Domingo, 3 de julio de 2011 | Hoy
Hijo de una familia aristocrática uruguaya, sobrino (o hijo, según la versión) de un presidente de la República, autodidacta, de salud débil y morfinómano, el poeta y ensayista Julio Herrera y Reissig (1875-1910) fue un adelantado de las vanguardias que comenzaron al mismo tiempo que él moría a los 35 años, celebrado y reivindicado por una cadena de poetas como Vallejo, Neruda, Alberti, Guillén, y la generación entera del ’27, Miguel Hernández, Lorca y Gómez de la Serna. El año pasado se cumplieron cien años de su muerte y ahora una antología devuelve a las librerías argentinas algo de su obra. Para darle la bienvenida, nada mejor que la extraordinaria introducción a La mejor de las fieras humanas (Taurus), la monumental biografía que el poeta, ensayista y académico uruguayo Aldo Mazzucchelli publicó en su país y todavía no cruzó el Río: el entierro en el cementerio de Montevideo en el que convergieron políticos, poetas, familiares, diplomáticos, anarquistas, y que terminó de la manera más hilarante y tremenda.
Por Aldo Mazzucchelli
La gacetilla meteorológica del diario La Razón reporta 17 grados centígrados, cielo claro, vientos del norte. Es la noche del viernes 18 al sábado 19 de marzo de 1910.
Un muchacho de veintiún años está sentado en una silla del más obvio de los cafés del Centro, el Polo Bamba, en Ciudadela número 112 esquina Sarandí, en la ciudad de Montevideo, la Coquette, como ya la había visto el montevideano Lautréamont unos cuarenta años atrás. Este muchacho firma sus poemas con el seudónimo Aurelio del Hebrón, y ha oficiado a menudo como “secretario” –es decir, admirativo escriba– del escritor, diplomático, y luego, durante cincuenta años, alienado, o maestro zen, Roberto de las Carreras. Son las tres de la mañana y ha pasado horas escribiendo. Amigos, deudos y admiradores de otro rodean a ese muchacho: Natalio Botana, entonces con poco más de veinte años, que pronto irá a hacer carrera periodística en Buenos Aires; el modesto escritor y futuro parlamentario Alberto Lasplaces; el dramaturgo Ernesto Herrera, a quien llamaban Herrerita; y algún otro que el tiempo anuló.
Habían llegado al café todos juntos, formando una especie de pandilla anarquista, o tardamente romántica, de capa oscura y sombrero aludo, del velatorio de Julio Herrera y Reissig, el muerto que vieron hace un rato en una de las piezas que dan al balcón de una casa de altos que lleva el número 124 (hoy 377) de la calle Buenos Aires entre Zabala y Alzáibar; estirado boca arriba, como cualquier muerto, pero este debajo de la luna de un espejo que, según los asistentes, estaba totalmente empañada. Angel Falco, otro hirsuto anarquista que hacía versos, va a insistir sobre el espejo y su condición en un discurso en el Teatro Solís, dos años después. La niña Diana de la Fuente, la futura mujer del poeta Carlos Sabat Ercasty, que pronto morirá ella misma, gemía y se lamentaba junto al cadáver de su cuñado. Al salir del velatorio camina el grupo por la calle Buenos Aires hasta la plaza Independencia, y una vez que se sientan a la mesa se dan cuenta de que, además de la natural impresión que hace cualquier muerto, tienen un plan para el entierro de ese otro poeta, uno que pocos veían con frecuencia, pero del que todos en Montevideo sabían. Una presencia que había sido más imaginaria que física, desde al menos 1900. Aurelio del Hebrón es quien propone el plan, y también el elegido para convertirlo en acción. Quizás él mismo se haya ofrecido, porque, según le dijo a un crítico literario cincuenta y nueve años más tarde, era el que tenía la voz más sonora, y el más atrevido.
El y los demás pasaron esa noche despiertos, discutiendo, escribiendo y corrigiendo. Por las 8 y 45 de una mañana que fue de gran sol, aquel 19 de marzo, el grupo camina hacia el este por la calle 18 de Julio y luego va sesgando hacia el río hasta llegar al Cementerio Central, que con su puerta a la calle Estanzuela y sus muros menos desconchados estaba entonces bien aislado de las edificaciones circundantes, de espaldas al Río de la Plata, puerta a la desembocadura de una calle que ya se llamaba Yaguarón y que venía de la plaza de Armas y la “Panadería de los bollitos”.
