LA QUE NO TUVO OBRA
Radical libre
Distribuido sobre el filo de 2002, El fin del sexo y otras mentiras de María Moreno examina los mitos de nuestro tiempo con fuerza y felicidad desconocidas desde hace mucho.
› Por Alan Pauls
Corre un rumor: María Moreno –la autora de El affaire Skeffington, El Petiso Orejudo, A tontas y a locas y, ahora, El fin del sexo y otras mentiras– es “la que nunca tuvo obra”. El rumor sería de una puerilidad indigna si su principal propagadora no fuera la misma María Moreno, que lo incluye en el prólogo de El fin del sexo... no ya como infidencia, haciéndose eco del qué dirán, sino en futuro, como promesa o grito de guerra. “No habrá obra”, dice Moreno entre amenazante y regocijada, poniendo en evidencia una vez más dos de los sellos de fábrica de un plan de operaciones que no descansa: una, el desafío, gesto que combina una forma particularmente falsa de modestia con una inapelabilidad garrafal; la otra, una compulsión a la bastardilla que salpica con zarpullidos de cursivas las páginas compactas de sus libros.
No habrá obra, dice Moreno, reivindicando el carácter coyuntural, disperso y menor de sus escritos y oponiendo la figura de la periodista, eso que ella reconoce ser, a la más pomposa de “escritora”, y en esa autodefinición se puede leer una de las tretas del débil que Moreno –después de Sor Juana pero también de Josefina Ludmer– lleva años rastreando en escritos, prácticas, síntomas o excentricidades ajenas. María Moreno podría bajar del cielo de la teoría para divertirse un poco en la tierra; podría dejar a Luce Irigaray y a Hélène Cixous para embarrarse alegremente las patas chapoteando en Fray Mocho o De Soiza Reilly. Pero no. Eso sería hacer del periodismo una excepción reconfortante, un tour oxigenador, un pasatiempo popular que los ricos se conceden para variar un poco. No: el campo de Moreno es un campo de inmanencia, un solo y mismo lodazal donde todos chapotean con todos, “democráticamente”, y la retórica de los posfeminismos o la teoría queer no brilla más que los giros atorrantes que suministran las hablas, las conductas o las invenciones de “la calle”. Moreno es De Soiza Reilly (o la Djuna Barnes que entrevistaba a Joyce para la sección Sociedad de algún periodiquito de principio de siglo) y Luce Irigaray, pero no como Jeckyll y Hyde, que para hacer sus cosas se turnan, sino al mismo tiempo, interfiriéndose, saboteándose, parodiándose mutuamente. A Moreno no le gusta “aplicar” teorías; como a su maestro Germán García, le gusta hablarlas con acento. Le gusta el efecto de desaliño, de “fuera de registro”, de zozobra que aparece cuando un objeto cualquiera –un transexual madre adoptiva, una nadadora sin pierna que cruza el Canal de la Mancha, una maestra que se enamora y se hace preñar por un alumno– no se deja pechar, resiste y pervierte a su modo la capa de saber que pretende adherírsele, no para proclamar su inutilidad –si Moreno se zambulle en el populismo es para nadar en él, nunca para ahogarse– sino para sacudirlo, revitalizarlo, devolverle la curiosidad, la rapidez de reflejos y el humor que ha perdido o corre el riesgo de perder. De ahí la batería de armas caseras con que Moreno despliega su fobia a Lo Mayor: la columna apremiada contra la eternidad del texto, el rejunte contra el libro, la saliva oral contra la impresión deshidratada, el plagio y el reciclaje contra la originalidad, la paradoja contra la adhesión, la bufonería contra la mueca seria, la promesa incumplida contra el compromiso. Lo extraño –lo más Moreno del asunto– es que, puestas en acción, lo que todas esas armas juntas engendran es una de las prosas más escritas –es decir: más visibles y carnosas– de la literatura argentina contemporánea.
La falta de obra funda compulsiones. La de María Moreno es tan conocida que a veces hasta la avergüenza: consiste en salir a pescar “sus” objetos siempre en las mismas aguas, en una franja híbrida que lame a un tiempo los asuntos de género, el ser nacional, el corpus del freakismo contemporáneo y, por fin, ese amasijo de lugares comunes, coartadas y placebos culturales a los que Roland Barthes dedicó también un libro de “articulitos”, Mitologías, cuyos ecos no es difícil oír en las páginas deEl fin del sexo y otras mentiras. Los perezosos que busquen una agenda de problemáticas à la page ya hecha no tienen más que abalanzarse de cabeza sobre sus escritos, hogar jovial, a la vez crudo y zumbón, que recoge y hospeda todas las rarezas que los medios a duras penas consignan con los guantes de la perplejidad y la Academia, aun en sus versiones más desbocadas, suele domesticar para enriquecer el mercado de los nuevos consumos. Las autoproducciones quirúrgicas live de Orlan, el sadomasoquismo on-line, los escritores que querrían ser mujeres, el gastroerotismo criminal de la mantis religiosa... ¿Quieren ustedes ser radicales? Lean las enciclopedias impertinentes de María Moreno. Pero después: a llorar al diván (A propósito de divanes: Moreno, que usa a Lacan más que a nadie en el mundo, instala su cuarto propio menos sobre el psicoanálisis que sobre sus escombros, en ese punto de inflexión donde las formaciones del inconsciente dejan de ser síntomas, representaciones, insistencias sin sujeto, para convertirse en libretos de un conductismo nuevo, tragicómico: un verdadero programa de acción mutante. De ahí el vaivén, en El fin del sexo y otras mentiras, entre la interpretación psi y el fascinado objetivismo de la etología). Porque el blanco de la radicalidad de Moreno no es exactamente el sentido común común, esa “ficción dominante” que cualquiera de los casos extremos que Moreno toca en su libro bastaría para reducir a una indigencia estupefacta, sino el sentido común progresista, que, desesperado por el miedo de quedarse atrás, suscribe cualquier novedad en nombre de una mediocridad moderna llamada tolerancia. “Moreno es periodista” quiere decir “Moreno es curiosa”: acaso la mejor, la más brillante, la más implacable curiosa de la escritura pública nacional. Y como buena curiosa no persigue rarezas —qué vulgaridad– sino restos; es decir: persigue “lo que supera toda ficción”, el punto “donde se queman todos los libros”, el diferencial explosivo que queda flotando en el caso, el personaje, la práctica, la tendencia, después de que los saberes y las doxas –incluidos los más “avanzados”– les pasaron sus respectivos rastrillos. La abstinencia (como resto del imperativo sexual contemporáneo), el amor-pasión (como resto de la legitimidad sadomasoquista): he aquí dos, sólo dos, de los verdaderos fenómenos de los que se ocupa María Moreno en El fin del sexo y otras mentiras. Ésa es la clase de restos que rastrea esta mujer-dandy con su nítido ojo de lince y que destila luego con la brutalidad y la precisión de frases que son casi físicas: lo irrescatable, que es lo verdaderamente escandaloso y lo verdaderamente menor, porque es lo utópico por excelencia.