Domingo, 8 de mayo de 2011 | Hoy
Después de que su nombre sonara muchas veces para recibirlo, finalmente Ana María Matute fue galardonada con el máximo premio en lengua hispana, el Cervantes. Comenzó su discurso de recepción con las palabras “Erase una vez...” y probablemente sea la mejor manera de retratar a esta mujer de 85 años que siempre escribió con mirada de niño, para niños, adolescentes y adultos, y logró una literatura tersa y lírica. Aquí, un perfil de la escritora española que, aun en silla de ruedas, sigue siendo una niña.
Por Juan Pablo Bertazza
Con su nombre de protagonista de dibujito animado, Ana María Matute recibió la semana pasada el premio literario más importante en lengua hispana. La antesala obligada del Premio Nobel de Literatura, el equivalente al Goncourt de las letras francesas y al Booker de Reino Unido. El premio más importante que ganó, en 1984, el escritor más nombrado de los últimos días, Ernesto Sabato. Ana María Matute es una escritora anciana que empezó a escribir desde muy chica –termina su primer cuento a los cinco y su primer libro a los diecisiete años– y no deja de escribir de vieja. Escribió no sólo literatura infantil y juvenil leída por adultos, sino también literatura adulta –qué absurdas resultan a esta altura del partido esas categorías– contada por niños.
Con la visión de los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil española empezó este juego de niños –este juego con niños–, en su primera obra Los Abel, que hacía una potente metáfora con los hijos de los primeros hombres. Cuando comenzó la Guerra Civil en 1936, ella tenía diez años. Luego sobrevendrían en su literatura otras guerras, las crisis económicas, los hastíos sociales, el franquismo, el proceso de migración pero siempre con la mirada cada vez más adulta –cada vez más infantil– de los niños. La semana pasada arrancó su conmovedor discurso de recepción del Premio Cervantes con la frase “Erase una vez”, sentada en su anciana silla de ruedas. “Me dan miedo los discursos”, señaló, casi con el vocabulario, casi con los clásicos gestos de los chicos.
Ana María Matute es la tercera mujer en ganar el Premio Cervantes –la filósofa española María Zambrano y la poeta cubana Dulce María Loynaz también lo obtuvieron–, la tercera en integrar la Real Academia Española en los últimos trescientos años de su historia, y su primer galardón o reconocimiento fue el tercer puesto del prestigioso Premio Nadal al comienzo de su carrera, premio que ganara una joven Carmen Laforet. Una de las características más curiosas pero notables de su obra es la obsesión por diseñar sus proyectos literarios en términos de trilogías, entre las cuales brilla Los Mercaderes, conformada por Primera memoria, Los soldados lloran de noche y La trampa. Una tendencia tríptica, entonces, que no deja de hacernos pensar en el número tres: el número característico de los cuentos infantiles de vieja raigambre –eran tres los chanchitos, son siempre tres los protagonistas– pero también el número de lo simbólico, el número de la palabra en su peso específico, el número de la ley del padre.
Ana María Matute dijo también en su discurso que lloró el día que, a los veinte años, volvió a leer Don Quijote de la Mancha, esa obra cumbre de la literatura en español. Dijo que lloró, como lloran los niños cuando nacen, como ríen los adultos que saben ser niños.
Ana María Matute es la segunda de los cinco hijos que tuvo un matrimonio típico de la burguesía catalana. “Nací cuando mis padres dejaron de quererse”, declaró. Luego de tantos años de carrera y escritura se terminó transformando en líder de la llamada generación de los niños asombrados, nombre que ella misma inventó para ella y sus colegas porque “en esa época nadie nos indicaba nada y no sabíamos cómo pensar, hacia dónde disparar”. De chica, Matute era tartamuda, como Alejandra Pizarnik y el rey de Inglaterra George VI. Nació como escritora a partir de un defecto, de un castigo: cada vez que se portaba mal, sus padres conservadores y católicos la encerraban en su habitación a oscuras. En esos momentos comenzó a dar rienda suelta a su imaginación, a su inventiva, para luego ponerse a escribir apenas regresaba la luz. Durante esos castigos, quizá, sembró la semilla de lo que sería, mucho tiempo después, uno de sus libros más conocidos y mejor vendidos, su libro preferido, Olvidado Rey Gudú: “es el libro que desde niña quise escribir, y ahí está todo lo que soy, está Europa, la cultura de la que vengo”.
Tuvo una infancia muy difícil, pero no exenta de magia, tal como dice Lispector en La hora de la estrella –“la infancia por más pobre que sea siempre está encantada”–, y una adultez marcada a fuego por la presencia de un chico, más específicamente su hijo, a quien reconoce, junto a la literatura, como su única razón para vivir, y de quien perdió la tenencia luego de divorciarse de ese espécimen, tal como ella define a su primer marido, el también escritor Ramón Eugenio de Goicochea. Los dos años durante los cuales la Justicia española decidió darle la tenencia del hijo al padre, coincidieron con los años de la dictadura franquista a finales de los años ‘50. Pero después salió el sol y más tarde volverían las lluvias: se enamoró más tarde del empresario francés Julio Brocard y fue correspondida hasta que él murió, el 26 de julio de 1990, justo el día de cumpleaños de Matute. Algo ingenua, y sobre todo, llana, simple, casi predecible, su literatura también cuenta con esa magia que convence incluso a los adultos; literatura en estado puro, en sus ambas acepciones. Escribe con la lírica de los adultos y el realismo de los chicos.
Pero, sobre todo, Ana María Matute es de esas escritoras que no separan la literatura de la vida –“en las dos se entra con dolor y lágrimas”, dijo–; es decir, Matute es de esas personas que no separan la adultez de la infancia –“el que no inventa, no vive”, dijo.
“Si me dieran el Cervantes –premio por el que se convirtió en la candidata eterna más perseverante de la historia del premio– daría saltos de la alegría”, dijo el año pasado en alguna entrevista. Los dio.
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