Entre la tradición de las historias de oficina y las visiones futuristas de una ciudad copada por la técnica y la burocracia, Santiago Ambao se sumerge en una atrapante experiencia novelística.
› Por Fernando Krapp
A veces –y son contadas esas veces– entre toda la constelación literaria (léase caos, sistema, campo o burocracia) aparece un escritor como un satélite. Uno nunca supo que había algo ahí hasta que lo ve como un chispazo, en el fondo de la noche, esa cómoda y angustiante situación de estar ajeno a todo y a todos. Hasta que de golpe, por arte de las ilusiones ópticas, vuelve a desaparecer. Para ahondar en esta mala metáfora, digamos que Burocracia (Premio Joven de la Fundación General de la Universidad Complutense de Madrid), la novela de Santiago Ambao –nacido en Banfield en 1975– es un poco ese satélite que de golpe hizo flotar en el ambiente no sólo un nombre desconocido sino una temática poco común para la narrativa argentina actual.
Situada en una ciudad conjetural, de rasgos perceptiblemente familiares, cuya pirámide burocrática ha cobrado una forma paranoica y carcelaria, Burocracia cuenta la historia de Isidro Rawson, un inspector del Ministerio del Interior cuya función es detectar los lugares donde aparecen unos extraños portales sonoros y desalojar a la gente que ahí vive. Isidro es un tipo gris, un burócrata con años de antigüedad, que siempre está por pegar el volantazo, pero el mero hecho de pensarlo lo cansa de antemano, por lo tanto vuelve a bajar la cabeza y a buscar esos portales que escupen conversaciones cotidianas, parches de palabras que nadie entiende bien. El tono del relato se asienta en un humor esquizoide, de bar, y los personajes (kafkianos en su origen, arltianos en su destino) hablan y son hablados por una ciudad como si formaran parte de una metanovela fotocopiada, ligeramente desfasada. Pero para el Estado esos portales poco tienen que ver con la literatura; constituyen un peligro que amenaza hacer tambalear los cimientos del orden burocrático.
Según Max Weber, la burocracia consiste en el más alto grado de expresión técnica racional; Ambao mantiene tanto como disecciona esta premisa al reflejar un Estado que racionaliza los baches técnicos e irracionales de quienes ocupan sus cargos administrativos. La locura de mantenerse cuerdo es la premisa que hace funcionar a todo el aparato del Estado, y debajo de esa cúpula de poder manejada por una clase social nueva llena de burócratas, los ciudadanos tratan de ponerse al día con un Estado que los ampara sólo como números de una cadena lógica y racional.
Burocracia parece una novela de ciencia-ficción sin llegar a serlo. Espejo deforme cuya proyección a futuro nos habla en clave del presente, el género puede leerse desde la sociología. Tanto Estados Unidos como Rusia, en las década de oro del género (desde la década del 60 hasta entrados los años ‘80) transcribieron a futuro, como en código Braille, las especulaciones imaginarias de dos sociedades altamente tecnologizadas y en conflicto. En cambio, para los países subdesarrollados, o emergentes, la tecnología siempre resultaba anacrónica; su novedad guarda las polillas de la ropa usada. Por eso, muchas veces, por estos pagos, la ciencia ficción va de la mano de la parodia o del fantástico, con una pátina de justificado escepticismo. Así, en Burocracia, la gente se comunica mediante telegramas y las transcripciones que se hacen de los portales sonoros son a mano. La especulación científica se diluye en estos elementos anacrónicos. Porque, si bien hacia el final de la novela Ambao acelera el ritmo narrativo cruzando el género con el policial negro y la novela de espionaje, la suya no deja de ser nunca una novela de ideas; sesgo característico que la ciencia ficción tomó en Inglaterra con Un mundo feliz de Aldous Huxley o The Wanting Seed de Anthony Burgess.
Más allá de la clara intención de Ambao al dialogar con 1984 de George Orwell y con algunos pasajes de Un mundo feliz, y a pesar de no darle un anclaje reconocible a la ciudad donde sus burócratas van y vienen al borde del suicidio, la locura y el desconcierto institucional, el lenguaje es bien argentino. La novela se inscribe por un lado en el ostensible género de oficinas como El traductor de Salvador Benesdra y El oficinista de Guillermo Saccomanno. Y por otro lado en una tradición literaria rioplatense algo perdida y esporádica, futurista, que va desde los delirios paranoides con sus sociedades secretas y sus rosas de cobre en Los siete locos de Roberto Arlt, pasando por los gauchos metafísicos del Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal o la máquina macedoniana que crea y traduce historias en La ciudad ausente de Ricardo Piglia.
Con esos elementos, Santiago Ambao construye una muy buena novela distópica que no deja de hablarnos necesariamente de nuestro presente.
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