Leyendas > Las biografías suelen plantear un problema: cuanto más atractiva resulta la vida del retratado, más se opaca el rol del biógrafo. En ese sentido, la norteamericana Joan Schenkar logra una verdadera hazaña: su libro sobre Patricia Highsmith brilla con luz propia a pesar de que su leyenda negra hable por sí sola. Un excelente retrato de una de las más excéntricas autoras de novela negra, que logra comprimir una agotadora cantidad de fuentes testimoniales y dar cuenta de una vida plagada de instintos asesinos que se volcaron en una infatigable tarea frente a la máquina de escribir.
› Por Alicia Plante
Escribir un comentario sobre una biografía siempre tiende a convertirse en un problema, porque el perfil de la persona retratada suele dejar en penumbra al que pinta el retrato. Por otra parte, en biografías compuestas con aportes de múltiples fuentes, por momentos el texto impresiona como una colcha de retazos, y será el vuelo literario del autor el que logre –o no– una armonía global, una mirada totalizadora entre elementos desconectados. Joan Schenkar, una escritora muy reconocida en Estados Unidos, autora de seis comedias y, con esta, de dos biografías, tuvo ese vuelo, de modo que el brillo tóxico de la bella Patricia Highsmith, con su talento transgresor y su atormentada personalidad, se nos impone casi como una presencia física.
La lista de agradecimientos –que no incluye las ocho mil páginas de diarios y notas de Pat, hoy en los Archivos Literarios Suizos– produce vértigo. Cuesta imaginar la tarea de dar coherencia a todo ese material en nueve largos capítulos y tres anexos, y es desde el discreto lugar donde Schenkar se coloca que vemos cómo trepa Highsmith los primeros escalones de la fama en 1951, cuando Hitchock le propone filmar su extraordinario suspense, Extraños en un tren. Años más tarde, Wim Wenders llevaría al cine El amigo americano, y luego lo haría René Clément con A pleno sol.
Pero había sido mucho antes, en la relación de la pequeña Patsy con su madre, Mary Coates, también ella una mujer apasionada, cuando se construyó el enfermizo modelo amor/odio que determinó a la hija y del cual no pudo escapar ni siquiera escribiendo. Mil veces Pat buscó repetir y redimir ese esquema emocional desesperante, contaminado de deseo y resentimiento. Su herida comienza cuando Mary la deja a cargo de la abuela y viaja a Nueva York en busca de trabajo con un nuevo marido (un “odio a primera vista” diría luego Pat). Esta situación es vivida por la niña como un abandono y una traición, lo cual no le impidió años más tarde, ya instalados con ella en Manhattan, adoptar el apellido del intruso, Highsmith. Ni la calvinista abuela Coates ni la madre supieron nunca expresar el amor, decirlo, mostrarlo en gestos o caricias. Seguramente esa carencia afectiva habilitó la gran avenida por la cual el psiquismo de Pat se desvió hacia la patología y la llevó a buscar una solución sustitutiva en todas y cada una de las mujeres a las que amó. Sin embargo en cada una, la mayoría efímeros contactos más cercanos al capricho que al amor, la asociación fantaseada de amor/sangre/asesinato estuvo siempre presente.
Hubo varios hombres con los cuales Pat intentó sin éxito construir una relación heterosexual, ya que su homosexualidad la llenaba de vergüenza y culpa. Esos mismos sentimientos hicieron que su segunda novela, Carol, una narración lésbica incestuosa, casi un cuento de hadas que se adelantó tres años a la Lolita de Nabokov y tuvo gran repercusión, se publicara con seudónimo. Recién en 1990, y ya instalada en Europa, la segunda edición de Carol apareció con su nombre. Hasta ahí negaba ser ella la autora, así como ocultaba haber trabajado a lo largo de siete años en la original e impetuosa industria norteamericana del cómic. Pat despreciaba esa actividad, que sin embargo le permitió independizarse de su madre y su padrastro en plena posguerra. Esa etapa en la que se las arregló sola en Greenwich Village, siempre apuntando a “mejorar la calidad” de sus condiciones de vida para acceder a niveles sociales más altos, fue la mejor y más feliz de su juventud. Eran los años ’40 y Pat se relacionó con escritores, intelectuales, periodistas, era un miembro aceptado de la bohemia neoyorquina que llenaba los bares del Village, lo más parecido a París fuera de Europa.