El Panteón Nacional, donde no iba a ser enterrado el muerto, pero en donde se escenificarían los hechos aquella mañana, está ubicado en una rotonda a unos sesenta metros de la entrada del cementerio. La comitiva oficial encargada de hacer los discursos de circunstancias se había ubicado en una de las dos escalinatas que, simétricas, bajan de la entrada del Panteón, en el lado sur del edificio. Al bajar esas escaleras hay un espacio abierto rodeado de cipreses en donde se ubicó el cajón; siguiendo la línea de esos cipreses, a los pies –es un decir– del cajón, y del segundo y tercer cuerpo, se extiende el río marrón o azul, según sean el cielo y la marea.
Preside esa comitiva oficial un romántico viejo en desgracia, legendario, polémico, con sus ropas gastadas por el uso y la imposibilidad de reponerlas, que es Julio Herrera y Obes, el tío (para algunos, como luego se verá, el padre) del muerto, de casi setenta años entonces, quien había sido muchas cosas para el país, entre ellas presidente de la República entre 1890 y 1894. Para marzo de 1910 está Herrera y Obes en la ruina más absoluta que un presidente haya conocido. Sus muebles, alfombras y piezas de arte rematadas por la casa Salvagno en 1906, vive ahora con su ex mayordomo (es decir, en la casa de este último), acompañado por las cartas casi diarias de sus tres novias simultáneas y por la taxidermia de Coquimbo, el perro que acompañó a él y al general Venancio Flores a la campaña del Paraguay en el año sesenta y cinco. También está don Amaro Carve, un hombre enorme que lleva una levita y un sombrero de copa, de blanca barba peinada en dos puntas, que según la icónica popular de la época era igual al rey Leopoldo de Bélgica; ambos, el rey y don Amaro, famosos mujeriegos y frecuentadores de cabarés, aunque el oriental había tenido tiempo para jugar su rol a favor de la institución del matrimonio, argumentando sonoramente contra el divorcio, en una recordada conferencia del Ateneo que fuera boicoteada y exterminada por un talento vociferante subido encima de una silla: otra vez, Roberto de las Carreras –además de lo ya dicho, una de las personas clave en la vida de Herrera y Reissig, y uno de los que no están en su entierro–. Junto a don Julio Herrera y Obes está Juan Zorrilla de San Martín, con su escaso metro sesenta y cinco centímetros de estatura y su gentileza de otras épocas, el poeta uruguayo más importante de su tiempo y el más conocido del país por entonces en América y España, quien tiene amartillado uno de sus metálicos discursos. César Miranda, Raúl Montero Bustamante, Delmira Agustini, Toribio Vidal Belo, Juan José Ylla Moreno, María Eugenia Vaz Ferreira, Francisco Alberto Schinca, Santín Carlos Rossi, Héctor Miranda, Eugenio Martínez Thedy, Manuel Medina Bentancourt, Julio Lerena Joanicó, José María Fernández Saldaña y Juan Picón Olaondo; la esposa del muerto, Julieta de la Fuente, Manuel, Carlos, Herminia y Teodoro, sus hermanos (otro hermano, Alfredo, vive también en ese momento –su nombre aparece entre los demás deudos en los avisos necrológicos–, pero no habría concurrido al cementerio debido a que ya se encontraba recluido por su enfermedad mental) y Alberto Nin Frías, el más fino y acaso el primero de los intelectuales uranistas del Uruguay, son algunos de los que están en el núcleo oficial que, pasadas las nueve y media de la mañana, comienza la ceremonia. José Enrique Rodó no ha concurrido. Una mujer de mirada fija y una niña de unos siete u ocho años están también, en un lugar secundario. Ambas guardan luto, la madre tiene un saco de paño negro y, debajo, un vestido de igual color, de cuello alto, con sus pequeños botones cerrados desde la falda a la garganta; la niña tiene un collar de perlas de cultivo sobre su vestido negro que deja ver una gran moña de seda a la izquierda, a la altura de la cintura. La presencia de este par, por más que no sea desafiante, no deja de ser notada, con angustiosa molestia, por la viuda. Otra mujer joven, una argentina de nombre Malena, está también presente, pero nadie la nota porque nadie la conoce. La concurrencia fue numerosa y selecta, dice un diario. El grupo de los anarquistas trasnochados está apostado, en formación de murciélagos o vampiros, en la escalera opuesta, y espera su momento. Más de una forma de entender al muerto, a la poesía y al país de todos ellos converge en el cementerio.
