Dom 05.01.2003
libros

ENTREVISTA

La angustia del arquero ante el penal

Acaba de distribuirse la última novela de Juan Sasturain, La lucha continúa, que lleva al paroxismo la mezcla desprejuiciada de géneros en una historia cuyo protagonista es una arquero inquebrantable, lector de Peter Handke. Un libro para empezar el año con la felicidad de la literatura a nuestro lado.

Por Rodolfo Edwards
Hubo un arquero cantor llamado Musimessi, célebre guardavallas xeneize que se dedicaba con fruición al arte del chamamé. También tenemos un arquero conductor de programas televisivos, Goyco, el terror de los shoteadores de penales. Y a partir de ahora podemos enorgullecernos de tener un arquero lector, el héroe (¿súper?) de la novela La lucha continúa de Juan Sasturain, de flamante aparición.
Uno de los acápites de la novela es de Peter Handke; pertenece a aquel libro que Wenders llevó al cine, El miedo del arquero ante el penal, uno de los textos de cabecera de nuestro arquero lector.
En la enciclopedia de Pirovano también podemos anotar obras como los Seis problemas para Isidro Parodi de la parejita Bustos Domecq (Borges y Bioy Casares), Para contribuir a la confusión general del poeta Aldo Pellegrini, El halcón maltés de Dashiell Hammett o El cazador oculto de Salinger. Pedro Pirovano, arquero retirado pero no en retirada, es “un tipo derecho, un buen tipo que lucha por lo que es justo”, cuenta Sasturain. Pero justamente esta condición de “buena gente” es la que lleva a Pirovano a una infinidad de percances que ponen en peligro su integridad física. Sus actitudes y sus decisiones no coinciden con la (in)moralidad del entorno.
La novela se abre con una escena que marca el comportamiento ulterior de Pirovano. Corre el año 1995. En la quinta de Olivos ataja para el equipo contrario al del Sr. Presidente; en el último minuto del partido hay penal y encima lo patea el primer mandatario, cuyo equipo pierde 1 a 0. “El Presidente no tomó demasiada carrera. Se paró como diestro y vino confiado, menos en su habilidad que en las circunstancias. (...) Me pareció que la cruzaría, pero ya casi sobre la pelota echó el cuerpo levemente hacia atrás y quiso ponerla con la parte interna a mi izquierda, abajo. Le salió débil. Cuando la pelota llegó yo ya estaba ahí, cómodo. No di rebote.” Pirovano no se vende, señores. No es obsecuente, no transa y detesta a la corte de aduladores.
Otra escena matriz en este devenir moral de Pirovano se produce cuando debe enfrentar una situación límite jugando para el Unión de Barranquilla, en la ardiente Colombia. Varios jugadores de su equipo aceptaron un soborno pero Pirovano dijo simplemente no: “Pero pese a todo y a todos atajé cualquier cosa que me tiraron: arriba, abajo, otro penal, diez mano a mano... Jugamos cien minutos. Cuando terminó el partido, los hinchas, que se habían dado cuenta de lo que pasaba, me llevaron en andas. Los demás me dejaron solo”.
En represalia, a Pirovano le revientan una mano como a Víctor Jara. En estrambóticas circunstancias, le implantan en la mano machucada un estrafalario dispositivo que más adelante le servirá para conectarse a un mundo secreto donde conviven un ciberoráculo, ubicado en alguna cúpula de la Avenida de Mayo, una central de informaciones y una serie de pasadizos ubicados en el subsuelo de una Buenos Aires virtual que lo transforman en un superhéroe rara avis, una especie de “flaneur subterráneo” que realiza vertiginosos ingresos y egresos de ese submundo hacia la superficie por “entradas” ubicadas en locaciones como una dependencia de la Facultad de Ingeniería, el segundo subsuelo de la Confitería El Molino o la morgue de la calle Viamonte. Aparecen también en el relato un viejo personaje de Sasturain, protagonista de Manual de perdedores I y II y Arena en los zapatos, el detective “marlowiano” Etchenike y una troupe de luchadores exiliados del tiempo que tratan de reflotar viejos laureles armando una organización llamada “Gigantes en el ring”, que son especialistas en eso de “meter los dedos en el enchufe”.
La mixtura de géneros, una de las notas esenciales de la narrativa de Sasturain es llevada al paroxismo en La lucha continúa: ciencia ficción, comic, novela policial, film noir se entrecruzan endiabladamente, conformando una historia que se dispara hacia lugares imprevisibles. “La historia fue creciendo, echando raíces, desparramándose hasta hacerse ingobernable, como suele suceder con las plantas silvestres, adquiriendo los hábitos impresentables de ciertos animales malcriados”, comenta Sasturain.
Originalmente la novela fue concebida como un folletín de cuarenta capítulos.
–Sí. En julio de 1994, Vázquez Montalbán había publicado en El País de Madrid, con su clásico Pepe Carvalho como protagonista, una novela en episodios, en joda, sobre un banquero estafador que había desaparecido en España. En diciembre de 1994, el director de Página/12 me propuso escribir algo similar a lo de Vázquez Montalbán pero sobre Ibrahim Al Ibrahim, escurridizo y oscuro personaje vinculado a las entrañas del poder de entonces. El folletín se publicó a comienzos del año siguiente en el suplemento de verano de Página/12.
Los lugares que aparecen en la novela son muy reconocibles. Avenida de Mayo, ciertas calles del barrio de la Boca o de San Telmo...
–Una de las cosas importantes que hizo Oesterheld fue convertir en “aventurable”, en objeto de aventura, las circunstancias argentinas. Que el lugar de lectura, el lugar donde vivís, se transforme en el lugar de la aventura. Se trata de zafar del corset del realismo fotográfico. El gran desafío es trabajar tu realidad con “espesor aventurero”. Hay tantos detectives privados en Los Angeles como en Buenos Aires. Lo que ocurre es que allá “parece” más verosímil. Borges contaba que una vez le contaron una historia que transcurría en el barrio del Once, pero él la ubicó en la India porque allá resultaba más verosímil. En mis épocas de docente, en los setenta, una vez trabajamos en una cátedra el Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez, que había aparecido como folletín en un diario. Analizando el Moreira te das cuenta que su correlato yanqui es Billy The Kid. La pilcha es la misma, la pobreza es la misma, cuatro botellas, un lugar de mierda... Después, la industria norteamericana, que ha trabajado ese pasado, lo procesó culturalmente y generó un modo narrativo, el western, cuyo referente histórico se ha perdido. Cuando Sam Peckinpah hace un western su referencia no es el avatar particular sino toda la Historia, trabaja su pasado mitologizándolo, lo ha convertido en aventura. Como diría John Ford: “Entre la realidad y el mito, en Hollywood siempre nos quedamos con el mito”.
¿Usted es un “contador” de historias?
–Yo creo que existe una dicotomía falsa entre “los que cuentan una historia” y “los que trabajan con el lenguaje”. Ambas posiciones son respetables, pero llevadas al extremo no sirven para nada. Los escritores sabemos que todo pasa por la palabra. Personalmente, me acerco al modelo de Hammett, que se movía dentro de un género popular destinado a un público mayoritario, pero logró aquello que Chandler decía: “Hammett consiguió escribir escenas como nunca antes se habían escrito”. El tema es que uno escribe lo que puede, no lo que quiere. No hay que tener prejuicios al leer, tampoco al escribir. Se puede partir de cualquier lado para escribir, uno arranca por donde arranca. La sujeción a una fórmula es apenas un punto de partida. Lo que importa es si la obra se sostiene o no, si es literatura o no.

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