Mientras, siguió escribiendo. Pat nunca dejó de escribir. A pesar “de esas espantosas resacas tras las malas borracheras, la depresión, la pérdida de las esperanzas, las relaciones desgarradoras, las fantasías paranoicas”, cada día tecleaba en su Olympia 56 color castaño hasta completar entre cinco y ocho páginas. Con una voluntad de hierro, como si la escritura fuera su cable a tierra, lo que la salvaba de la locura, de la disolución, como si sus transgresiones, su inclinación al delito, a la violencia, a las falsificaciones y a los disfraces, como si todo eso fuera a quedar bajo control mientras siguiera produciendo.
Cuando aparece Ripley, su héroe/asesino, inspirado en un muchacho en shorts y con una toalla al cuello que pasó por la playa bajo su ventana de un hotel de Positano, éste concentra sus tendencias más siniestras, en él está “lo reprimido” de Pat, Ripley hace lo que Pat fantasea, mata por ella. A fines de los ’60 es famosa (sobre todo en Europa, ya que tampoco ella fue profeta en su tierra) y la deseada riqueza eventualmente le permite muchas cosas que los brillantes habitantes de Manhattan no le habrían aceptado a alguien del llano: apoya a Thatcher, vota por Bush, pondera a Hitler (habiéndose espantado en los años ’40 al conocer los horrores del Holocausto), es racista y antisemita (lo que no le impide llevar a la cama a incontables bellas mujeres judías), desprecia a negros, latinos y asiáticos, a pesar de haber sido miembro del partido comunista en la adolescencia.
Patricia Highsmith publicó cinco novelas con Tom Ripley, así como numerosos cuentos cortos y varias otras novelas, y en todas, dice Schenkar, “hay algo que hiere, algo profundamente dañino para el lector”. Poco antes de morir terminó su última novela, Small g. Se había peleado con todos sus agentes y recién Daniel Keel, de la editorial suiza Diógenes, a la vez editor y representante, logró dejarla contenta.
Diez años más tarde, comenzados los ’80 y arrinconada por una vejez prematura, renuncia al sexo y a las relaciones reales y las sustituye por fotografías de sus amantes preferidas, que lleva siempre encima como trofeos de guerra. Esa retracción de sus violentos compromisos amorosos más el entorno extraño (se había instalado en Suiza para salvar su dinero de los inspectores de Hacienda franceses) parecen haberla encogido y encorvado. Siempre había sido una persona enferma, con pésima dentadura, anemia crónica, mala coagulación; era anoréxica, alcohólica, fumaba constantemente y tenía crisis de depresión aguda. Esos problemas se acentuaron de golpe y en 1986 le diagnosticaron un cáncer linfático, pero un problema con la sangre, en un desdoblamiento paradójico muy típico de ella, desaconsejó el tratamiento habitual, a base de quimioterapia y rayos. Finalmente, tras varias operaciones y habiendo echado de la habitación a la enfermera que la acompañaba, murió totalmente sola –como se había sentido toda la vida– en su habitación de un sanatorio de Locarno. Había desheredado a cuantos esperaban algo de ella, y tres días antes de morir firmó su último testamento donando más de cinco millones de dólares a Yaddo, la institución neoyorquina que daba alojamiento a escritores noveles y en la cual Pat había vivido seis meses en los años ’40. Era rica, muy rica, nadie supo cuánto, pero siempre siguió robándose las propinas de las otras mesas en los bares y muriéndose de frío por no gastar la leña.
A su funeral no asistieron familiares ni amantes ni amigos, salvo Kingsley Skattebol, su amiga platónica durante 55 años que, dice Schenkar sobre el final de esta obra excepcional, “llevó la urna con sus cenizas bajo el anorak como si llevara un bebé y lloró por ella a lágrima viva”. No se sabe si esa urna, como es común en Suiza, desplazó a otra del columbario, pero esa sustitución le habría encantado a Patricia Highsmith.
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