El primero en hablar es César Miranda, el más constante amigo de Herrera y Reissig, un hombre de treinta y dos años, abogado, nacido en Salto, una ciudad lenta y patricia al noroeste del país, de donde habían venido muchos de los que importaban por entonces en la capital. Miranda dice un discurso breve que empieza y termina con la misma frase en infinitivo: “Vivir en belleza, morir en gloria y renacer en inmortalidad, tal tu destino”. La pieza oratoria, corta, intensa, pero también algo borrosa y cansada, un poco como sería quien la dice y su emoción, le monologa, en segunda persona, al cadáver. Al pasar, le recuerda su universalmente reconocido buen humor, le dice que su vida fue una doble vida, doble y contradictoria, que fue fecunda como una estrella y pavorosa como un eclipse, y que las líneas de su rostro, el del cadáver, se vuelven definitivas ahora, porque está pálido bajo el sol que amó tanto. Bien leído, el discurso de Miranda no llega a durar un minuto y medio. Después, toma la palabra el joven José María Fernández Saldaña, que suma veintinueve años, ya entonces diputado por Minas, y animador, casi diez años atrás, del Consistorio del Gay Saber, el cenáculo decadente y divertido del gran contador de historias, poeta modernista y esforzado ciclista Horacio Quiroga.
Fernández Saldaña es también salteño, por cierto, y hace un panegírico del poeta. Su discurso quedó en el aire del cementerio y no fue recogido en los diarios y publicaciones del día siguiente. Luego habla Francisco Caracciolo Aratta, un anarquista muy amigo del poeta, devenido ahora director de una revista criollista. Más de cincuenta años después de los sucesos, aquel joven anarquista que era Aurelio del Hebrón todavía creía que esos fueron los únicos oradores. Pero la revista argentina Caras y Caretas, publicada semanalmente en Buenos Aires y distribuida también en Montevideo y en otras ciudades del continente, una revista verdaderamente masiva, porque ya conocía bien el arte de decirlo casi todo a través de instantáneas, es decir, de fotografías, dedica el viernes siguiente media página a la muerte de Herrera y Reissig. En ese artículo de Caras y Caretas hay una toma de la parte alta de la rotonda, que oficiaba de tribuna para los oradores en el entierro, y el que está hablando es Alberto Nin Frías. Tenemos, pues, más discursos aquella mañana de sábado.
Tranquilamente hasta aquí transcurre todo. Pero entonces, del lado anarquista de la rotonda, el joven melenudo se adelanta, baja dos o tres escalones para destacarse del grupo –es decir que no habla desde la balaustrada elevada, sino desde el llano, junto al cajón–, en gesto inesperado tira su sombrero al suelo, el que hace un giro y se detiene al borde de uno de los canteros que limitan la rotonda, y extrae de entre sus ropas las cuartillas escritas unas horas antes en el Polo Bamba. Aunque no está previsto que hable, habla igual, aprovechando la sorpresa y desbarrancando el orden contenido del ceremonial. Del Hebrón empieza como si no pasara nada. Pero ya con el tercer párrafo, con el tercer aliento del discurso, las cosas van a ponerse personales. Lo que siguió fue acaso la más sonora bofetada dada en la cara a los concurrentes a un entierro de que su país, el Uruguay, tenga noticia.
“Anoche he ido a ver el cadáver de Julio Herrera y Reissig.
En la rigidez de la muerte, su rostro pálido tenía la misma serena lucidez, la misma tristeza bondadosa y sonriente que a los hombres mostrara en el camino, porque pasó cantando.
Solo, tan solo como su espíritu elegido pasó entre la turba filistea, su cuerpo estaba allí, supinamente inmóvil. En torno de su féretro las graves sombras burguesas, en la solemnidad convencional de los duelos vulgares, discurrían gravemente y gravemente hablaban.
