Domingo, 3 de julio de 2011 | Hoy
Por Aldo Mazzucchelli
Raro después de Los raros, se puede leer a Herrera y Reissig de muchas formas. Por ejemplo, desde el oído que deslinda infaliblemente la materia del decir. Y también, curiosamente, desde el humor, la ironía y el exceso. Tal mezcla extravagante de selectiva limitación y derivativa florescencia, se parece a Julio Herrera y Reissig.
Se convirtió, desde el principio, en alguien que descubre y revela por la vía de la exageración, del llevar más allá del límite todos los discursos, todas las retóricas, los estilos y las formas fosilizadas de la poesía que heredó. Especialmente el modernismo, que muchos de sus contemporáneos aún tomaban como algo sagrado, como algo del futuro.
Herrera, en cambio, escribe el estilo nuevo haciendo ya parodia de él, superándolo, y dándole por primera vez en el continente el énfasis autorreferencial que sería característico de todas las vanguardias, que se inician justo cuando él muere. En su correspondencia privada, en sus manuscritos, y en su obra édita, dejó abundantes pistas que revelan su extrema autoconsciencia respecto del costado de ridiculez, de error, que hay en toda obra de la solemnidad. Desde su muerte, ya antes que Rubén Darío hiciera su elogio en la única conferencia que dio en Montevideo, en 1912 –allí Darío ya lo conectaba a Lautréamont–, la conciencia de esta extrañeza, de ese carácter de raro, creció casi de golpe. El elogio de Darío se continuaría en Vallejo, en Neruda, y por este último pasa a Alberti, Guillén, y a la entera generación del ‘27. Miguel Hernández, Lorca, Aleixandre, Ramón Gómez de la Serna, Manuel Altolaguirre escribieron poemas y elogios a Herrera y Reissig (quien los había precedido en la revaloración de Góngora) y los recogieron en un número de homenaje –perdido en un sótano en julio del ‘36, ya pronto para distribución, al estallar la guerra civil– de la nerudiana revista Caballo verde para la poesía.
Su poesía ha sido incluida por defecto en el modernismo, y con él se la ha tratado a menudo de archivar, pero aunque se puedan encontrar en ella todos los tópicos y los modos del modernismo, en ella se puede encontrar mucho más que eso, y cuenta por eso entre la escasa poesía “modernista” que acaso aún pueda leerse, aunque sea parcialmente, como poesía a secas, y no como pinchada mariposa de lujoso encaje. Se ha repetido con buenos argumentos que anticipó el expresionismo, y los escritores y poetas neobarrocos contemporáneos han vuelto a sentir y a admirar el logrado macramé verbal y espiritual de su prosa y su poesía. Barroquismo de Herrera dicho primero que nadie por Cansinos Assens en 1917, quien señaló a Borges el interés de este por entonces extraño poeta montevideano. Y Borges, que luego cambiaría de opinión, le dedica a Herrera y Reissig un muy elogioso ensayo que recoge en su primer colección de ensayos, Inquisiciones. Para aquel Borges joven, por entonces vanguardista de prosa barroquizante él mismo, Herrera se convirtió por un tiempo en algo que oponer a Lugones. Cuando su inicial inquina con Lugones se torne en admiración tardía, Herrera pasará a ocupar un espacio polarmente opuesto.
La letra puede, si se la hace sonar, materializar un mundo propio. Herrera y Reissig supo ese poder, el poder del “oído” literario, y lo empuñó. Comprendió además la distancia insalvable que media entre el reino de la comunicación y el reino de la literatura. La comunicación tiene un referente natural y directo; la literatura, en cambio, es opaca; en su referente debe trabajar duro el lector. Herrera y Reissig se instaló decididamente, desde el principio, en una actitud: la de distanciar su vida, la de explotar literariamente su vida, la de hacer literatura consigo mismo. Al literaturizar su vida, fundir su vida y su letra, comunicó a la vez, por vida y por literatura, un único complejo de actitudes, ideas, intuiciones. Poeta auditivo, oral, gestual, performer, no hubo aparición pública, banquete ni discurso de Herrera y Reissig, por trivial que fuera, que no fuese ocasión de bautizar el mundo, de hacerlo sonar como cosa nueva. Tampoco hay crítica, carta, ensayo o texto alguno de Herrera y Reissig que no esté repleto de artificio literario hasta el borde; hasta en el ensayo político o sociológico Herrera literaturiza también la retórica de la “ciencia” de su tiempo. Ese mundo, externo/interno, reaparece luego de la operación literaria, dotado de una solidez y una estructura que le es dada por ese talento de formalización y de acabado ligado al ritmo y al sonido, del que Herrera y Reissig dispuso a manos llenas. Un amigo del poeta, César Miranda, intuye esto muy bien cuando cita a Brunetière, quien ha notado que “no existiría razón de medir, de cadenciar, de modular el pensamiento, si no existiera en la modulación, en la cadencia y en la medida una virtud propia y todopoderosa, semejante a la línea en la escultura y al color en la pintura.”
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