Domingo, 14 de agosto de 2011 | Hoy
Durante siete años, Elif Batuman se dedicó a cursar un doctorado sobre literatura rusa en la universidad de Stanford. Pero al final del camino, esta chica de Nueva Jersey de ascendencia turca se encontró con un montón de papers rechazados por su heterodoxia. Un agente literario la convenció primero de convertirlos en crónicas y después de mezclarlos con sus fallidos intentos de novelas. Así nació Los poseídos, una novela sobre el amor a la literatura en los pasillos burocráticos de la vida académica, que se convirtió en la sensación de la temporada en lengua inglesa.
Por Juan Forn
La gran pregunta de La montaña mágica es por qué acaba pasando siete años en un sanatorio para tuberculosos un hombre que en realidad no está aquejado de tal dolencia. La gran pregunta de este libro vendría a ser: ¿por qué pasa siete años en Stanford haciendo posgrados sobre teoría literaria una joven que no quiere ser académica sino escribir una novela? Elif Batuman es una turca nacida en Nueva Jersey, lo que significa que para los yanquis es turca, para el resto del mundo es yanqui y para ella misma es un enigma. El propósito de Batuman era escribir una novela, después de descubrir una edición pocket en inglés de Anna Karenina durante unas vacaciones en casa de su abuela en Estambul que se pasó echada en un sofá leyendo y llorando. Batuman eligió estudiar Letras como quien calienta los motores antes de abocarse a una magna tarea, pero al graduarse y recibir una invitación de esas colonias para escritores noveles tipo Yaddo, descubrió que no soportaba ni lo que escribía ni los aspirantes a escritores como ella, y prefirió aceptar en cambio una beca de posgrado en Stanford (California), en el área de estudios eslavos, donde al menos podría sumergirse en el análisis de las novelas rusas que adoraba.
Los poseídos es producto del fracaso de Batuman como académica. Su agente literaria tuvo la idea, al leer aquellos papers rechazados por excéntricos en el circuito universitario y reformateados como crónicas literario-periodísticas que revistas como el New Yorker y n+1 le arrancan de las manos y publican encantados. Fue su agente la que sugirió a Batuman juntar los jirones de sus fallidos intentos novelísticos con sus fallidos papers académicos reformulados como crónicas cancheras. Sólo hacía falta un hilo conductor, y de ahí el título: la alusión a los conjurados de Dostoievski, la idea de que aquellos que se asoman a ese agujero negro llamado novelas rusas quedan abducidos para siempre, son “poseídos”.
La idea era buenísima. El prólogo también. El índice no puede ser más atractivo (“Babel en California”, “¿Quién mató a Tolstoi?”, “Verano en Samarkanda”, “La casa de hielo”, “Los poseídos y los idiotas”). El problema de esta chica es que le da un poco de vergüenza que los rusos le gusten así. Ella pertenece a la era de la ironía, viene de los campus donde reinan la esterilidad de la literatura comparada (¿la idea no era que la gracia de la literatura radica en que es incomparable?), el lobby de las becas, el publish or perish de la cultura académica. A más de uno (y me incluyo) le resultará atractivo que se tome en solfa ese mundo; el problema es que esta chica no se anima a tomar en serio la literatura que dice amar. Es tan posmoderna, posglobal, posacadémica, que termina siendo posliteraria: Starbucks de campus.
Por supuesto, Batuman tiene leídos todos los libros que hay que leer (no sólo la gran literatura rusa sino los grandes libros sobre ella escritos por Steiner, Nabokov, Bloom, Edmund Wilson, Lionel Trilling, Isaiah Berlin –además de Foucault, Deleuze, René Girard–. El problema es lo que hace con eso. Por ejemplo, para poder ir a Yasnaia Poliana, arma un paper sobre el presunto asesinato por envenenamiento de Tolstoi a manos de su esposa o bien de sus acólitos tolstoianos, que peleaban a brazo partido por la herencia. Se ha hablado hasta el hartazgo sobre los últimos días de Tolstoi. Aunque suene un poco tirada de los pelos, la tesis del envenenamiento, es decir, un thriller dentro de un paper y todo eso dentro de una crónica sobre un congreso literario internacional en la misma casa donde vivió Tolstoi, no estaría nada mal. El problema es que Batuman gasta casi todas las páginas de ese capítulo contando cómo trampea en Stanford para conseguir la guita que la lleve a Yasnaia Poliana, y cómo hace para sobrevivir todo el congreso con la misma ropa cuando le pierden la valija en el aeropuerto.
