A cincuenta años de su estreno en teatro, se publica El otro Judas, de Abelardo Castillo, quizás el arranque imprevisto de una de las obras más multifacéticas de la literatura argentina. En la misma edición, El señor Brecht en el Salón Dorado y la casi secreta Salomé.
› Por Sebastian Basualdo
El otro judas fue estrenada en Buenos Aires por el Teatro de los independientes el 19 de junio de 1961. Se cumplen, por lo tanto, cincuenta años de aquel acontecimiento. Sólo el lector ha cambiado, diría Unamuno. Los lectores, y los espectadores, podría agregarse. Cincuenta años se traducen en conocimiento acumulado sobre el mundo, una perspectiva ganada para apreciar la obra en su verdadera dimensión y generar, por ejemplo, un puente tendido hacia los postulados teológicos en decadencia, o acaso ir, por qué no, hacia la renovación de aquellas discusiones cuya envergadura se extiende más allá de los Rollos del Mar Muerto y donde bien puede inscribirse esta idea que surge del posfacio escrito por el propio autor: “Dichosamente para la Historia de las Letras, y de la Humanidad, no hay un solo ejemplo de semejante aberración: la obra de arte abominable. La belleza no puede delinquir. Si algo es auténticamente bello acabará siendo positivo –útil–, ése es el único limite de la creación artística, y él, se quiera o no, condiciona y determina la eficacia del arte”.
Porque estamos hablando de un Judas que no traicionó a Jesús. Hablamos, ahora, de un pacto entre Jesús y Judas. “Es la hermosa historia de un hombre que traicionó por amor. Su hermano le dijo: entrégame, amigo, ya es tiempo. Y había una piedad infinita en su voz cuando agregó: aunque más te valiera no haber nacido...” Abelardo Castillo tenía poco más de veintidós años cuando materializó en palabras esta idea de un pacto entre los dos hombres sobre la base de un Judas que siendo el tesorero del grupo de los Doce entrega por treinta monedas (el precio de un esclavo muerto) al rabbí Jesús de Galilea. El resto, es decir el arte, es lo que hace de El otro Judas una obra de carácter universal.
“No puede serlo. Dios no vendría al mundo para negar a Dios. Dios duerme en los dorados tabernáculos de los templos, no anda, hambriento, entre los esclavos y los leprosos. Dios es el símbolo de la única desigualdad contra la que no se puede luchar. Porque Dios es inhumano”, vocifera este Judas tan magistralmente creado por Abelardo Castillo, que ha contado en varias ocasiones, incluso lo ha escrito en uno de sus libros, lo decisivo que resultó para él recitar el argumento a uno de los poetas más importantes de América: Nicolás Guillén.
“El hecho es que le recité de memoria El otro Judas, se la actué, hice todos los personajes durante más o menos una hora, con un impudor que hoy me asombra. Cuando terminó mi representación, Guillén me dijo: ‘Oye, chico, si la escribes tan bien como la cuentas, tu obra debe ganar ese concurso’. Más tarde la envié a Gaceta literaria y efectivamente ganó el primer premio. Lo que no podía saber Guillén era la importancia que, para mí, en aquel momento, tuvo esa especie de acto de fe.”
Mencionamos esto porque da la sensación de que ese acto de fe al que se refiere Castillo en realidad encierra otra cosa mucho más poderosa e interesante; basta con leer lo que ha escrito Leopoldo Marechal en 1967 para empezar a comprenderlo: “Tengo la impresión de que Abelardo, más que trabajar con esa materia sagrada, se desdobla y polariza con ella, en una suerte de rebelión militante. Quiere reducirla, en un esfuerzo heroico, a las tres dimensiones convencionales del mundo visible; y sin embargo adivina, mal que le pese, una cuarta dimensión inasible por ahora, que, no obstante, fundamenta y explica en el trasfondo las contradicciones de un drama que a la vez es humano y divino. Y esa cuarta dimensión metafísica también está en el poeta. Porque el poeta trabaja con la hermosura, y la hermosura es uno de los nombres que tiene la divinidad”.
Leídas estas palabras casi cincuenta años después, lejos de emparentarse con un acto de fe, tienen toda la fuerza de una revelación: vendrán para confirmarlo la vida de Edgar Allan Poe, en Israfel, la monumental novela Crónica de un iniciado, El Evangelio según Van Hutten, novela con la que, por otra parte, retoma desde otra perspectiva la idea de un Judas que no traiciona, y otras tantas obras como las que se publican en esta edición conmemorativa: El señor Brecht en el Salón Dorado, que se presentó en 1982 en el Salón Dorado del Teatro Colón, donde la represión militar y la guerra de Malvinas se ligan en un paralelismo al nazismo, y Salomé, una tragedia musical en cuatro actos que estuvo inédita hasta 1995, versión rioplatense y candombera de la Salomé bíblica, una manera de hacer que se encuentren y dialoguen entre sí tres obras de uno de los mejores escritores argentinos, que ha transitado todos los géneros literarios hasta ocupar lo poético como lugar de residencia permanente.
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