Domingo, 19 de junio de 2011 | Hoy
A falta de un libro, María Moreno reaparece con dos entregas: La Comuna de Buenos Aires (Capital Intelectual) es una serie de crónicas que registran voces, tumultos y reclamos de la crisis de 2001, en tanto Teoría de la noche, publicada por la Universidad Diego Portales de Chile, reúne relatos, columnas y entrevistas publicadas a lo largo de treinta años de periodismo y escritura. En esta entrevista, la autora explica sus métodos de trabajo, cuestiona la gran crónica latinoamericana y anuncia una forma de trabajo que indaga en la posibilidad de volver del todo invisible al cronista.
Por Violeta Gorodischer
Los cacerolazos eran un ruido de fondo mientras ella pisaba el borde de su abismo privado: la madre, enferma de Alzheimer, agonizaba. El proceso fue tan intenso que no dejó lugar siquiera a la crisis externa. De ahí la nebulosa que parecía cubrirlo todo; de ahí esa voz imparable que venía de adentro y no se apagaba, y amenazaba con llevarla de la mano hacia la oscura zona del brote. Fue de repente, como un impulso. Una mañana, María Moreno respiró hondo y decidió salir, en el sentido más literal del término. Hoy cree que hubo algo terapéutico en el gesto de bajar a la calle con un grabador para entrevistar a la gente. No fue sólo registrar las voces ajenas sino escucharlas, transcribirlas, y comenzar a preguntarse por un afuera que, desde ese momento, se volvió interpelante. Gracias a la voz de los otros, María dejó de escuchar la suya.
Detalles más, detalles menos, éste sería el germen de La Comuna de Buenos Aires, libro que reúne bajo la forma de crónicas y entrevistas (muchas de ellas publicadas en Página/12) el abanico de relatos que circulaban en el año 2001. “De todas formas, nadie va a tener en cuenta el lugar de la mediación. Yo elijo qué va a salir, qué no, de qué forma y en qué orden: en eso hay una notoria manipulación de autoría, que pocos van a notar”, dice María Moreno con resignación, desde los sillones de su casa de Balvanera.
En la mesa hay café recién hecho y brownies de chocolate. Junto a ella, una de sus cuatro gatas maúlla sin motivo y se le enreda entre las piernas. Ya pasó los diez años y está un poco gorda; hay algo conmovedor en esos ojitos extraviados. María cree que sus maullidos, demasiado fuertes, replican los gritos de las personas mayores que ya no se escuchan siquiera a sí mismas.
–Vos sabés que yo creo que es mi vieja –dice mientras la acaricia, con una sonrisa cómplice que invita a la carcajada.
Diez años atrás, lo suyo no fue un análisis sociológico, ni un intento por captar el instante político. Descree de la supuesta “verdad” de la calle y se burla de los mapas del periodismo clásico para abordar las investigaciones. Ella prefiere empezar por al lado y ver qué sale, como hizo siempre. Por eso, explica, las entrevistas que abren el libro fueron hechas básicamente entre sus amigos (claro que no cualquiera es amigo de María Moreno: Alejandro Kaufman, Nicolás Casullo, Horacio González, Martín Caparrós, Silvia Delfino, por nombrar algunos). Como sea; a los intelectuales siguieron los asambleístas, y los piqueteros, y los ahorristas, y los curas tercermundistas, y las trans, y las trabajadoras de la fábrica Brukman. Un lamentable error hizo que se perdiera un archivo con dos entrevistas memorables: un médico y su gestión en un hospital del Conurbano, y una militante villera contando cómo se dio el tema de los saqueos y el trueque en su propio territorio. Aun así, el libro ofrece un conjunto de voces que permite leer, en este “destiempo” del acontecimiento, mucho más que una mera profecía.
La autora tiene sus reservas: “Creo que va a ser leído solamente en los sentidos de las declaraciones, y como un intento de apropiación profética, en una dirección u otra. Me parece irritante que me lleven directamente al campo político-político, cuando yo he trabajado en otro tipo de políticas. Es como escuchar el libro en un registro referencial, nada más”, dice.
Como si ahí no hubiera mediación y no existiera el efecto de montaje que ella tanto celebra. No existe la literalidad, parece decirnos Moreno. Ni siquiera cuando se hace una transcripción textual de las palabras del otro: “El reportaje no es un género de la verdad, es una operación con la escritura. No dejo de ser un soporte que interpreta: hay un trabajo que, con la selección y el corte, produce un texto que ya está casi al borde de la ficción”.
