Dom 17.07.2011
libros

Con ojos de niña

Los enigmas de la memoria y los recuerdos a veces caprichosos de la infancia pueblan Alma inquieta, de Graciela Schvartz, una novela que recrea el mundo de los ‘50 en una Argentina que navegaba entre el costumbrismo y la tensión de una amenaza que no terminaba de emerger.

› Por Omar Ramos

El retorno a la infancia es inevitable, por eso, sin darnos cuenta, cada tanto evocamos los afectos de nuestros padres, hermanos, tíos y amigos, como un presente que se reedita, especialmente en la literatura, donde es posible regresar con imágenes sensoriales investidas como enigmas que la memoria de Rosita, la protagonista de Alma inquieta, novela de Graciela Schvartz, evoca con su mirada infantil de la vida.

La memoria que despierta no siempre es fiel, mejor dicho casi nunca lo es, las grietas del tiempo modifican las emociones en esta narración encuadrada dentro de un costumbrismo que relata con fidelidad los hábitos, las normas y las rutinas de una familia de clase media de los años ‘50 en la Argentina. En la infancia de Rosita los lobos casi nunca matan a los cabritos, son castigados por los cazadores, hasta que un día la realidad entra de cuajo tras las páginas de un libro y el lobo se come a los cabritos. Rosita escucha el relato de su padre, calla y llora; “los animales se dan cuenta de la verdad mejor que las personas, saben quién es bueno, quién es malo, quién les tiene miedo o quién no puede ni verlos”. La acción se desarrolla mediante una tercera persona adulta del narrador que encubre la visión de la infancia de Rosita, la mayor de tres hermanos, Juan, Loli y Pancha, pero el lenguaje adulto se va nublando, se opaca, se desvanece, se convierte en el habla y la mirada de Rosita, destella ante los acontecimientos que vive la niña, como el nacimiento de un nuevo hermanito y los celos que despierta en ella.

La educación de los hijos es el tema de esta novela, que desgrana lugares comunes de la época, como la “semillita en la panza de la mamá, que el papá pone por amor”; los gitanos que roban a los chicos, el pastel de papas, la sopa de verduras, los alfajores Havanna, las galerías de la Playa Bristol, los moños grandes, blancos y almidonados de los delantales escolares, los goles de Sanfilippo, son una fidedigna ambientación donde aparece desde Brigitte Bardot hasta el Conde de Montecristo.

La narración alcanza mayor profundidad cuando pasa de las costumbres educativas de la época a temas como la vanidad, “una molestia espantosa”, dice la madre, y la belleza interior y el interrogante infantil que se pregunta cómo se consigue. No hay respuesta sino otro enigma: ¿es necesario recorrer un camino incesante de engrandecimiento espiritual para alcanzar la belleza interior?

El personaje del padre, arbitrario, cómodo y ausente, y el de la madre de Rosita, laboriosa, perfeccionista, culta, respetuosa de las normas y encargada con sus limitaciones de la educación de los hijos, son prototipos de la época si bien están acertadamente caracterizados en el sentido de que sobresalen sus contradicciones. El padre trabaja para la gratitud, también para el rencor. Se acuerda de lo que le dan pero, según Rosita, no se acuerda tanto de lo que él no dio. Se define como un gran irresponsable, prefiere no meterse en la educación de los hijos y le da gracias a la esposa cuando “le canta las cuarenta”.

Rosita tiene claro que todo lo que el padre le da, por ejemplo llevarla a pasear los sábados, tiene un precio. Frente a los problemas le aconseja respirar hondo, mantener la compostura y levantar la cabeza. El padre piensa que la vida es extraordinaria, pero que el mundo es un lugar injusto, horroroso para la mayoría de la gente. La madre es la que pone los límites a los niños y en la educación muchas veces, a pesar de que es una madre culta y les lee mitología griega, los abandona a su suerte y les dice “chau, que les explique Magoya”. Los chicos no tienen más remedio que lanzarse al aprendizaje de su propia suerte. Poco a poco Rosita va descubriendo el mundo de los adultos, los olvidos, las preferencias, los celos, los egoísmos, y hasta la presencia de Dios, de la que no entiende su arbitrariedad, sí la del diablo que es toda maldad.

La novela es de una estructura lineal donde en apariencia nada grave ocurre y esta circunstancia por momentos merma la expectativa del lector: los hechos que viven los personajes son corrientes, normales, falta la amenaza, la intriga, el conflicto. Estos elementos del relato recién aparecen en los capítulos finales, donde sobresalen los miedos, las culpas, las arbitrariedades que hacen de la acción una tensión amenazante, perturbadora entre Rosita y la madre, y dotan a esta novela del interés que parecía hasta entonces ausente.

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