclinarse necesariamente por ninguno de los extremos, pero sin por eso ser ambiguo: Gamerro elige resolver el conflicto teórico entre forma y expresión, entre apariencia y contenido a través de mantener intacta la dinámica de los opuestos. Ernesto Marroné, protagonista de la novela, no hace otra cosa que encarnar esta lógica del texto: un modesto empresario, ávido lector de textos de management de la época, que se levanta presa del insomnio y la constipación en la profunda oscuridad de la madrugada del 1º de junio de 1992 para pensar en una sola imagen: el pétreo rostro del Che Guevara que el poster en la pieza de su hijo mayor, Tommy, exhibe descaradamente en su casa en un coqueto, simétrico country. Insomnio y constipación, entonces: hay algo que no tiene o que lo tiene guardado en las entrañas, y ese algo tiene su mismo primer nombre, Ernesto. El problema es que no es solamente la imagen del Comandante, sino también el Ernesto que él solía ser, el Ernesto comprometido con la causa de los Montoneros, con la revolución socialista, con el hombre nuevo el que, en alguna medida, le pide explicaciones esa misma noche. Marroné, interpelado, se ve entonces obligado a recordar (y ulteriormente contarle a su hijo) el verano durante el que, por una temporada, fue miembro de los Montoneros.
De 1992 al verano previo al golpe del ’76: lo tenemos ahí, un empresario quijotesco, influenciado por sus lecturas, criado con las últimas reglas de la mercadotecnia y el control de la dinámica de grupos, metido en una organización revolucionaria, forzado por una circunstancia bastante particular. Sí: es el único que sabía en su momento que Fausto Tamerlán padre, su jefe, secuestrado por la “Orga”, no ha fallecido, sino que se encuentra recluido en alguna cárcel del pueblo, y que es su misión –la misión que la empresa le encomienda– negociar con los captores. Y por cuestiones empresariales es que se acerca a una célula en la cual se meterá de cabeza, olvidando, relegando el motivo de su inserción a un segundo plano. El joven Marroné pasa a ser, a partir de entonces, parte integral del movimiento bajo el mismo nombre de guerra que el otro Ernesto asumió durante su tiempo en Bolivia: Ramón.
Novela plástica, icónica: Marroné-Ramón emulará en los márgenes del Delta, base de operaciones del grupo, cada una de las escenas del Diario del Che con el objetivo de realizar una fotonovela que sirva para concientizar a las masas, haciendo un viaje entre la ficción y la realidad, tratando de establecer un contacto productivo con los campesinos de la zona: no carente de categorías estéticas, Marroné-Ramón quiere continuar el trabajo de Guevara no para generar una copia, sino para recuperar su ejemplo y corregir sus errores, intención que en alguna medida busca objetivar en cada una de las fotos que se saca. Pero al mismo tiempo que se entrega a una tarea heroica que es también artística, comienza un peligroso romance con uno de los miembros del cuadro, María Eva, quien despierta en él sensaciones físicas y espirituales que creía dormidas. Marroné es también, a su manera, un hombre nuevo, un joven empleado que ni siquiera sabe si es traidor a alguna de las dos contrapuestas causas que representa.
Gamerro logra retomar el tema de los ’70 por última vez –según ha declarado– para darle el paradójico cierre que se merecía: en definitiva, hablamos de una novela escurridiza que escapa todo el tiempo a la tranquilidad de poder resumirla en una sola frase. La misma obra fuerza al lector a abrazar esa suerte de ping pong entre la burla y el homenaje, dos términos que el escritor ha invocado en la entrevista que dio a Radar hace dos semanas con relación a la adaptación teatral de su novela de 1998 Las islas (relato al que se vuelve: el punto final de Un yuppie... se da en el momento en que empieza su primera novela: 2 de junio de 1992).
¿Memoria? ¿Olvido? El autor da en el punto clave cuando asegura que tanto las Malvinas como los ’70 no son precisamente parte de la historia, sino de la política actual en la medida en que sus temas aún permanecen vigentes. Sus temas y, claro está, sus imágenes, sus fantasmas: así como la obsesión por la forma de las Islas Malvinas como diagrama vacío al cual se le colocan significados, así como la potencia de un busto de Eva en una de las empresas burguesas por excelencia, la fotonovela del Che es uno de esos intentos de convertir la imagen en hecho inmovilizado antes que en significante, como un significado cristalizado, endurecido. Una utopía más de las del grupo, si se quiere, pero también un deseo absurdo. Marroné lo percibe en la soledad de su country invocando a los fantasmas del pasado, ya que su miedo es enfrentar a ese Ernesto que lleva en su interior y que se presenta intacto, una figura que sigue totalmente viva.
Un yuppie en la columna del Che Guevara es, como toda lograda obra narrativa, una fuerte pregunta, una de las inquietantes. Si la forma literaria es, en alguna medida, el dique que cualquier obra construye alrededor de la expresión, ese grito que sale de nuestro interior y que parece querer arrasar con todo en un ataque de sentimientos encontrados: ¿no puede caracterizarse así la sensación de que aún en la actualidad despierta el sensible debate en torno de todo lo que significó el tiempo que va de los ’70 a Malvinas? ¿No son acaso los ’70 el espejo oscuro en el cual, con sus luces y sus sombras, todavía nos reflejamos?
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