A pesar del exotismo invocado en su título, estas historias de hombres y mujeres comunes se vuelven extraordinarias por la mirada que cae sobre ellos.
› Por Alicia Plante
Los seres que pueblan estos relatos de Reina Roffé no son aves ni son exóticas: son hombres y sobre todo mujeres de cada día, están a la mano, a la vuelta de cada esquina. No son sus temperamentos los que los distinguen y los vuelven entrañables: es la mirada de la autora, esa forma lúcida, sencilla y a la vez densa de sugerir lo obvio sin nombrarlo, de dejar latiendo sin consuelo la búsqueda de cobijo, que mantiene intacto su vacío, sea en la madre, el hogar o la propia tierra. Porque Reina Roffé enciende en cada historia un cirio que queda ardiendo en nuestra memoria.
“Convertir el desierto”: “No era cobardía sino destiempo”, concluye la víctima. Hay razones que explicarían cómo incluso el rencor se destempla y pierde vigor, prioridad, cómo el alivio buscado para el dolor de odiar se transforma y las imágenes de la venganza consumada pierden alegría. Por esas razones sin piel ella elegirá “reservar el coraje” para un esfuerzo menos opaco, menos oscuro.
“Aves exóticas”: ¿Fue o no fue dado el salto al vacío? La familiaridad del yugo, el poder infinito de lo malo conocido, dónde está mi vida, qué me espera fuera, cómo soportar, cómo hacer. Descansar en el descanso y elegir el desamor. Eso es todo y todo sea por la paz de predecir al menos lo malo.
“La noche en blanco”: Esterilizada por el dolor de la guerra, la vieja se había refugiado tras el humo de sus cigarrillos y los vapores del alcohol, a salvo en su mísero caos. Pero las emociones usan la sorpresa para filtrarse en su corazón como la luz del amanecer a través de una persiana mal cerrada: la niña está sola, seguro que su madre (la vecina retirada de su casa por oscuros hombres de particular) no volverá. La mira resistir el sueño en el sofá, la mira, Mitterrand, él sí, viejo amigo, de vuelta en París.
“Línea de flotación”: Asombrosas consecuencias de convivir con un padre intempestivo y brutal: Teresa, una niña destinada a encontrar las claves de la música universal en todas partes, se dará por aludida ante el monólogo violento que el forastero enarbola contra los jóvenes, contra ella, claro. Su reacción será explosiva e ineficaz pero le aliviará el pulso. Y la vida pasa de largo porque ella, mientras, está impedida de soledad.
“El Rufián Melancólico”: De alguna manera, un delicado antecedente de relatos sobre trata, sin sangre, sin sexo, sin violación del cuerpo; sólo ingenuidad, dolor, desesperación. Silvia no imagina el precio de su incauta tontería en una circunstancia quizá resumible en fórmulas del tipo “no hables con extraños”, porque lo solapado aquí no es la hipocresía, la vileza del rufián sino la belleza del texto.
“La madre de Mary Shelley”: Paralizada de un amor indecible, impotente de largo abandono, absorta ante la madre enorme, indiferente, críptica, mastica preguntas que no puede preguntarle, hincada, dolida, enojada frente a la dueña del sentido, de secretos que también le corresponden, la que oculta en la profundidad del puño la última verdad, la del origen de las cosas: ¿fue cierto alguna vez el amor por ella en su pecho?
Este último regalo de Reina Roffé nos envuelve también, como otros textos suyos, y nos invita a descifrar sus claves, a interpretar el hilo que recorre los relatos, tarea que asumimos casi inevitablemente ante una prolífica, trascendente autora reencontrada.
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