Domingo, 9 de octubre de 2011 | Hoy
El siempre atractivo tema literario de la amnesia encuentra en Nicole Krauss un tratamiento poético y filosófico que permite aprovechar a fondo un relato donde la memoria y la infancia se constituyen en los núcleos principales.
Por Alicia Plante
Nicole Krauss es una joven escritora norteamericana que estuvo en contacto con la cultura europea (desde Ginebra y Oxford) y que aquí, en su primera novela (habiendo ya publicado una segunda), muestra que además de un evidente talento literario ejerce una profundidad filosófica inusual. En nuestro caso, a este beneficio se suma el valor agregado y el alivio de una buena traducción. Podríamos decir que éste es un relato sobre la soledad. O también: he aquí una exploración de lo que se juega en la memoria, de la materia prima que despliega constantemente ante nosotros para que podamos fabricar y dejar fluir nuestras pasiones, nuestros proyectos, nuestros temores y lealtades, para que podamos ser y hacer, inmersos en el mundo y en nuestros afectos a partir del pedestal de los recuerdos. Podríamos decir también que es una historia de ciencia ficción, una crítica al cientificismo y a los señores de la guerra, un drama de la vida cotidiana, o una de amor. Difícil definirla. Porque todo sería verdad y también insuficiente.
Por otra parte, en ciertos momentos es posible detectar recorridos o incursiones anteriores de un escritor en su forma de manejar las imágenes, en el uso o la ausencia de metáforas. “Krauss empezó dedicándose principalmente a la poesía...”, confirma una nota final, y era sabido de alguien que puede describir “la desaparición de la memoria y de su eco, esa falta de nostalgia”, o “esa breve transición entre el día y la noche, cuando, de repente, lo material deja paso a lo infinito”.
En fin, hay múltiples hallazgos estéticos a lo largo del texto, lo que lo vuelve sumamente atractivo.
En cuanto a la trama, es importante aclarar que no se trata de una historia más basada en el recurso de la amnesia. Por razones que no pesan demasiado, el personaje, un hombre de treinta y seis años, pierde toda noción de los últimos veinticuatro, su pasado y el eje de su vida sólo sustentado por la memoria de la infancia y el amor por una madre que no recuerda haber visto morir y a la que siente inevitablemente que abandonó. Pero lo importante no es tanto la anécdota como su actitud frente a ese espacio sin ecos, sin luz, sin sensaciones vitales. A qué se prestará, qué buscará, qué y a quién encontrará cuando siga existiendo sin una trayectoria que pueda evocar para comprender quién ha llegado a ser, quién ha venido siendo. Ese desierto donde lo encuentran cuando desaparece, confundido, enfermo, al que vuelve luego en su búsqueda del sentido original, es símbolo doloroso de su estado: sin el edificio de su memoria está solo, y el recuerdo ajeno que intentarán transferirle será “como una cerilla encendida para mostrarle lo oscuro que está todo”.
El error propio, el del científico que en realidad, quizá sin darse cuenta, lo usa para sus fines, el amor de Anna con su nombre en espejo... y además una aproximación a una cuestión inexplorada: el temor a haberle fallado al niño que fue, al que siempre recuerda corriendo contra la luz y el mar y el viento, su única referencia, a la que siempre vuelve. Es sutil y original ese planteo: ¿estuvimos a la altura de lo que ese niño, el que en nuestro momento de mayor pureza todos fuimos, esperaba de nosotros como adultos? Un adulto en el que Samson Greene llegó a convertirse pero por el que no puede rendir cuentas.
El clima dramático de cuestiones de este calibre se entronca con delicadeza en la atmósfera poética y nos regala una historia sólida y bien desarrollada.
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