Celebrada como una de las cuentistas contemporáneas más importantes del mundo, en sus Cuentos completos la norteamericana Lydia Davis lleva al punto más alto su enorme talento. Laureada traductora al inglés de Flaubert y Proust, en sus relatos brevísimos –falsamente inofensivos– parece destilar lo mejor de ambos mundos: la obsesión por ubicar la palabra exacta del primero y la pasión microscópica del segundo a la hora de aumentar un instante dotándolo de perfiles casi épicos. Y todo bajo el control de su mirada, inquietante y aguda.
› Por Rodrigo Fresán
¿Qué es un cuento? Desde sus raíces, la literatura norteamericana ha venido ensayando no una respuesta definitiva a semejante enigma, pero sí múltiples posibles soluciones que no han hecho más que enriquecer el género. Una somera lista de científicos en lo que alguien definió como “el laboratorio de la novela” contaría con los exitosos experimentos de Nathaniel Hawthorne, Henry James, Ring Lardner, Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald, J. D. Salinger, John Cheever, Donald Barthelme, Raymond Carver y David Foster Wallace para no alcanzar el perfecto destilado alquímico de una infalible fórmula sino múltiples variaciones de ingredientes, yendo del susurro a la explosión.
Sumarle a los anteriores –sin perder tiempo en la tontería de vistosos decálogos– a la extraña dama y rara avis Lydia Davis (Massachusetts, 1947) a quien en principio podría coronarse como la sucesora del ya mencionado súper-ficcionalista Barthelme. Pero –aunque comparten cierto formalismo experimental y una atracción por la brevedad como forma de expansiva comprensión– la cosa no es tan sencilla. Porque mientras Barthelme solía ser travieso y si algo le gustaba era salir a jugar con las letras, lo de Davis está más instalado en lo introspectivo y el quedarse dentro de uno mismo. Su Gran Tema es la fragilidad de huesos y órganos a los que se contempla con ojos de rayos X más que listos para detectar “una mancha sospechosa”. Pero lo que importa en Davis no es tanto la recurrencia de tramas a veces desarrolladas (a veces presentadas como apenas epigrama o polaroid o soliloquio o aforismo o poema en prosa o sketch autobiográfico o riff jazzístico, nunca como microrrelato adicto al remate ingenioso) sino su Gran Procedimiento. Davis –laureada traductora al inglés de Flaubert y Proust– parece haber conseguido destilar lo mejor de ambos mundos: la obsesión por ubicar la palabra exacta del primero y la pasión microscópica del segundo a la hora de aumentar un pequeño instante dotándolo de perfiles casi épicos. Y todo esto, claro, puesto al servicio del retrato y análisis de lo femenino (y de lo masculino, desde las pupilas de una mujer) como virus terminal a la vez que cura milagrosa para todos los males de este mundo.
Estos Cuentos completos –que reúne los libros Desglose (1986), Sin apenas memoria (1997), Samuel Johnson se indigna (2001) y Variedades de perturbación (2007, título bajo el que podría cobijarse, sin problemas, todo lo que firmó y firmará)– ponen de manifiesto la meditada madurez de un estilo ya maduro en sus inicios y ubican a Davis junto, pero a un costado, a otras cronistas de mujeres al borde de un ataque de todo, como Lorrie Moore, Amy Hempel, Deborah Eisenberg, Mary Gaitskill, Lydia Millet. Pero lo que separa a Davis de todas ellas es cierta pulsión casi extraterrestre y –como ocurre con su ex marido Paul Auster– una evidente formación o deformación con modales europeos en una escuela que incluye a Kafka, Beckett, Perec, Calvino y hasta el Ballard de sus últimos relatos, cuyos trabajos manuales pasan por el desarmar, atomizar, diseccionar, volver a armar con dos o tres piezas fuera de sitio y dando saltitos de elipsis en elipsis. Así, en muchos momentos -–y Davis es una gran escritora de momentos, el hueso de pescado que ahoga a un marido, el rechazo de un ratón que se niega a pasearse por una cocina, la mujer que descubre que ahora es una madre y que ya no será tan sencillo seguir imaginando ficciones– la autora parece mirar desde lejos pero, enarcando una ceja y activando una sonrisa, con instrumental sofisticadísimo para sacar conclusiones en el acto y recitarlas con un tono de sonámbula iluminada que recuerda un poco a la dicción androide de la performer musical Laurie Anderson. Así, Lydia Davis sería como una stand-up comedian que resultará graciosísima para los que se ríen con David Lynch. Una bromista lateral flotando, con aguda gravedad cero, en el espacio sin fondo de una desanimación suspendida. Y, ejemplo, “Samuel Johnson se indigna” consta, apenas, de una oración luego del título. Y es ésta: “porque en Escocia hay pocos árboles”.
