Domingo, 11 de septiembre de 2011 | Hoy
A pesar de sus afanes por no dejar huellas en la literatura, Robert Walser sigue siendo objeto de reediciones y lecturas. Con Historias es el turno de unos textos primerizos donde se insinúan su gusto por la extrañeza, los detalles y los hilos narrativos que no conducen a ninguna parte.
Por Fernando Krapp
Bajo el sencillo título de Historias sale a la luz uno de los primeros libros de cuentos de Robert Walser, y se vuelve a desoír (como una suerte de compañía de Max Brod) el legado literario que el escritor de los sirvientes supo detonar en delay para la posteridad: desaparecer. Aunque, a decir verdad, poco importa el proyecto que la editorial española lleva adelante al reeditar de manera regular la obra del escritor austríaco; tampoco suma mucho la crítica académica que tantos frutos ha obtenido a fuerza de papers, congresos y demás, y menos aún la adaptación cinematográfica que los hermanos Quay hicieron de Jacob Von Hunten. En fin, ya nada importa: Walser sigue desapareciendo. Una y otra vez, se las ingenia para borrar sus huellas del mapa. Una y otra vez, Walser se somete con paciencia al incesante ejercicio de borrar cualquier rastro y dejar huérfanos a sus posibles hijos literarios no legítimos.
Y también, Walser sigue resistiéndose a todo tipo de nomenclaturas. Publicada originalmente en 1914, Historias no proporciona al lector primerizo un muestrario de la obra del gran escritor austríaco porque no existe tal cosa como “una obra”: Walser hizo de ella una consciente obra en construcción. Todo en Walser tiene un efecto retardado: el humor racional que vibra en la cabeza del lector como una carcajada muda sin poder estallar en la boca, la extrañeza de su percepción, la forma de desacomodar la cotidianidad clavando su lápiz en los detalles. Y ahí, en Historias, está su galería de personajes; una ciudad que alberga muñecos sensibles, actores que entienden poco de su arte, poetas agorafóbicos, pintores sin talento, violinistas desconocidos que tocan como los dioses cuando nadie los oye, actrices que convierten los golpe de gloria en golpes de gracia, en definitiva, esos extrañables (para no decir entrañables) personajes que Walser delinea con una prosa temblorosa y mínima, no minimalista, porque, claro, Walser no encuentra el símbolo épico perdido en los detalles como haría Carver muchos años después; el detalle es el relato, y la sorpresa llega a destiempo, como un eco, un reflujo.
Hay un par de relatos raros en este libro: de carácter épico, sobre guerras medievales, como el caso de “La batalla de Sempach”, donde Walser se debate internamente por la herencia decimonónica de tener que ser un escritor alla Goethe o bien Walter Scott. Pero hace de las suyas: en el medio del fragor de la batalla inocula su virus walseriano al sentenciar que “una gran proeza no anula la penosa sucesión de los días”.
Porque claro, ni los grandes relatos ni la sorpresa son su fuerte. Hablamos de ese tipo de sorpresa que encandila con el brillo de la destreza narrativa. Esa carencia es precisamente su genio; crear historias sobre historias, historias hipotéticas sobre historias hipotéticas. Hay algo raro en ese título: Historias. Hay una suerte de pelea sorda por el significado de este término. ¿Qué es una historia? O mejor, ¿cómo es una historia? ¿Son historias las formas que Walser crea? ¿O apenas percepciones de historias, superficies de vidas que no cierran? Walser no es Poe, eso es claro, pero tampoco es Kafka, por más que se lo compare eternamente. El sistema cuentístico de Kafka es cerrado, el de Walser es una puerta que conduce a una puerta que conduce a una puerta. La imagen del laberinto tampoco sirve para explicar sus cuentos; son más bien calidoscopios que crean imágenes en blanco y negro, abiertas sobre superficies líquidas.
Es bien conocida la afición de Walser por los paseos, y quien no conozca dicha manía, ahí tiene su gran libro de viajes, El paseo, donde se instauran los protocolos del viaje sin mochila y manos en los bolsillos. En Historias se lee ese germen, ese devaneo que crece en el paso lento de quien camina por caminar, sin necesidad de bajar el colesterol o conocer la Muralla China. Porque hay tipos que necesitan dar la vuelta al mundo para entender poco y nada; y otros que con dar una vuelta errática por la plaza entienden demasiado.
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