Basta mirar hacia atrás para descubrir estos y otros guiños a lo largo de su obra. María Moreno juega con las palabras y manipula los textos con absoluta libertad: se aleja de las categorizaciones, desquiciando al lector ortodoxo que quiere ponerlo todo en casilleros. Uno puede ver cómo los mismos personajes atraviesan metamorfosis a lo largo de los años. O espiar lugares recurrentes como el Alex Bar, ese que aparece frente a la Plaza Miserere de Banco a la sombra y reaparece en “La pasarela del alcohol”, una de las crónicas recopiladas en Teoría de la noche. Recién editado por la Universidad Portales de Chile, este otro libro es una suerte de antología que reúne indiscriminadamente columnas publicadas hace treinta años, reportajes coyunturales de hace diez, relatos cercanos a la autobiografía y ensayos escritos el año pasado. Todos, claro, atravesados por ese estilo que transformó a María Cristina Forero en María Moreno.
¿De dónde salió esta voluntad de reciclar su propia escritura? “Es mi propiedad y la uso de nuevo; o me hago un saqueo a mí misma, me parece que es válido”, dispara ella. “Hay cosas que investigué y dije de determinada manera que me parece que no tengo que transformar cuando me vuelve a servir.”
En el prólogo de Teoría de la noche, incluso se jacta de pasar el filtro de muchos editores de diarios a quienes entregó dos veces lo mismo, con ligeras modificaciones. Celebra el halo de ese fantasma anarquista que disfruta al presentarles a las mismas empresas los mismos textos disfrazados. Algo así como un modelo Robin Hood, de reapropiación y mini-estafa.
–Es más: me parece que en mi primer libro, que ahora va a reeditarse, El affaire Skeffington, yo hacía apropiación, atribución falsa y falsificación, también, con la biografía supuesta de alguien que existió. Y a su vez es una autobiografía apócrifa, porque no creo que una autobiografía necesariamente tenga que ser autorreferencial. Prefiero el término de Daniel Link: imaginación íntima.
Que no es cronista, dice. Era hora de confesarlo. No estaba en busca de un estilo cuando, tras haber colaborado en La Opinión, entró a la revista 7 Días en plena dictadura. Allí escribía sobre temas cotidianos con un tono barroco que hoy le resulta casi ilegible. Es que el eufemismo era la única estrategia para enfrentar la censura cuando el periodismo oficialista no daba noticias. Y si ese exceso le permitió cultivar lo que llama “zonas de manifestación literaria”, el día en que Tomás Abraham la invitó a colaborar en La Caja, descubrió que también podía hacer ensayos. Con su entrada al diario Sur llegó la posibilidad de cruzar la escritura con temáticas políticas concretas, al igual que en Tiempo Argentino, donde fue secretaria de redacción.
En plena transición democrática, María se animó a escribir sobre el feminismo de la diferencia, el de la igualdad, contar lo que pasaba con las francesas, con las anglosajonas. “A todo eso yo empiezo a hacerlo jugar en un suplemento que no se proponía en absoluto el ser feminista. Y La Mujer fue un éxito no porque lo compraran las feministas (que sí lo compraban) sino porque apareció un mercado consumidor, de mujeres profesionales”, recuerda al hacer memoria de sus primeros pasos en los medios. Eso sí: lo que nunca intentó ser es eso que hoy (los otros) llaman cronista.
–En el periodismo de los proyectos de Jacobo Timerman se hacía lo que hoy se llamarían crónicas. Con una fuerte marca, no sólo literaria sino de investigación. En ese momento eran notas comunes. El cronista era el que traía la información. Muchos de los que hoy se consideran cronistas porque tienen un plus literario, no hubieran sido admitidos en los proyectos de Timerman. Un Pajarito García Luppo, un Carlos Vegue, un Ardiles Gray, no necesitaban una categoría superior por el hecho de que eran periodistas, pero escribían –provoca Moreno–. Estas son categorías que vienen de la academia, que se revalorizan de acuerdo con economías internas a la academia. Yo creo que la revalorización de la crónica no es interna del periodismo sino que es un momento de revalorización de la academia norteamericana. Al género cenicienta, con relación al gran falo de la novela, le empiezan a dar otro tipo de valores, de acuerdo con una política latinoamericanista que está bien, en última instancia. En el siglo XIX, cuando los diarios son los lugares de distribución de la literatura, los escritores se vuelven cronistas. Me interesa mucho la hipótesis de Julio Ramos de la crónica como género en contaminación. El que, al ejercerse en los diarios y en oposición a los diarios, consolida el sujeto literario latinoamericano casi por contraste con esas zonas sucias del periodismo y la cultura de masas. Pero después ya es crónica cualquier cosa.