La sociedad mezquina en la que vivió, y que no supo amarlo porque no supo comprenderlo, estaba allí, representada por sus cronistas, por sus políticos, y por sus mercaderes. La gente en cuyo medio vivió como un desterrado, la gente que lo despreciaba por altivo y lo compadecía por iluso, la gente miserable que reía de la divina locura de su ensueño, la gente de alma baja que nunca quiso allegarse hasta él, estaba allí, llevada por la indulgencia de la muerte, rumiando comentarios, mirando con extrañeza el rostro mudo, ahora que su alma no estaba ya en él para espantarlos. Era necesario que viniera la muerte a libertarlos del íncubo rebelde, para que se dijeran sus amigos, amigos del cadáver, amigos del despojo deleznable de una existencia luminosa que para ellos fue un error.
Como cuervos al olor de la muerte, las sombras innobles de los mercaderes iban a mentir su duelo por vanidad o por costumbre. Como cuervos, como cuervos al olor del cadáver, fueron allí los filisteos, los cínicos, los que en la última hora creyeron hacer justicia arrojando al poeta una migaja del banquete del presupuesto, una piltrafa burocrática que él no alcanzó tampoco a digerir. Solo, solo en la infinita soledad silenciosa de los no comprendidos, como vivió su alma, como estaba anoche su cuerpo inmóvil bajo la mortaja, así está en esta hora ceremonial y vana, rodeado por los mismos cínicos fariseos, sepulcros blanqueados, nidos de serpientes, como decía Jesús.
¡Señores!: Yo no he venido aquí a hacer el panegírico de un muerto ilustre. No he venido a entonar loas ni a bordar bellas frases. No he venido a hacer simplemente literatura. He venido a lanzar una verdad que tengo en la conciencia, he venido a decir una verdad pura y sencilla como fue el alma del que yace. La única venganza digna de su inmenso dolor y de su inmensa alma, es que ahora os obligue a escuchar la verdad, es que ahora os ponga frente a la verdad, a la indiscreta, a la impertinente verdad.
Y la verdad es que vosotros, todos o casi todos los que rodeáis este cadáver, fuisteis sus enemigos.
Por vosotros sufrió, por vosotros le fue amarga la vida. Este que aquí reposa libre de las miserias de los hombres, fue siempre un paria entre vosotros.
Y no creo que sea el hondo homenaje al poeta lo que inspira vuestras elegías hipócritas. Es, quizá, la vanidad patriótica, que quiere reivindicar para sí un nombre literario que no le pertenece, que no le pertenece porque no ha sabido conquistarlo.
Muchos de los que estáis aquí habéis venido solo porque el muerto lleva un apellido distinguido y porque su familia es de abolengo en el país. Pero sabed, los que tal pensáis, que Julio Herrera y Reissig está muy por encima de su apellido; que la majestad del poeta ríe de esas vanidades sociales y que por otra parte, los mismos que hoy visten de luto, renegaron muchas veces de él.
No; entre todos los que aquí hacemos acto de presencia, somos pocos los que podemos llamarnos amigos del que ha muerto. ¿Cuántos somos? ¿Cuántos los que le queremos? ¿Cuántos los que amamos su orgullo y su locura? ¿Los que sentimos un solemne respeto por su existencia de exilado?...” 1
La comitiva oficial, los amigos verdaderos del cadáver, algunos de los cuales habían sido amigos verdaderos de Julio Herrera y Reissig, a diferencia de Del Hebrón, que no lo había sido, guardaban silencio y escuchaban palabras calculadas para dar en el blanco de una mala conciencia que ya empezaba a crecer alrededor del muerto. Sería ocioso decir que el aire del cementerio se cortaba a facón, que los verdaderos amigos del cadáver, y los verdaderos amigos del poeta, apretaban los labios con raros sentimientos. Todo el mundo sabía en el Cementerio Central que Aurelio del Hebrón había conocido a Julio Herrera y Reissig hacía un año y poco, y lo había tratado sólo un puñado de veces, tres o cuatro veces, como joven aprendiz que lo admiraba en silencio algunas noches en que, en su casa final de la calle Buenos Aires, el poeta les decía sus versos, entre ellos, pedazos aún descabalados de la “Tertulia lunática”, que estaba terminando en 1909. Pero Del Hebrón sabría que su insolencia con los presentes era menos importante que el contenido de largo aliento de su mensaje: ya estaba hablándole al imaginario de los que estaban y los que no estaban en el cementerio. Resistiendo pues el espeso y totalmente físico rechazo que sentiría en ese momento, apuró hasta el fondo su J’accuse doméstico. Y es en sus párrafos finales en donde se contiene la tesis principal del discurso de Del Hebrón, quizá la única extraña y digna de recuerdo, la única que puede ser rechazada o aceptada aún hoy, mucho después incluso de que el valor o la inconciencia juvenil del orador hayan dejado de interesar o conmover:
“Yo sé la frase que está ahora en muchos labios: ‘Reconocemos su talento, pero creemos que su vida ha sido un error’. ¡Mentira! ¡Lo más grande que ha tenido este hombre es su vida! El talento es cosa que puede discutirse, la originalidad literaria, la propiedad de las ideas, la escuela poética, todo eso es secundario, todo puede ponerse en tela de juicio. Lo que es innegable, lo que es evidente, lo que es absoluto es la grandeza pura de su alma consagrada a la belleza inmortal, y es la belleza de su vida solitaria, orgullosa, erguida de un ambiente de adaptaciones mezquinas, como una rebeldía indomable de la dignidad del pensamiento”.
