Domingo, 22 de mayo de 2011 | Hoy
El notable Bernhard Schlink, siempre entre la Justicia y la literatura, entrega una novela en la que revisita, a través de un ex guerrillero alemán encarcelado durante veinte años, los años ’70, la militancia política, la conciencia moral y las consecuencias en un mundo que no volvió a ser el mismo después del 11 S.
Por Claudio Zeiger
Para los innumerables lectores de El lector, y también para quienes se hayan asomado a alguna otra obra de Bernhard Schlink, como los relatos de Amores en fuga, la novela El regreso o incluso los policiales de la serie de Selb, no habrá mayores sorpresas. La última novela del destacado escritor alemán, El fin de semana, combina una estructura de relojería –precisión, análisis fino, cruce de mirada telescópica para la historia y el microscopio aplicado a las conductas y vínculos humanos– con la capacidad de seguir los acontecimientos para describirlos en el momento de desborde sin desbordar el lenguaje, una suerte de narración dique que lo vuelve tan acerado como atractivo.
Lejano descendiente, pero pariente al fin, del romanticismo alemán, hombre de leyes y letras, Schlink ha logrado mantener una calidad y dignidad estéticas aunque nunca haya rechazado los desafíos de inventar tramas como guiones de cine o TV, llenos de golpes de efecto y escenas reveladoras. En El fin de semana, una vez más, el cocktail es explosivo: un ex miembro de la Fracción Ejército Rojo –guerrilla urbana que nació a fines de los años ’60 en Alemania y fue responsable de numerosos atentados, secuestros a empresarios y políticos, robos a bancos, en nombre de la lucha antiimperialista y anticapitalista, hasta que se anunció su disolución, el 20 de abril de 1998– sale de prisión después de haber estado encerrado por más de veinte años, merced a un indulto presidencial. Ya ha pasado el atentado a las Torres Gemelas, pero el “terrorismo internacional” es el ineludible contexto para esta novela que, desde una realidad diferente de la de los países latinoamericanos, también revisita los ‘70, tan en boga. La hermana mayor de Jörg, quien con el correr de los capítulos se revelará como una pieza clave en su detención, le organiza un fin de semana de transición entre la cárcel y la nueva vida, en la rústica casa de fin de semana que ha comprado en pleno campo junto a una amiga con la que también comparte departamento urbano. Y para darle la bienvenida, convoca a los viejos amigos de la universidad y la militancia de su hermano; algunos se han vuelto más o menos burgueses y profesionales, exitosos y conflictuados, todos son sobrevivientes de ese pasado que los tiene de testigos y rehenes emocionales. Y no faltará el cuadro militante de la nueva izquierda y un hijo pródigo de regreso.
El planteo escénico dramático que hace Schlink no puede ser más atractivo: tres partes (“Viernes”, “Sábado” y “Domingo”), con un clima que remite a las novelas de escenario único de Agatha Christie –como Los diez negritos o Crimen en el Orient Express– y también a la recordable película de Denys Arcand, La decadencia del imperio americano; a pesar de su estructura policial, se trata más bien de saber qué va a ser del asesino, y no de quién es el asesino.
La novela avanza traccionada por capítulos breves, escenas y momentos que van desplegando la situación de los diferentes personajes, además del texto que uno de ellos, Ilse, escribe acerca de un compañero que se suicidó años atrás y a quien ella imagina muriendo (o no) en el atentado a las Torres. Al principio, se puede llegar a tener la impresión de que Schlink nos lleva de la mano y de las narices hacia un teorema moral. ¿Está bien responder a la violencia con violencia? ¿Debe un guerrillero persistir en sus principios y dogmas aunque haya sido indultado? ¿Debe arrepentirse de lo que se consideran sus crímenes por una cuestión moral o porque admite que esos crímenes no sirvieron para nada? ¿Puede considerarse la traición como un profundo acto de amor? Los interrogantes que sobrevuelan son muchos, pero a decir verdad, cada vez más nos iremos apartando del dilema ético para enfrentarnos a algo más oscuro y desordenado. También nos iremos apartando de la ideología, que ya hacia el final de la novela aparece cubierta de polvo, vetusta, anacrónica.
Las revelaciones finales demuestran que estaba en juego algo más simple y, a la vez, sólido: los cimientos verdaderos de la acción política, la juventud, el amor, la amistad. Jörg no es un hombre acabado por lo que aparece en la superficie, y resulta bastante indiferente al final si su arrepentimiento es o no genuino. Más que un teorema moral, entonces, El fin de semana brilla como una novela de ideas llevada adelante por personajes que pronto se cansan de la dialéctica y la conversación y se sorprenden atrapados por los ruidos y estímulos de la naturaleza en pleno campo, en pleno bosque, en esa selva tan alemana. Probablemente ninguno de ellos llega a una verdad revelada sobre sus existencias después de pasar un fin de semana juntos y amontonados, pero es obvio que saldrán transfigurados de ahí. Y en parte los lectores, obligados a pensar sobre temas incómodos del pasado y del presente, también. Una novela, si se quiere, sobre el 11 S sin paranoia ni mala conciencia.
No se trata del impacto irrepetible de El lector, pero El fin de semana es una novela más que satisfactoria, una equilibrada sentencia sobre la política de los ’70 de parte de un escritor que además es juez, o de un juez que además ha escrito unos libros notables.
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