Si Carlos Monsiváis también defendía la idea de que la crónica no sólo expande el tiempo literario en el periodismo sino que permite la investigación laica y el cuestionamiento de los medios desde los medios mismos, Moreno plantea que nada de eso se percibe ahora:
–Desgraciadamente, la cultura de izquierda ha marcado al cronista popular con algo que, por un lado, tiene que ver con este compromiso con los marginados pero, por otro lado, con un fuerte prejuicio hacia aquellos que no lo son. Entonces es toda una zona que puede ser muy interesante de investigar y que no se investiga. Salvo algunas excepciones. También veo un facilismo; los cronistas buscan el valor en el objeto en sí: lo más raro, lo más freak, lo más peligroso. Que el objeto hable por ellos. La crónica tradicional desafiaba a hacer de lo nimio, algo. Martí hablaba de poner esencias en pequeños moldes.
¿Nota cierta despolitización en los cronistas actuales?
–Yo rescato al cronista popular de la tradición latinoamericana que construye las ciudades modernas y tiene una mirada sutilísima para el color local y para los humillados y ofendidos. Pero extraño que no haya un gran cronista del café society. No uno que va a los ricos y famosos a defenestrarlos o aplicarles un mapa de justicia. Es una pena que Felisa Pinto no escriba sus memorias. Soiza Reilly describe a unas niñas que se drogan en Mar del Plata y es una crónica lindísima, pero me parece que siguió el esquema de lo que supone el consenso popular: entonces, la moralina. Creo que por un lado la crónica se despolitizó, y por otro lado nadie se mete con determinados temas tabú por el miedo de ser cómplices de los privilegiados.
En sus talleres, en sus declaraciones, en las columnas, María Moreno parece mirar con más cariño el pasado que el presente. El siglo XIX, por ejemplo: que tiempos aquéllos. Por un lado, Lucio Mansilla trazaba en su Excursión a los indios ranqueles la premisa básica de la construcción del territorio bajo el relato testimonial y el “haber estado ahí”. Por el otro, Fray Mocho se reía de todos al escribir sobre el Mar Austral sin haberse mojado siquiera los pies, bien a lo Borges: su escritura nacía de un gran refrito de lecturas. María se declara admiradora de ambos y toma estas líneas fundantes para sostener sus propias posiciones. Irónica, dice que hoy los yanquis son capaces de hacer juicio si uno no estuvo en el territorio. “Caparrós me contaba que cuando fue jurado en un concurso con John Lee Anderson, él apoyaba la crónica de Meneses, La vida de una vaca, y John Lee Anderson le preguntó: ‘Pero, ¿ese hombre vive con la vaca?’. Y él contestó: ‘Bueno, tiene una casa de campo, ahí está la vaca, la va a ver de vez en cuando’. ‘¡Ah, entonces la historia no tiene ningún valor!’, le dijo Anderson. Caparrós dice muy bien: ¿qué importa si Kapuscinski no se encontró nunca con Lumumba? Lo importante es cómo cuenta Africa.”
La conclusión parece bastante clara: no basta ponerle “novela” a un texto sobre ciertos hechos reales para excluirse de estos problemas, así como la verdad tampoco radicaría en una desgrabación. Borrando una vez más los supuestos límites de los campos, María busca en la retórica de las minorías sexuales un término perfecto para la indefinición textual: trans. “Los mismos progresistas que ahora, quizá, quieran que alguien se pronuncie sobre a qué género pertenece un libro, tal vez habrían reaccionado indignados si se les hubiera dicho que ser mujer biológica es una no ficción y una travesti, una novela. No me parece importante definir qué es un texto. Ordenar tiene que ver con establecer categorías y legitimidades, y repartir los circuitos.”
