Claude Lanzmann es un nombre ineludible a la hora de hablar de la filosofía y la literatura francesas, del relato de la Segunda Guerra a partir de la imprescindible Shoah, de Sartre y Simone de Beauvoir. Su biografía, contada como un largo relato oral, es una obra mayor propia de una vida impar.
› Por Fernando Bogado
Es muy difícil afirmar que una vida puede resumirse en un hecho o una escena, tal como le encantaba pensar el destino a Borges. Mal que le pese, también, a Jean Daniel, director del Noveul Observateur en 1985, en el exacto momento de la primera proyección íntegra de Shoah, quien le dedicó a su director, Claude Lanzmann, una frase casi borgeana: “Esto justifica una vida”. La reciente autobiografía de Lanzmann, La liebre de la Patagonia, abre precisamente esa idea y demuestra, indefectiblemente, las muchas capas que cualquier vida puede llegar a tener, o mejor, las muchas vidas que por esa existencia particular pasan, la atraviesan y la comunican.
En el caso de Lanzmann: sus días como parte de la Resistencia francesa durante los años de ocupación nazi, bajo la guía del PCF con el que rompe rápidamente, su relación con sus padres, divorciados durante su más temprana niñez y el vínculo que establece individualmente con ellos a lo largo del tiempo: con su padre, desde la misma Resistencia a la que tanto hijo como progenitor pertenecían; con su madre, con la que se reencuentra en los duros tiempos de la Francia de Vichy para luego establecer una relación que va de la mano de su introducción en el mundo de la filosofía y la literatura. Y de allí pasamos por su amistad con Gilles Deleuze o con Jean Cau, quien establecerá el primer vínculo con el mismísimo Sartre.
El nombre de Sartre no sólo es una importante mención en cuanto a la trascendencia que tuvo en Lanzmann la temprana lectura de Reflexiones sobre la cuestión judía, libro en donde encontraría una perfecta descripción de su relación con la tradición judía y su confeso ateísmo, sino también habla de su transformación en colaborador de Les Tempes Modernes y –si es que vale tal nombre– en amante de Simone de Beauvoir. Las menciones a las noches que pasaron juntos, al tipo de relación abierta que ella mantenía con él y con el propio Jean Paul, basada en la honestidad total y en la organización de la semana en los días que el Castor destinaba a uno, al otro o a los dos, se convierten en pasajes narrados de manera cautivadora, sin idealizaciones. La lista de mujeres que compartieron noches y lecho con Lanzmann es más bien la descripción de la terrible pasión que cada una de ellas despertó en su vida.
Con una prosa novelesca, seductora, Lanzmann pasa de un año a otro de su vida, de un hecho al otro, motivado por la fuerza del propio recuerdo y la asociación que se produce, respetando un ritmo cercano a la oralidad y que transmite muy bien el hecho de que dictó su historia a dos diferentes colaboradoras, para decirlo rápidamente, la contó. En esa línea, la mención de un viaje a la Patagonia y el cruce con una liebre en el camino lo conecta rápidamente a un cuento de Silvina Ocampo, “La liebre dorada”, y de allí a las liebres que recorrían los campos de exterminio sin sentirse intimidadas por los terribles sucesos que sucedían en lugares como Birkenau y Treblinka.
Contar la historia es, después de todo, la misma intención que subyace en Shoah, film fundamental en donde, en su duración de 9 horas, no hay imágenes de archivo referidas al extermino judío por parte de los nazis, sino historias contadas por los protagonistas de los hechos, por un Sonderkommando tanto como por un oficial alemán. No hay documental, sino historia encarnada. Los doce años de trabajo que demandó el film y que regresan una y otra vez en el texto hablan precisamente de una atención artística por lo realizado: cada descubrimiento, cada viaje a los lugares de los hechos (Polonia, por sobre todo), renueva la necesidad de que la propia película determine el tiempo de su duración, el esfuerzo que requerirá llevarla a cabo.
Lanzmann es un nombre ineludible a la hora de enfrentarse a sucesos como la guerra de Argelia, la Francia de Sartre y Les Tempes Modernes, el debate en torno de la política de Israel y, claro está, de la posibilidad de enfrentarnos a eso difícil de nombrar que es la Shoah, nombre que el director legó a la humanidad gracias a su película. Hay una conclusión definitiva luego de la cautivante lectura de esta autobiografía que va en consonancia con el film, con su intento por mostrar lo inhumano en lo humano mismo: la historia no es ese gran relato de abstracciones, documentos, fotografías, imágenes o conclusiones teóricas destinadas a una pedagogía que, a veces, tiende a lo banal o a la simplificación de todo en un solo suceso. La historia sigue, seguirá siendo hecha por los hombres y por lo que ellos puedan contar de sus vidas. La historia tiene carne, y eso es su verdadero punto fuerte frente a cualquier aprendizaje. Estrictamente: la historia sangra.
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