Domingo, 11 de septiembre de 2011 | Hoy
Updike, Amis, Carol Oates, Stephen King, DeLillo, Auster, Franzen, Rushdie, Schlink, McEwan, Lorrie Moore, Jonathan Lethem: en la última década casi no hubo celebridad literaria que no abordara el mundo post 11 de septiembre de 2001. La caída de las Torres Gemelas, la amenaza de un terrorismo capaz de provocar un daño mayúsculo con mínimos recursos, la paranoia, el miedo y la mente de un nuevo adversario fueron las nuevas obsesiones de una narrativa que volvió a enfrentar los problemas de la historia como no lo hacía desde la Guerra Fría. Hoy se cumplen diez años de aquel día y Radar traza ese nuevo mapa literario recordando sus principales hitos novelísticos.
Por Rodrigo Fresán
Cuando en 2006 el escritor Jay McInerney presentó su novela The Good Life tuvo que soportar, copa en mano, el asedio del siempre belicoso Norman Mailer, quien le reprochó el no haber esperado diez años antes de meterse con ese tema. Según Mailer –que no llegó a cumplir el plazo de prohibición– toda tragedia de no-ficción necesitaba, como mínimo, de una década para madurar y asumirse como ficción. McInerney, claro, no había esperado para presentar su versión del asunto envuelto en un romance entre millonario y plebeya de perfume casi fitzgeraldiano.
Pero no fue el único. Ni el más adelantado.
Uno de los grandes nombres en asumir el desafío fue John Updike. Primero con el magnífico relato del 2002 –“Varieties of Religious Experience”, del 2002, recopilado en el póstumo My Father’s Tears (2009) y, en su momento, rechazado por The New Yorker por considerarlo demasiado risqué– y después con la magnífica novela Terrorista (2006). Uno y otra se ocupaban –lateral y directamente– del mismo tema: cómo se forma o deforma un apocalíptico fundamentalista y el modo en que las petrificadas víctimas reaccionaban al horror de sus acciones. Paradójicamente, The New Yorker no tuvo problema alguno, casi tres años después del veto a Updike, en aceptar “Los últimos días de Mohamed Hatta”, cuento de Martin Amis –incluido en El segundo avión (2008)– como parte de una edición especial sobre viajes y turismo. Amis ya había rozado el espanto –mirando desde la otra orilla– en cuestión en su Perro callejero (2003) al igual que su colega y amigo Ian McEwan en Sábado (2006).
Ahora, mirando atrás, con talento u oportunismo, casi no hay novela neoyorquina donde no se pase junto al agujero negro de la Zona Cero. Y son varias, entre muchas, las nobles ficciones que se han nutrido de su materia oscura. Inmensas formas breves, como las detonadas por Deborah Eisenberg (“El crepúsculo de los súper-héroes”, con sus protagonistas adictos al cómic y a la onomatopeya CRASH!BOOM!BANG!), Patrick McGrath (“Zona Cero”, diagnosticando las patologías del sobreviviente), Rick Moody (la post-paranoica “The Albertine Notes”), Stephen King (la fantasmagoría redentora de “Las cosas que dejaron atrás”), o “The Mutants” de Joyce Carol Oates (con una mujer atrapada en su piso).
La efemérides, entonces, como eficaz telón de fondo para tramas en las que no hay peor/ mejor día y lugar mejor/peor donde y cuando hacer desaparecer a un personaje. En Mundo espejo de William Gibson (2003), Brooklyn Follies de Paul Auster (2005), El tercer hermano de Nick McDonnell (2005), The Good Priest’s Son de Reynolds Price (2005), The Writing on the Wall de Lynne Sharon Schwartz (2005), The Zero de Jess Walter (2006), Los hijos del emperador de Claire Messud (2006), Chronic City de Jonathan Lethem (2009), Netherland de Joseph O’Neill (2009), Al pie de la escalera de Lorrie Moore (2009), Que el vasto mundo siga girando de Colum McCann (2009), Libertad de Jonathan Franzen (2010), o An Object of Beauty de Steve Martin (2010), la caída de las torres funciona como suerte de deus ex machina arquitectónico, entropía utópica, línea de largada o destino a alcanzar. Pre o Post –disipado el fuego, el estruendo, las nubes de polvo, los gritos y la resaca de lo histórico y lo histérico– todo ha cambiado, ya nada volverá a ser igual. Y hay espacio para todos los humores: el luminoso y epifánico y casi mágico realista de la un tanto desagradable Tan fuerte, tan cerca de Jonathan Safran Foer (2005) y el negrísimo y bestial de la arriesgadísima y desopilante Un trastorno propio de este país de Ken Kalfus (2006). Allí, un matrimonio en guerra contra el terror del fin del amor suspira feliz en privado (y se lamenta en público) por la hipotética y tan deseada muerte del otro, en un rascacielos doble o en uno de esos aviones, o en donde sea.
Pero si hay que elegir al patriarca de la cuestión –al hombre que supo lo que se venía diez años antes de aquel día monstruoso– ese alguien es, sin duda, Don DeLillo. Paradójicamente, DeLillo fue uno de los últimos en subirse al carro con su un tanto fallida El hombre del salto (2007). El motivo, tal vez, sea la fatiga de materiales de quien lo supo antes que ninguno. En ese libro, DeLillo nos hace oír la siguiente conversación: “¿Qué sucederá después de esto?”, pregunta alguien. “Nada sucederá después. No hay después. Esto fue el después. Hace ocho años pusieron una bomba en una de las torres. Nadie dijo entonces qué sucedería después. Esto es el después. El momento para tener miedo es cuando ya no hay razón para tener miedo. Ahora ya es demasiado tarde.”
Una década antes del después, en Mao II (1991), cuando aún había tiempo para sentir terror y no terrorismo, DeLillo ya había propuesto la figura del asesino de masas ideológico como sustituto de la figura de los narradores, funcionando como explosivo motor de movimiento constante a la hora de generar ficciones. Y en la portada de la edición original de Submundo (1997), su magnum opus, nos enviaba la postal turbia de un World Trade Center envuelto en niebla y una última palabra en su última página: “Paz”. Algo así como el avance subliminal de aquella película que todos vimos en directo –por ventana o por pantalla– aquella radiante mañana del 11 de septiembre, casi diez años antes de que el cuerpo de Osama Bin Laden descendiese a las profundidades del mar, y todo cambiara para siempre.
Esa mañana en que John Updike escribió un breve despacho para la sección “The Talk of the Town” de The New Yorker que abría con un “De pronto convocados a ser testigos de algo inmenso y terrible, continuamos luchando para no reducirlo a nuestra propia pequeñez” y cerraba con “Al día siguiente, regresé al mirador desde el que contemplamos la terrible desaparición de las torres. El sol brillaba en las fachadas de los edificios con vistas al este. Unos pocos botes se movían cautelosamente por el río. Las ruinas continuaban humeando, pero Manhattan era una gloria. El día se nos ofrecía a sí mismo como si nada hubiese ocurrido”.
Pero algo ocurrió.
Y, esté donde esté, Norman Mailer comienza hoy mismo a escribir algo que, para él, no puede sino ser lo más grande que jamás se escribirá sobre este día marcado en rojo en los calendarios de la memoria planetaria.
Y la Historia continúa. Y las historias también.
Guerra.
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