Domingo, 7 de agosto de 2011 | Hoy
De Lost a Dr. House, de Los Soprano a Mad Men, el salto de calidad que supusieron algunas series ha engendrado libros en los que las teorías de la comunicación suelen mezclarse con las del fan liso y llano en busca de la misma verdad: qué esconde esta nueva forma de narración para atrapar a millones.
Por Natali Schejtman
Ya conocemos la cantidad de disquisiciones filosóficas irradiadas por Lost, la serie que cosechó tantos seguidores como interpretaciones gracias a su planteo decimonónico, sus encrucijadas de tiempo-espacio y una prodigiosidad narrativa que la hizo tremendamente adictiva. Además de Lost. La filosofía y La filosofía de Lost, Lostología contó con autores argentinos y españoles para descular el fenómeno de la serie y su aura transmediática. Pero no se trata solamente de diseccionar Lost. Los libros sobre series y programas de televisión participan de un fenómeno que encuentra entre sus lectores a gente ávida de polemizar con los autores, ratificar sus ideas y fanatismos o encontrar explicaciones de tramas que no cierran, aunque su última temporada haya terminado hace años, cosa que además, en la era del consumo diferido, se ha vuelto más bien irrelevante. Muchas series ya tienen sus libros, capítulos, enciclopedias o guías adyacentes: Buffy, la Cazavampiros, The Wire, Mad Men, Los Soprano, CSI, entre tantísimos otros. En Argentina, ya circulan uno cuantos libros dedicados a la televisión e incluso El cine y los géneros. Conceptos mutantes, editado por el Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires, les dedica en una primera parte artículos a Buffy, a Community y a The Wire.
La filosofía de House: Todos mienten es un libro de divulgación de filosofía y fácil digestión que utiliza como disparador un programa de ficción masivo: el inefable Dr. House, el personaje-obra de Hugh Laurie que podría condensar en su comportamiento tanto la Crítica de la razón cínica, de Peter Sloterdijk, como los experimentos de aislamiento y desobediencia de un Thoreau. El House anti fe, el empírico, el utilitarista o el sartreano, son abordados por Jennifer McMahon, que estudia cómo “el otro”, para House, se corresponde con aquel definido en El ser y la nada como la amenaza a nuestra libertad y como relación conflictiva. Mientras el otro nos convierte en un objeto, también nos genera una dependencia, cosa que en House, dice la autora, se evidencia por medio de la medicina. En tanto, David Goldblatt intenta descular cuánto hay en el doctor rengo de ese Superhombre nietzscheano. En esta compilación hay varios autores que se meten con dilemas que le surgen a cualquier televidente de la serie: ¿House es bueno o malo? ¿Es moral o inmoral? Mientras que salva vidas imposibles gracias a su inteligencia fría y cool, es capaz de querer convencer a un paciente enfermo terminal y a días de morirse de que no hay absolutamente nada después de esta perra vida y que su creencia aferrada es un invento.
Y hay algo más. Henry Jacoby, uno de los compiladores, lo dice como presentación: “Adoro a House”. Y ésa es la línea común a otros libros sobre series. Por lo general, son escritores-fanáticos los que intentan construir algunas hipótesis alrededor de su atracción, y no temen inmiscuir frases megalómanas del estilo “la mejor temporada de la historia de la televisión”, como dice Jorge Carrión, otro estudioso de la tevé, cuando se refiere a la cuarta temporada de Mad Men en su libro Teleshakespeare, editado en España y recién distribuido en Argentina.
No por nada, en su introducción, cita a Henry Jenkins, el teórico de la convergencia, el que habla de cómo los discursos nos llegan por plataformas diversas (televisión, redes sociales, etcétera) y que se define a sí mismo como un Aca-Fan (académico y fanático). Precisamente, Jenkins hace tiempo estudió a las comunidades de fanáticos como embriones de la inteligencia/influencia colectiva y multimedia. Las series, ahora, son un producto decididamente en red más que un programa de televisión, y se salen desde un inicio de su soporte para llegar a YouTube, blogs o Twitter, donde sus fans convertidos en una comunidad les recrean una nueva vida por medio de sus interpretaciones, opiniones y enojos, que a la vez pueden afectar futuras decisiones de guionistas.
En Teleshakespeare, Carrión cruza series y las analiza desde la perspectiva de teorías literarias y de la comunicación, pero lo hace con el coloquialismo de quien gastó mucho tiempo discutiendo en mesas apasionadas sobre posfeminismo y Californication (la serie que gira en torno de Hank Moody, un escritor libidinoso en busca de inspiración), sobre el verdadero trasfondo de las Amas de casa desesperadas o Six Feet Under, la serie sobre la muerte y la vida, así de simple. Carrión entiende por un lado que el espectador se relaciona con estas ficciones televisivas de un modo adictivo (“Nuestra relación con los personajes de ficción ha cambiado para siempre. Cada año que pasa se bate el record de teleadicción. El nuevo estupefaciente se llama personaje”). Por otro, va encontrando puntas para pensar la TV en general y en particular: encuentra en Dexter, la serie sobre un psicópata que de día es policía y de noche asesino serial de asesinos, protagonizada por el gran Michael Hall, una idea de dualidad tan perfecta que logra desdoblarnos; destaca que Mad Men es una ficción sobre la cultura de los ’60 que no era la contracultura –publicistas, millonarios, gente bien– ante quienes los otros quedaban relegados; deconstruye a Tony Soprano como un héroe trágico; a la buena esposa de Alicia Florrick (The Good Wife) como una mujer de político engañada que expone lo implícito y lo explícito de los ámbitos doméstico y laboral; atiende a las series de trama política que no sólo prefiguran desde la ficción posibles realidades (como un presidente negro o una presidenta mujer), sino que cumplen un rol de acostumbrar al público a esas opciones.
Carrión coincide con uno de los estudiosos más importantes de la comunicación, Raymond Williams, cuando dice que el antecedente de las series de televisión es la novela por entregas. Justamente este año se editó Televisión. Tecnología y forma cultural, de Williams. Escrito a mitad de los ’70, es curioso observar cómo su análisis sobre el origen y desarrollo de la televisión puede ser trasladable a toda nueva tecnología de la comunicación. De hecho, menciona que la TV combinó en su nacimiento formas preexistentes, entre ellas, las obras dramáticas. Hacia 1950 la televisión empezaba a reemplazar al cine como espacio para los contenidos dramáticos. Los nuevos dramaturgos británicos escribían para la tele antes que para teatro y el público que consumía ficción crecía a niveles nunca experimentados. De la ficción teatral en radio a la televisión, Williams estudia al detalle qué hubo de nuevo y qué de viejo cuando el lenguaje audiovisual se hizo doméstico y cotidiano.
Décadas después, las ficciones televisivas atraen a millones de personas en el mundo y muchos, incluyendo ensayistas, fanáticos y editores, siguen queriendo saber por qué.
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