Julián Basilio Herrera y Obes, don Julio, con su levita negra raída y su galera de felpa, estaba parado, apretando con sus manos la baranda de mármol de la rotonda, y acaso comprendiendo en su propia grandeza de hombre apartado de lo común el filo de largo plazo de las palabras que el tiempo lo forzaba ahora a escuchar. A su lado, don Juan Zorrilla de San Martín lo miraría todo, en cambio, azorado por los modernos y su distinta comprensión de las formas del respeto. El remate de Del Hebrón llegó enseguida y se hundió como un último puñal que ajusta entre la común verticalidad de la gente y los cipreses:
“Sí, señores, lo que yo quiero deciros sintetizando el espíritu de mi alocución –que ha venido a turbar la armonía convencional de este acto, porque era necesario que así fuese–, lo que yo quiero deciros de una vez por todas es que, a pesar del homenaje sincero o no que aquí estáis tributando, este cadáver no os pertenece. Y si ahora os fuerais todos de aquí, no quedaría más solo de lo que está en este momento”.
Frente a un ex presidente de la República, frente al Poeta de la Patria, frente a un puñado de amigos verdaderos, Aurelio del Hebrón ha terminado de hablar. Retrocede y se vuelve a mezclar con su pequeño grupo, a la derecha de la rotonda. Un amigo le alcanza el sombrero caído. En medio, el féretro. Encima, en la balaustrada y en la otra escalinata, hay un silencio murmurador, mientras los del cortejo oficial hablan un momento entre ellos. Se ponen de acuerdo, quién sabe en qué, enseguida. Zorrilla de San Martín decide no hablar, y se da por terminado el acto.
Camina el grupo oficial cargando a pulso, ya sin palabras, el cajón hasta una tumba prestada de apuro el día antes. El grupito de anarquistas los sigue de atrás, a cierta distancia, con un respeto recién inaugurado pero sólido, ahora que dijeron lo suyo y fueron escuchados, con el respeto que es, a su vez, virtud habitual de los hombres grandes que están del otro lado. Entierran el cuerpo de Herrera y Reissig con los carraspeos, los ruidos secos y sordos de cualquier entierro, y la gente se empieza a dispersar.
Es entonces cuando el embajador Enrique Buero se arrima a Aurelio del Hebrón mientras este se retira, y le suelta catorce palabras nítidas que lo resumen todo: “Puede que usted tenga alguna razón, pero esas cosas no deben decirse en público”.
Materiales extra, inéditos, facsimilares, poesía y demás de Herrera y Reissig en www.herrerayreissig.org
1 Los principales periódicos de Montevideo no reprodujeron este discurso. La única revista que se atrevió a publicarlo lo presentó así: “Este discurso fue pronunciado por el brillante escritor Aurelio del Hebrón sobre la tumba del nunca bien llorado poeta Julio Herrera y Reissig. Nosotros lo publicamos: primeramente porque los diarios de Montevideo no quisieron darle asilo en sus columnas y segundo por las verdades que encierra –pese a quien pese. N. de la D.”. Aurelio del Hebrón, “Sobre la tumba de Herrera y Reissig”, La Semana (Montevideo), 26 de marzo de 1910.)
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