Jake Arnott continúa la serie de novelas de mafiosos glamorosos. En esta nueva entrega, las raves, drogas sintéticas y burbujas inmobiliarias de los años ’90 que, ahora, justamente, están estallando, hacen de decorado para la violencia noir.
› Por Fernando Krapp
Harry Starks está de regreso. Después de que el ex actor, cuidador de morgue, agitador social entre mineros, y tantas otras profesiones más, a las que finalmente sumó la de escritor de policiales, Jake Arnott, presentara a su personaje fetiche, Harry Starks, un mafioso homosexual y glamoroso (suerte de hermano perdido de los gemelos Kray; famosos en la década del ’60 y entrevistados en televisión) en su novela coral-policial Delitos a largo plazo, y fuera nuevamente traído a colación en Canciones de sangre, ahora, Harry Starks reaparece muerto vivo en un velorio ilusorio de Crímenes de película y tendrá que pagar los platos rotos con la hija de un viejo colega que ya no está.
Para quienes lo conocimos hace poco, es algo ya sabido: Jake Arnott, a pesar de su ascendencia british, no juega a la novela policial lógica, o de guante blanco, como la llaman algunos teóricos. Arnott coquetea con la novela negra norteamericana, sin caer en el estilo hard-boiled clásico, sino que fuerza su lenguaje hacia el argot inglés de los bajos fondos londinenses: el cockney. Y por otro lado, lo que Crímenes de película tiene de negro es más que nada el adjetivo en su forma francesa: noir. Las tres novelas de Arnott publicadas en español hasta la fecha, en la colección Roja & Negra, que dirige Rodrigo Fresán, tienen una deuda financiada con la novela francesa del siglo XIX, más estrictamente con La Comedia Humana de Balzac. Esto es: si en Delitos a largo plazo Arnott se ocupaba de los sesenta con sus trajes de tweed, sombreros, y el auge de las ametralladoras Uzi, y Canciones de sangre se metía de prepo en la Inglaterra punk de los ochenta pre Margaret Thatcher, Crímenes de película abraza las drogas sintéticas, las fiestas rave y las especulaciones inmobiliarias que caracterizaron los noventa.
La prensa de policiales ya no informa sobre crímenes sino que los crímenes son noticia de farándula y sus hacedores verdaderas estrellas que anhelan cartel. La violencia no es tabú (¿cuándo lo fue?) sino caldo de cultivo para la creación de entretenimiento massmediático; y así es como se gana la vida Tony Meehan, quien trata de contener su instinto mafioso escribiendo sobre otros mafiosos para una editorial que vive de “historias de mafiosos reales”. Jake Arnott levanta la arquitectura de su novela como si fuera una miniserie compuesta de distintos capítulos; vuelve a retomar la fórmula de su primera novela, y las historias se entrecruzan entre sí: Julie McClusky indaga en su pasado para saber qué fue lo que pasó con su padre, mientras su novio Jez, un joven de clase media alta que quiere escribir un guión de cine, mete sus narices en el tráfico de drogas. Por otro lado, Gaz acaba de salir de la cárcel otra vez, y mientras vemos su devenir dentro de la mafia inglesa aliada a un grupo de skinheads que aman el ska e idolatran la banda en donde canta un negro, y vemos, también, la forma que tomó esa autopista llamada “tráfico de drogas”, intenta vender su historia, hasta que en una gran fiesta muere una chica intoxicada, y la cosa, obviamente, se complica.
Entre toda esta maraña de personajes e historias cruzadas, reaparece una vez más Harry Starks para aclarar un poco los tantos, y cerrar finalmente la trilogía que catapultó a su autor a la fama, bajo la premisa de que no existe tal cosa como un fuera de la ley, que la mafia es una servicio de oficinas funcionando como una empresa a toda máquina, y que bajo el sistema capitalista imperante, la rehabilitación es poco probable porque de por sí es excluyente en su profesionalización del trabajo; salvo que se abra un servicio de jubilación sin aportes previos para aquellos que ejercieron el oficio de mafioso durante tanto tiempo, o bien, que se conviertan en estrellas de cine.
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