Hacer una antología poética no es una tarea cómoda. Hay que hacer una selección, implica siempre el gusto del que tiene a cargo el trabajo y por sobre todo en relación con la producción poética española hay que librarse de pesos pesado que durante el siglo XX dejaron huella para los años por venir. Sólo nombrar a Federico García Lorca, Antonio Machado, Angel González, José Angel Valente y Gil de Biedma da una idea de lo que tuvo que remar y seleccionar Juan Carlos Reche para poner manos a la obra en un territorio plagado, cruzado de estéticas y voces. Pero el resultado es más que estimulante para el lector argentino y uruguayo. Se incluyen breves entrevistas a los autores que exponen sus preferencias estéticas y vitales. Son siete (¿por qué no más? ¿por qué un título tan hermético?) poetas nacidos en España en la década del ’70, salvo Mariano Peyrou, que nació en la Argentina y desde 1976 reside en la península ibérica. Es en Peyrou donde circula la idea del retorno al país de la imagen, de la sugerencia por sobre lo dicho. Una poesía construida entre bloques de cemento donde la palabra abre grietas para poner en claro que su obra es un organismo vivo. En el poema “Boda” y “Una moneda para los músicos” hay una conjunción de azar y deriva, el amor como acertijo y un guiño a la ironía cuando pregunta “levanten la mano los que no quieren viajar a ningún lado”. Todo el tema coloquial se transforma en una conversación que parece huir de sí misma.

En el caso de Abraham Gragera (Madrid, 1973) los versos cortos son tironeados por la melancolía, la soledad es la materia de la que habla con fuegos rápidos y palabras como dardos (“mirar un río es también ahogarse”). Delicada, austera es la expresión en el poema “El jardín de lo que no hay”. Muy semejante es el abordaje de Carlos Pardo (Madrid, 1975) donde se pregunta en todos los textos seleccionados cómo contarle algo a alguien, cómo manejar el secreto entre los seres humanos pues estamos llenos de cosas no dichas, no reveladas, con poemas de amor en el medio de la tarde, del tedio. También hay un padre borroso en el recuerdo y habla con diminutivos con la magia admirable de no usarlos en momento alguno. Rafael Espejo (Córdoba, España, 1975) abre con un terremoto revelado de pronto; las decepciones lo volvieron humilde y no es para menos, está saciado por la presencia del amor y el desamor y esa instancia lo convierte en algo etéreo, sin rumbo, observa desde la ventana cómo el paisaje se mueve y en verdad es su propia lente la que elige qué ver y con quién. Son versos saciados del contacto con el otro, sin rumbo en el ir y venir (“soy mi padre”). En Raúl Alonso no se especifica ni el lugar ni la fecha de nacimiento, su abordaje es el sentido de la intemperie en un ámbito semirrural donde se está expuesto sin fisuras (“Hierve el té y no llama nadie”), entran las aves y las amapolas por el vacío de las horas que pasan y sólo ayuda ver cómo se transforma el paisaje. Juan Antonio Bernier (Córdoba, 1976) trabaja las palabras provocadas por el tacto (“Una luz inocente que nos vuelve perversos”) y el poema “Blanck” sobresale en una selección que tiende por momentos a la monotonía. Por último Juan Andrés García Román tiende sobre las páginas su inclinación por el cine en especial por los directores Jim Jarmush y David Lynch pero esa referencia por el contrario le hace construir una obra sin emoción, narra olvidándose de poetizar y puede hablar de la locura asociada a la idea de pedalear, de andar por el aire, de cuestionarlo casi todo como la presencia de las montañas pero se advierte una y otra vez que trabaja el texto con cierto tedio, sin desmesura, el poema no se exterioriza.

Como paradoja se incluye una pequeña prosa y allí García Román encuentra el modo de incluir lo poético, la manera en que se ama para no quedar solo para siempre.