¿Y usted inventa cuando escribe?
–A veces invento en zonas que no tienen que ver con la falsificación o con la mentira. Por ejemplo, me gusta subrayar que el otro me desprecia, o que me hace callar. Un poco para equilibrar eso del periodista banana, que siempre pone una pregunta y que luego el entrevistado dice “muy inteligente su pregunta” o “¡ay!, no lo había pensado”. Ese tipo de cosas me parecen de una bajeza absoluta. Entonces me parece que hay un trabajo de escritura, hay un agregado de preguntas retóricas, hay una “mejora”.
¿Qué pasa con las entrevistas de la televisión que hacía en el programa Portarretratos?
–En la televisión, la operación que puedo hacer solamente es de corte; peinar repeticiones o procedimientos técnicos. Ojo, yo siempre elijo a entrevistados que considero novelas vivientes, porque tienen una manera de narrar que ya está: sólo les falta ir al papel. En ese sentido, las entrevistas que podían parecer muy espontáneas, no lo eran.
Ante las insistentes lecturas proféticas de La Comuna de Buenos Aires, Moreno tiene una postura clara: siempre depende de los intereses actuales del grupo que haga la interpretación. No le interesa definirse políticamente a partir de esto. No importa si 2001 fue una derrota; no importa si fracasaron las asambleas. En última instancia, lo derrotado siempre queda como una fuerza que no es capitalizable. Una fuerza que va a parar a los lugares más invisibles. Ahora, por ejemplo, María ve algo de eso en la goma eva.
–Según muchos efectos que me parecen que se han deslizado en 2001, la calle es un montón de centros culturales, que te diría que se manejan por la inercia de las buenas intenciones y mucha goma eva. Yo creo que cuando la goma eva llega a la artesanía popular, se pudrió todo.
El siguiente paso tras la publicación de ambos libros es el proyecto que la tiene cautivada de un tiempo a esta parte y que bautizó como “el pase de grabador”. Inspirada en Rodolfo Walsh en el Semanario Villero, pero también en Manuel Puig, que grababa a sus futuros personajes y transcribía directamente sus voces, María decidió darles a los otros las herramientas necesarias para contarse a sí mismos. Para eso comenzó a trabajar con un grupo en el Módulo II de la Cárcel de Ezeiza. La propuesta es que puedan relatarse a sí mismos sin que haya preguntas, ni sugerencias en el medio.
¿Ahí podríamos encontrar otro tipo de verdad?
–No, ésta no es “la verdad sobre los presos”, ni mucho menos. Eso no está ni en el especialista que los analiza, ni en ellos mismos. Aun así, lo interesante es que yo pueda volver a funcionar como soporte. Compaginándolo todo, pero desde un lugar menos visible.
¿Decidió borrarse totalmente?
–Sí, me parece que cada vez más estoy tratando de borrarme, de ser un simple soporte de relatos. Eso no quiere decir que ahora me voy a volver tan valientemente anónima. En esta apuesta hay algo que me interesa porque pone en cuestión esto del cronista que va hacia un territorio a levantar testimonios. ¿Y qué pasa si se elimina el mediador? Nunca se elimina del todo, por supuesto, pero en todo caso esta operación me obliga a reflexionar sobre cómo incido, cómo me corro, cómo creo que estoy haciendo una cosa y en realidad estoy haciendo otra, cómo enmarco ideologías aunque piense que no... Todo esto es diferente a usar esas experiencias para escribir “la gran crónica” sobre vidas intensas.
Por si quedaban dudas: María Moreno se aburrió de las “grandes crónicas”. Si algo se pone de moda, ella prefiere poner el pie en otro lado. Apelar a la ambigüedad biográfica, por ejemplo.
–Me interesa poder hacer algo que vi en Cozarinsky, Alan Pauls y Sergio Bizzio, que yo llamo de persuasión autobiográfica: una cosa que juega con la creencia del lector de que es autobiográfica, hasta que de pronto hay un dato inverosímil que es como una patada en la cara de la creencia y salta decididamente a la ficción.
De lo que uno infiere que María tiene ganas de volver a hacer eso que alguna vez hizo y que ahora (muchos) llaman novela. Aunque tal vez, es probable, ella decida llamarlo de otra forma. Ya avisará cuando lo publique.
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