Lo mismo pasa en el capítulo dedicado a Isaak Babel. Los eslavófilos de Stanford organizan un congreso y logran la visita a California de Nathalie (la hija francesa de Babel y albacea en Occidente de su obra) y de Antonina Pirozhkova (segunda esposa de Babel y albacea rusa de su obra). Quienes hayan leído los prólogos de Nathalie y el libro de la Pirozhkova sobre Babel se mosquearán un poco con el retrato que hace Batuman de ellas: dos viejas rusas malhumoradas, provincianas a morir, que no saben moverse ni en un aeropuerto ni en un foro ni en un banquete de campus, y ya no tienen nada más que decir sobre Babel.
Unos capítulos más tarde, Batuman va a Florencia a escribir sobre Dante (otra de sus becas obtenidas con desparpajo y malas artes) pero un día caminando por la calle ve la casa donde Dostoievski escribió El idiota (hay una placa) y se deja llevar por esa obsesión: abandona a Dante, pero no se pone a escribir sobre El idiota sino sobre Los poseídos (¿entonces para qué Florencia?, no importa) y en particular sobre Stavroguin, el hipnótico personaje central de esa novela. Pero no sobre lo que dice Dostoievski de él sino sobre lo que enseñó René Girard en un seminario en Stanford (su teoría del deseo mimético a partir de esa novela de Dostoievski). Aunque en realidad lo que más le impresionó a Batuman de aquel seminario fue un yugoslavo llamado Matej, que era un Stavroguin: todas y todos se prendaron de él, querían agradarle en todo momento, se dejaban maltratar por él como en una sitcom.
Uno entiende el costado gracioso de la situación: el after-todo, la parodia como última herramienta literaria posible. La propia Batuman revela su juego cuando dice (en un libro consagrado a Tolstoi, Dostoievski, Chejov, Babel, Pushkin et al) que sus novelas favoritas son Pálido fuego y Pnin. La confesión es más que significativa: tanto la una como la otra son novelas exquisitamente irónicas sobre la academia y el mundo de campus. Pero están en los antípodas de la novela rusa –y no sólo por estar escritas en inglés–. Es imposible entrar en una novela rusa con ironía (ésa es precisamente la gracia que tienen los rusos: que nos ganan siempre, no importa el cinismo con que entremos a leerlos). El propio Nabokov, cuando dicta sus Lecciones sobre Literatura Rusa, deja fuera del aula su célebre ironía (incluso cuando habla de Dostoievski, su desdeñado por antonomasia). De hecho, cuando Nabokov quiso escribir un libro impregnado de espíritu ruso, por así decirlo, escribió Habla, memoria, un texto que está en los antípodas estéticos y estilísticos de Pnin y Pálido fuego: una elegía, no una parodia.
Un primer libro se juzga por la promisoriedad de su autor. Y es más que promisorio que un joven autor o autora se proponga hacer un Habla, memoria sobre sus escritores rusos favoritos. Todo lector apasionado y voraz de los rusos sueña con leer alguna vez un libro así. Algo que explique o al menos retrate ese inigualable, hipnótico efecto que tiene la literatura rusa: el de convertirnos instantáneamente en rusos cuando la leemos –entendiendo “ruso” como sinónimo de intensidad vital–. Con las lecturas que tiene Batuman, y su cabeza, y su pluma (e incluso con su excentricidad: en un momento del libro, un colega, judío de Brooklyn esmirriado y con anteojos, le dice que una turca alta, tetona y sobreadaptada a lo yanqui como ella jamás podrá entender a Babel), podría perfectamente haberse arriesgado a escribir el libro que promete en el prólogo. En cambio termina dándonos algo que ya viene con la fecha de vencimiento puesta, precisamente por el afán de tunearlo para que suene hip según el canon de esta temporada: un poco de autobiografía (“Yo también amé a un Stavroguin alguna vez”), un poco de crónica de viaje (“En Yasnaia Poliana no hay gatos. Tampoco hay Starbucks”) y un poco de teoría literaria dura (“El comportamiento de Matej con todos nosotros era el de un mediador girardiano: un narcisista con voluntad de hierro que industrializa ascetismo por el bien de su deseo”).
En suma, Los poseídos de Batuman tiene lo que hay que tener (el ruido blanco del after-todo, el placebo de la chic-lit enmascarado de histeria intelectual) para hacer roncha en Palermo y alrededores de Puán. Será un virus leve, aunque quizá logre que algún moderno le hinque el diente a una novela rusa y así se propague esa vieja y potente toxina llamada angst, pathos o, simplemente, literatura de la buena.
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