Domingo, 7 de agosto de 2011 | Hoy
En diversos registros y en sucesivos relatos que pueden ir armando una novela, Lola Arias retrata la vida desamparada de una chica promedio en un mundo que anda bajo de promedio.
Por Angel Berlanga
Hay una persistencia de chica desamparada en estos relatos de Lola Arias que pueden percibirse, también, como una novela despistadora y fragmentada en la que cambian los nombres de las protagonistas, los puntos de vista, la primera o la tercera persona, el retrato/ mirada a otro/ o a la introspección, la misma edad de ella, aquí niña y acá adolescente, allá mujer y acullá incluso recorriendo toda una vida. Ese ambiguo doblez es propuesto incluso por la misma edición, que alude al libro como novela en su clasificación formal y lo propone como serie de relatos en su contratapa. Los posnucleares se potencia y resignifica mucho más como un todo que paladeando sus partes por separado, pieza a pieza. Predomina, en aquella persistencia, una mujer de alrededor de treinta, clase media, que vive en su departamento y anda por esta ciudad, asolada de soledad aunque haya siempre algún tipo en la órbita o en la cama, minada por un malestar del devenir cotidiano, con un padre que aparece distante aunque esté cerca, algún perro, alguna hermana lejana y una madre a la que se recurre para el refugio y resulta difícil de aguantar.
Esa insatisfacción de llevarse puesta aparece desplegada varias veces en grillas, lapsos, recorridos de distinto tipo/ duración: los largos numerados de “La nadadora” que está a punto de cumplir treinta y mientras bracea deriva pensamientos entre cosas que ve en la piscina, asuntos pendientes, recuerdos; las anotaciones diarias de “Los días de fiebre”, cuando descubre que al descuajeringarse un poco el cuerpo “los amigos y amantes no son enfermeros por vocación”; el hora tras hora de una jornada en “El sereno”, un tipo de seguridad instalado en el hall de un edificio de departamentos que relojea entradas y salidas, intenta resolver un crucigrama y procura avanzarse a la “rea cuidacoches” de la cuadra. Aunque no esté reglado, el espacio temporal también es muy nítido en relatos como “Navidad” (esa jornada, tan rutinaria como otras en la vida de una chica que atiende una veterinaria), “El tratamiento” (visita de chica al depto de su amante, ya incómoda con la relación polvorienta) y “La casa de la playa” (una semana de vacaciones de padre con dos chicas, una de ellas de entrada en la adolescencia). El escenario urbano contemporáneo en que radican estos textos (con alguna escapada al campo o a la playa) se delira a lo onírico o a lo fantasioso, mundos deformes, en los tres penúltimos relatos (17 en total): en “H”, por ejemplo, hay una niña solitaria que empolla un huevo mientras duerme y lo adopta como mascota, en un ambiente montañoso y nevado afectado por alguna guerra que se llevó a unos hermanos que busca; y en “Ulises”, por citar a otro de éstos, disonantes en el registro que predomina, hay un héroe casi de cómic en tren aventurero, que recorre vertiginoso los tópicos del motociclista rudo en la estación de servicio, del espía que contacta a alguien para recibir una valija con plata, del aventurero que persigue al chorrito punk, del semental, del guerrero que cambia el destino de una civilización y del romántico que vuelve a sus pagos en un camión que huele a bosta para reencontrarse con su mujer, a la que encuentra en medio de un enjambre de zánganos gauchos.
El registro que predomina: una medianía de tono, cierta contención, como si se buscara no tocar, al narrar, las notas más conocidas de la emociones, sus lugares comunes. Un tono parejo para contar de los tres huevos en fila en la heladera, de las llaves que se acumulan en la mesa de luz como fetiches o del transcurrir de un domingo “con un cuchillo clavado en el estómago” tras una noche de sábado áspera. Late, en aquellas enumeraciones y en las miradas sobre objetos, sucesión de hechos del cotidiano e incluso sobre terceros (“Fantasmas”, los vecinos del edificio, “China”, la persona que va a limpiar), una tan sutil como desesperante soledad en la que el sexo, cuando aparece –suele aparecer–, no alcanza o decepciona. Se lee en “Días de fiebre”: “En el libro sobre Duchamp hay uno de los ready-mades que él le regala a su hermana que se llama Infelicidad: un libro de geometrías para colgar en el balcón la noche de bodas. Pienso que es una obra perfecta y lloro un poco, cubriendo de mocos y babas la funda de la almohada”.
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