David Oubiña y un ensayo sobre cine y literatura donde se indagan casos extremos no como anomalías sino como parte de la función normal del arte.
› Por Diego Peller
El silencio y sus bordes
David Oubiña
Fondo de Cultura Económica
392 páginas
David Oubiña es uno de los investigadores y críticos académicos más sólidos y rigurosos de una nueva generación que paulatinamente ha venido a relevar a la de los grandes maestros de la universidad argentina de la primavera democrática. El silencio y sus bordes, libro que en su origen fue la tesis de doctorado de Oubiña, precisamente por la solidez de sus argumentos y el rigor de su construcción, nos enfrenta con un ejemplo logrado de lo que esta modalidad del ejercicio de la crítica puede ofrecer, y al mismo tiempo nos confronta con sus límites. Oubiña analiza un conjunto heterogéneo integrado por cuatro relatos literarios y cinematográficos que se destacaron en su momento por su carácter particularmente experimental, marginal, incluso maldito: The Players vs. Angeles caídos (1968), de Alberto Fischerman; El fiord (1969), de Osvaldo Lamborghini; Puntos suspensivos (1971), de Edgardo Cozarinsky, y “La mayor” (1972), de Juan José Saer. La primera y más obvia constatación es que los cuatro corresponden al tramo que va entre fines de los años sesenta y comienzos de los setenta en Argentina; un período, por cierto, particularmente propenso a los extremos, tanto estéticos como políticos. Sin embargo, y pese a este recorte temporal en cuanto a sus objetos, el libro de Oubiña no se propone llevar adelante un relevamiento histórico de las producciones artísticas de los sesenta y setenta, ni situar los textos y los filmes de los que se ocupa en su contexto sociocultural. Lo que le interesa es rastrear una misma tendencia, la de un experimentalismo radical, dispuesto a llevar las cosas hasta su extremo, como un rasgo clave que recorre y organiza gran parte del arte moderno.
Allí radica la apuesta fundamental: enfrentarse a textos que fueron recibidos en su momento como “atípicos”, “anómalos”, curiosas “aberraciones” estéticas tan excepcionales como inclasificables y, por eso mismo, intratables. Pero Oubiña no sólo se propone leer lo “ilegible”, interpretar lo que en principio se presenta como refractario a toda interpretación, sino que además sostiene la hipótesis de que estos textos extremos (o textos-límite, como los llamó Philippe Sollers) en realidad no constituyen una “rareza”, un “desvío” respecto de las normas estéticas, sino que simplemente exacerban una tendencia que está en el origen y en el corazón mismo del arte del siglo XX.
Si el motor del arte moderno es justamente la tendencia que lo impulsa una y otra vez a lanzarse hacia su afuera (en un intento desesperado e imposible por “tocar” lo Real, la Vida, la Política), estos textos y filmes, que llevan ese intento hasta sus últimas consecuencias, no son una excepción frente a las normas sino “la realización de aquello que constituye la auténtica función del arte”. En este sentido, como señala Beatriz Sarlo en su prólogo a este libro, “Oubiña sostiene la convicción de que el extremo es una interioridad del sistema estético”. Algo que Oubiña ilustra con una metáfora llamativamente tomada del campo de la competencia deportiva: “alcanzar un extremo es, en realidad, hacer que el extremo se corra más allá. (...) Como la obtención de un record mundial: nunca es un final sino un nuevo comienzo”.
Es evidente que, al caracterizar así a las experiencias estéticas extremas, Oubiña busca desembarazarlas del manto “místico” que las reduciría a meros “objetos de culto” ante los cuales sólo cabría la admiración contemplativa. Pero no menos evidente resulta que este enfoque “funcionalista” termina domesticando estas experiencias. Que los diversos intentos vanguardistas de “asesinar” el arte y la literatura terminaron funcionando como motor de la renovación estética del siglo XX es una “verdad” desde la perspectiva del sociólogo de la cultura que observa “desde afuera”, pero no fue así para los escritores y artistas como Osvaldo Lamborghini, para quienes en esa experiencia extrema se estaba jugando –y no era chiste– su relación con la literatura, el lenguaje e incluso su propia subjetividad. Ese “eterno recomienzo” del arte tampoco sería una “verdad” tan evidente desde una perspectiva más amplia, la del historiador: el arte y la literatura en su sentido moderno no siempre existieron y nada nos asegura que vayan a seguir existiendo en el futuro. Sólo desde ese punto de vista intermedio y “sociológico”, a medio camino entre el artista y el historiador (es decir, lejos de todo extremismo), y desconociendo en cierto punto la relación insalvable del arte con la pulsión de muerte que lo anima, se puede confiar tanto en que siempre volverá a haber un “recomienzo del juego”.
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