Domingo, 19 de junio de 2011 | Hoy
Adoptó un nombre de varón para que publicaran su primer libro de relatos, rechazado por demasiados editores. Cambió varias veces de nombre, viajó al Africa y, de regreso a su país natal, escribió una novela que la haría célebre por la película Africa mía. La danesa Isak Dinesen es un tesoro oculto: detrás de films y seudónimos, escribió una obra gótica, intimista y frondosa. Acaban de aparecer sus Cuentos reunidos, un volumen de casi mil páginas que incluye el fascinante La fiesta de Babette, otro de sus “grandes éxitos” en las salas de cine.
Por Juan Pablo Bertazza
Algunos escritores se convierten con el tiempo en una especie de sombra detrás de sus obras literarias más rutilantes. Escritores fantasma de sus propias creaciones, parecen no tener un nombre propio sino ser la respuesta poco escuchada de una pregunta formulada sin atención: ¿de quién es el libro en el que está basada tal película? Entre todos esos escritores que no llegan a los lectores por sus páginas sino por sus películas, hay una verdadera reina madre llamada Isak Dinesen, con tres películas célebres: Una historia inmortal, filmada por el gran Orson Welles en 1968; La fiesta de Babette, obra cumbre en la relación entre literatura y gastronomía; y Africa mía, un film muy exitoso en términos comerciales, dirigido por Sydney Pollack y protagonizado nada menos que por Meryl Streep y Robert Redford, todas basadas en novelas y cuentos de Dinesen. Lo raro es que además de estas películas que terminaron por eclipsar sus libros y su propia personalidad, se esconde una vida apasionante, una mujer fatal llena de experiencias y engaños y, sobre todo, una identidad con varios nombres.
Karen Blixen se llamaba, en realidad, Karen Dinesen, pero llegó a ser conocida como escritora, y sobre todo admirada por personalidades de la talla de Truman Capote y Hemingway –quien al ganar el Nobel mintió diciendo que se hubiera sentido mejor si se lo daban a ella–, por su seudónimo literario, Isak Dinesen. Su padre, el militar y escritor Wilhelm Dinesen, se suicidó, aquejado de sífilis, cuando ella tenía sólo diez años. “Los ermitaños” se llamó el primer relato que publicó, en una revista danesa. En 1914, Dinesen se convierte en la baronesa Karen Blixen al casarse con el barón Bror Blixen-Finecke, que era hijo del primo de su propio padre. Juntos viajaron a Kenia, país en el cual cultivaron café y fue una relación difícil que le permitió a Dinesen aprender algunas lenguas indígenas, y también imaginar varias de sus historias, especialmente su novela más conocida, Memorias del Africa. Pero entre cultivo y cultivo, entre historia e historia, Dinesen mantuvo una relación de alto voltaje con un cazador que murió en un accidente aéreo en 1931. Se puede pensar que, a partir de ese incidente –la pérdida del amor que, en rigor, nunca se tuvo–, le sirvió a la autora como matriz de lo que iba a ser el libro de relatos con el que logró alcanzar la fibra literaria, la obra que la relanzaría como (otra) escritora tras los fracasos de su juventud. En Siete cuentos góticos (1934), Dinesen actualiza y reescribe todos los temas que obsesionaron a los románticos ingleses del siglo XVIII: las abadías, la muerte, el erotismo, las ruinas medievales, las tempestades y los fantasmas. Escrito apenas volvió a poner sus pies en Dinamarca durante dos años de encierro total, la historia de este libro es, al mismo tiempo, la historia de su marca de estilo. Al encontrarse con que tanto los editores daneses como los ingleses rechazaban el libro, ella decidió mandarlo a los Estados Unidos bajo un nombre masculino, Isak (cuyo significado bíblico es “aquel que hará reír”), como si esas historias truculentas no pudieran provenir de una pluma femenina; como si tanta densidad no fuera sino fruto de la ironía. El relato que brilla en estos cuentos de luz tenue es, sin lugar a dudas, “El mono”, en el cual terminan coincidiendo las historias de un mono supuestamente apacible y mimado donado por un explorador, y la de la virgen priora de un convento luterano que intenta convencer a una joven de casarse con un familiar suyo.
Cuando tras el éxito arrollador de Memorias de Africa todos esperaban que cayera en una irreversible locura, Dinesen sorprendió a propios y extraños con su segundo volumen de relatos, Cuentos de invierno (1942), publicado durante la ocupación alemana en Dinamarca; ahí abandonaba el gótico y la tragedia para explorar una temática casi bucólica, en especial los paisajes de su tierra natal. Luego llegarían los Ultimos cuentos que, siguiendo las bifurcaciones y engaños de la autora, no fueron los últimos relatos escritos, ni los últimos publicados, pero sí constituye el intento frustrado de armar una novela en torno del califa Haroun al Raschid de Las mil y una noches.
Anécdotas del destino es algo así como un manojo de textos que había descartado de los libros anteriores o que había publicado en revistas dispersas, pero que cuenta con esa genialidad que es La fiesta de Babette. A una pequeña villa de Dinamarca del siglo XIX en la cual conviven dos hermanas religiosas, infelices, que no se animaron a conocer el amor, y a las que se les pasó claramente su cuarto de hora, llega una refugiada francesa a pedir asilo y se termina convirtiendo en su cocinera. Cuando gana la lotería, y todos se lamentan con su partida, ella sorprende a todos realizando una cena lujosa, exquisita, casi hereje, casi obscena que primero asusta a los formales miembros de esa comunidad religiosa, pero luego los fascina.
Más allá de las citas directas, indirectas y oblicuas a esa obra cumbre de la literatura mundial, Isak Dinesen es, sin lugar a dudas, la escritora que mejor aprendió la lección de Las mil y una noches: “Cuando el narrador es fiel, eterna e inquebrantablemente a la historia, al final es el silencio el que habla”, dice uno de los personajes de “La página en blanco”. Casi todos sus relatos presentan la estructura de muñecas rusas: multitudinarias historias que nacen como plagas benditas al costado de cada aclaración, de cada adjetivo, y que se van enhebrando unas con otras recién hacia el final. Como una pincelada que, casi al descuido, termina de iluminar el significado del gran mural.
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