Domingo, 14 de agosto de 2011 | Hoy
El brasileño Bernardo Carvalho eligió investigar la vida y el suicidio del antropólogo norteamericano Buell Quain para plasmar una novela que mezcla memoria e imaginación en un viaje profundo a los pueblos indígenas de Brasil.
Por Omar Ramos
Uno de los placeres que proporciona la novela es la fascinación de inventar un mundo en el que el escritor se parece a una divinidad que construye a su antojo otra realidad. “Es una combinación de memoria e imaginación”, dice al respecto el brasileño Bernardo Carvalho, periodista, escritor y traductor, autor de Nueve Noches, un texto basado en hechos, experiencias y personas reales. También podríamos señalar que la novela es erigir un universo privado, donde el novelista puede habitar otras vidas. Es el caso del narrador de Nueve Noches, quien investiga, en 2001, obsesivamente, la vida y el suicidio ocurrido el 2 de agosto de 1939, del antropólogo norteamericano Buell Quain, como si se tratara de su propia existencia, como si necesitara saber todo del otro para ser.
El narrador averigua que Quain se instaló en el interior del Brasil, en un pueblo indígena, los Kraho, y trata de imbuirse en esa cultura no sin rechazo. Concluye que los indígenas no quieren ser olvidados y pretenden que uno forme parte de la familia. Pero tanto Quain como el narrador que investiga, tratan de entender un mundo que le es ajeno por completo. Los indios le pedían dinero y objetos inéditos que llevaba Quain, quien siente que pasa de niño a un padre que abandona. Los define como “los huérfanos de la civilización”. ¿El antropólogo habrá experimentado lo mismo?, se pregunta el narrador.
Quain se da cuenta de que existía un tratamiento oficial que conducía a los indígenas a la pauperización, que erróneamente se los cubría de regalos y se los trataba de ayudar atrayéndolos a nuestra civilización. El investigador descubre que los dueños de las “fazendas” asesinaban a los indios e incluso que fusilaron a mujeres con niños en brazos en agosto de 1940.
La primera parte de la novela tiene el registro de una crónica extensa en datos sobre la vida de Quain, su padre, madre, hermanos, sus investigaciones y estudios sobre distintas tribus indígenas, entre ellas los Vanua Levu, de Fidji.
La historia parte del artículo de un diario acerca de la muerte de Buell Quain. Poco a poco va descubriendo a través de testigos y de su viaje a la tribu de los Kraho en Brasil, en el 2001, que el antropólogo se estaba muriendo de una enfermedad contagiosa, pero también se percata que nadie quedó demasiado afectado por esa muerte, ni siquiera sus colegas de Columbia, eso es porque el norteamericano es muy individualista, dice, y también descubre que Quain era rico y ocultaba esta condición. El antropólogo le confiesa a un amigo que ya no tiene nada más que ver en el mundo, que ya lo vio todo. El investigador encuentra testigos que le informan que el antropólogo se ahorcó en las ramas de un árbol porque su mujer lo habría traicionado con su cuñado.
La subtrama de la novela se explaya en la cultura indígena a partir de comprobar que la aldea constituía una sola familia. Igualmente interesante es la relación con el incesto, sus juegos festivos, sus creencias mitológicas, sus vínculos sexuales y afectivos, las costumbres ancestrales. La violencia física estaba prohibida en la aldea sobre todo contra los chicos. Pero en el pasaje a la edad adulta eran desollados de cuerpo entero con una pata afilada de tatú. Se trataba de una prueba de coraje, una recompensa honrosa para quienes la soportaban. La tribu de los Trumai realizaba abortos y mataban recién nacidos, como si estuvieran cometiendo un suicidio colectivo, un proceso de autodestrucción. Veían en la muerte, como más tarde lo vio el antropólogo Quain, una salida y una liberación a sus temores y sufrimientos.
En su viaje contemporáneo a la tribu, el narrador es sometido a los rituales, casi todos de connotación sexual, con pavor y sufrimiento. Le cortan el cabello, lo someten a tatuajes y danzan alrededor de una hoguera y hasta le arrancan los pelos de las cejas. Es como si trocaran su identidad convirtiéndolo a través de este bautismo pagano.
Las reflexiones de Levi Strauss, quien compartió con Quain una pensión en ocasión en que preparaban las respectivas expediciones, enriquecen el texto, como la afirmación de que no sólo las pequeñas culturas que vio en Brasil están amenazadas por la extinción, sino también la propia.
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