Si bien disputa el podio de los mejores cuentistas vivos junto a Alice Munro, William Trevor también sabe convertir su pulso para el relato en novelas como Verano y amor, donde tras un manto de tristeza y melancolía laten los anhelos de hombres y mujeres atados a sus raíces.
› Por Rodrigo Fresán
Verano y amor
William Trevor
Salamandra
218 páginas
Es frecuente la discusión acerca de quién es el mejor cuentista vivo. Y, allí, en la cumbre, suelen competir dos candidatos fijos: Alice Munro y William Trevor. Ambos figuran año tras año en las quinielas del Nobel compartiendo, además, un territorio más o menos común, más allá de que la primera ofrezca la versión canadiense del asunto y el segundo, la irlandesa: las largas vidas y las breves muertes en sitios donde según sus habitantes –como se nos advierte al entrar en Verano y amor– “nunca ocurría nada” aunque, un par de líneas más tarde, se matice que “eso de que no ocurría nada era una exageración”. Y el Método Trevor pasa por la constante desactivación de ese tipo de “exageraciones” y sobreentendidos con la delicada violencia y la firme gracia de quien es considerado como maestro de maestros en el arte de la insinuación.
Trevor (Mitchelston, Cork, 1928) es también –y esto suele ser lo que para muchos lo hace superior a Munro, quien sólo firmó una novela construida a base de relatos, Lives of Girls and Women (1971)—un campeón de la novela entendida, eso sí, como una prolongación natural de sus ficciones breves.
De ahí que en la decimocuarta novela, William Trevor insista en ofrecer –como es costumbre en buena parte de la obra de este irlandés nacido en Mitchelson, 1928– la exploración de un lugar común argumental enaltecido por la prosa elegante y la perfecta administración del tempo dramático de un grande entre los grandes, constante nominado al Broker. Verano y amor es –en sí misma– el mejor premio para un escritor. Y, por supuesto, para los lectores. Veamos, entonces: cincuenta años atrás, un extraño llega a un pueblo pequeño e infierno grande donde supuestamente nada ocurre desde hace años –pocas cosas más movilizadoras que la súbita irrupción de un forastero en el paisaje– para que de pronto suceda todo. Entonces, ese supuesto edén en animación suspendida de la Irlanda rural que es Rathmoye comienza a estremecerse ante la sola presencia del recién arribado y veinteañero Florian Kilderry: fotogénico fotógrafo amateur en bicicleta que se detiene en la calle principal a tomar instantáneas de un cortejo fúnebre y, de paso, pedir instrucciones para llegar a un cine en ruinas donde todavía cuelga un póster de película con Norma Shearer. Y es una joven y tímida y hermosa esposa de granjero maduro golpeado por la tragedia, Ellie Dillahan, quien le indica el camino. Y es verano, hace calor, y ya pueden imaginarse lo que sucede. Basta una pequeña chispa para provocar un incendio, mientras el espectro de Anton Chéjov, seguro, sonríe satisfecho desde esas inalcanzables alturas que, sin embargo, Trevor parece rozar con la punta de sus dedos.
Ellie –huérfana educada por monjas benéficas, casi una Madame Bovary campestre, aunque más con los pies en la tierra que la cabeza en las nubes– pronto no puede dejar de pensar en ese amable recién llegado. Mientras que Florian –bohemio acomodado, de ancestros mediterráneos, con aspiraciones artísticas y listo para quemar los puentes que ya nunca volverá a cruzar– descubre en Ellie una inocencia que, piensa, no volverá a encontrar entre las mujeres de las grandes ciudades que le esperan en el futuro, lejos pero tan cerca, tal vez en Escandinavia. Pronto, él y ella se encuentran a escondidas. Y pronto, como corresponde, la gente comienza a hablar. Gente como el demencial Orpen Wren o la hija resentida de Mrs. Connulty, matriarca de aldea, cuyo cadáver abre la historia. Infelices con demasiado tiempo libre a llenar con el inflamable combustible de la envidia por la felicidad ajena. Y no es que no haya buena gente en Rathmoye, pero su gentileza no es suficiente para controlar las llamas que Trevor alienta con el talento de costumbre conduciéndolas a un clímax marca de la casa. Ese inmenso don de Trevor para retratar incluso el espanto y el horror (recuerden, por citar tan sólo un título, El viaje de Felicia) con cadencia de vals lento y armonioso y elegíaco.
Lo de antes: la pericia de Trevor para marcar el paso y el ritmo.
Y es que, en realidad, todas sus novelas se alimentan de su genio para el relato (son imprescindibles sus mega-antologías The Collected Stories, de 1992, y Selected Stories, de 2010, reuniendo la totalidad de sus ficciones breves hasta la fecha) donde, también, consigue densidad novelesca en unas pocas páginas. Melodiosa contención de cámara sin por eso renunciar a lo sinfónico e inconmensurable. Como aquí, allá y en todas partes: eso que un crítico definió con justeza como “esa antigua y trevoriana música de la tristeza”.
Así, de nuevo –con William Trevor y en William Trevor–, la paradoja de otra historia triste a la hora de escribirla, que nos hace tan pero tan felices a la hora de leerla.
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