Domingo, 11 de diciembre de 2011 | Hoy
Una dura novela sobre el dolor sin atributos a partir de la muerte de un hijo.
Por Ezequiel Acuña
Sin nombre no es lo mismo que inexistente. Sin nombre es la fantasmagoría. Existe, está ahí, pero no puede ser clasificado. Y lo que no entra en ninguna categoría nos aterra. Sin nombre, como la muerte empieza con una frase gélida: “Estoy llevando a mi hijo muerto en el asiento de mi auto. No sé bien por qué. Supongo que para cuidarlo”. En verdad, la novela empieza un poco antes, y se abre con un epígrafe de Pessoa afirmando que “la alegría es la forma comunicativa de la estupidez”. El hijo del narrador, muerto en el asiento de su auto, es apenas un bebé recién nacido. Sin nombre... empieza bifurcada. En la mitad de arriba de la página se lee “Otoño de 1975”: es la narración, en letra redonda, del padre que se llevó su bebé muerto de la clínica y maneja por la ciudad, desorientado, hasta el cementerio de Chacarita. Abajo, “Otoño de 1976”, justo un año después, en bastardillas la voz de este mismo padre que hace un año perdió a su hijo recién nacido reflexiona sobre la muerte de un bebé, con un poco más de calma o lucidez que la primera voz, pero con el mismo dolor, y completamente entregado a la fatalidad.
Entre los dos relatos, en bastardillas y en redondas, se agolpan escenas absurdas, el absurdo provocado por el dolor: el narrador sentado en la cama haciendo sonar un juguete una y otra vez, o acomodando, mientras maneja, la manta que cubre al bebé muerto para que no le tape la cara, o el narrador entrando al cementerio y dándose cuenta, después de todo el viaje, que tenía que ir primero a la funeraria, que estaba perdido y había salido corriendo de la clínica dejando a su esposa sola, llorando, sin decirle nada. Leopardi, Novalis, Pessoa, Rilke, Hölderlin: las bastardillas citan autores y frases sobre la vida y la muerte. Pero nada de eso da consuelo. Cita para demostrar que son inútiles, para ponerlas en ridículo, y terminar afirmando que nada combate el dolor, ninguna metáfora lo llena, todo es absoluto.
Una avenida infinita de dolor. La anécdota de Sin nombre... se reduce a eso, el tránsito del personaje por la ciudad en auto, el tránsito al cementerio, a la funeraria, al cementerio otra vez, y el tránsito de una vida durante un año con el dolor profundo del hijo muerto. Es una novela como avenida infinita, aunque sería mejor considerarla un largo poema bajo el peso del absurdo. Sobre todo porque la palabra está condensada, depurada hasta el límite, cada oración despejada de cualquier desviación que impida la fluidez del dolor, la fluidez del estancamiento en el dolor. En estas dos voces del mismo padre se siente el peso de lo absoluto. Y de alguna forma desbarata la recurrente y desgastada afirmación sobre la imposibilidad de narrar las visiones del horror, o como mínimo la pone entre paréntesis. Lo cierto es que todo el esfuerzo de Sin nombre... está puesto en hacer-sentir y el resultado no es una experiencia agradable. “Porque ayer se murió, ayer estaba vivo. Cada día que deba revivir esto, voy a tener que lidiar con la imagen de mi hijo vivo. Muriendo. Va a morir tantas veces como recuerde ese día.”
Todo no puede doler tanto, todo no puede ser tan absurdo, qué pasa con el olvido cuando lo necesitás; ésos son los reclamos, la indignación, la constatación de la nada que ensaya la novela de Hernán A. Isnardi. Sin nombre... parece el resultado de un sismógrafo humano de los sentimientos que recoge los temblores del espíritu.
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