Resulta imposible por cuestiones de espacio enumerar tramas y trucos, pero sí pueden precisarse varios motivos recurrentes: los blues del abandono, el amor como exitosa forma de frustración en serie, las idas y vueltas del lenguaje, el fracaso profesional, la caza y pesca en textos admirados de otros y de otras, la perfecta compaginación de estímulos aparentemente irreconciliables (ver “Glenn Gould”), la fertilidad al fondo del vacío absoluto y, una y otra vez, el paisaje de una escritora empezando o acabando de escribir.
Párrafo aparte merece el modo –las instrucciones– para el buen uso y mejor aprovechamiento de estos Cuentos completos. Su aspecto engañosamente inofensivo –que reproduce al detalle al original Made in USA y que, creo, es parte inescapable del asunto– remite al de un breviario. Uno de esos volúmenes útiles para toda ocasión, cómodos de llevar, siempre listos para ayudarnos y distraernos. Pero a no confundirse, no confiarse. Lo de Davis es inmediatamente adictivo y se corre el riesgo de sufrir una sobredosis. Más recomendable es una administración homeopática. Una o dos o tres dosis como máximo en forma de gotas o glóbulos y disfrutar –e inquietarse– por el modo en que rebotan dentro nuestro y, potenciándose entre ellos a medida que avanzamos, van revelando una suerte de libro detrás de libro. Una especie de novela-de-cuentos –del mismo modo en que The End of the Story, de 1995, única novela de Davis, funciona como cuentos-en-novela–- cuyo tono entre inocente e ingenuo apenas esconde los dientes afilados de una Dorothy Parker en trance paseándose por una Nueva York cuyo nombre no se menciona o por los pasillos de un supermercado de barrio residencial en las afueras de la metrópoli o por las aulas de una universidad con mucho de casa embrujada.
Casi al final de Cuentos completos, Davis se despide en “Casi al final: ¿Cómo se dice?”. Y lo que nos dice allí es nada más y nada menos que: “Dijo él: ‘Cuando te conocí no pensé que pudieras resultar tan... extraña’”.
No es una mala forma de entenderla y apreciarla.
Y en “La carrera de los motociclistas pacientes”, Davis –consciente o inconscientemente– parece ofrecer lo más parecido a un credo creativo aplicable tanto a lo brevísimo como (a destacar el portentoso “Te echamos de menos: Estudio de las cartas que un grupo de alumnos de primaria escriben a un compañero, deseándole mejoría”) a lo más extenso de su obra. Allí, leemos: “En esta carrera no vence el más rápido, sino el más lento. Parecería fácil, al principio, ser el más lento de los motociclistas, pero no es fácil, porque no forma parte del temperamento de un motociclista ser lento o paciente”. Y –dos páginas después, al final– Davis concluye: “Acostumbrarse a contemplar el mundo visible con un maravilloso potencial para la velocidad entre las piernas y, sin embargo, avanzar con tanta lentitud que cualquier cambio de posición resulta prácticamente imperceptible y el mundo permanece también imperturbable, salvo por la luz que proyecta el sol en su viaje, y al final de la lenta jornada hasta el sol parece haber sido lanzado con un arco rapidísimo”.
La pausada velocidad extrema de la más absoluta y vertiginosa lentitud.
Y así, a su manera, Lydia Davis responde aquí, ciento noventa y siete veces, al interrogante de qué es –o puede llegar a ser– un cuento.
Cuentos completos de Lydia Davis se consigue en Buenos Aires en las librerías que lo han importado por cuenta propia.
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