Domingo, 18 de diciembre de 2011 | Hoy
La novela iba a ser publicada a fines de los años ’60 pero su autora, Luisa Valenzuela, decidió retirarla de la editorial y permaneció inédita hasta ahora. Cuidado con el tigre narra los dispositivos de organización y las peripecias de una célula revolucionaria un tanto desopilante, donde el sexo, el poder y la revolución se entreveran en dosis parejas. Una novela inquietante en su contexto y el porqué de una postergación.
Por Angel Berlanga
En la organuta hay una capitana, la hermana de la capitana, tres perejiles en misión selvática y revolucionaria por Misiones, tres o cuatro mujeres jóvenes algo más tangenciales, un chanta bien de doble apellido con amigas en el campo, un tipo que además trabaja para una editorial y puede reflexionar con alguna lucidez sobre las contradicciones en las que está metido, y está el tigre al que alude el título de esta novela, Alfredo Navoni, hipotético hombre fuerte de esta célula que se mueve allá por 1966/1967, tiempos en los que aquí el general Onganía daba bastonazos y cortaba cabelleras en la vía pública. Una célula que, pronto, se percibe casi como una caricatura porteña en la atmósfera continental de la época, influida por Camilo Torres y sobre todo por el Che Guevara, cuyo asesinato se produce mientras se cuenta la historia de este libro, signado por un tironeo: entre las ganas que dictan los cuerpos en pleno y deseantes, y el deber moral y sociopolítico de la época.
Claro que pronto también se observa que, en el tironeo, aquí pierden casi siempre las yuntas de bueyes y se imponen los pelos de... se apreciaría además, eso sí, cierta paridad si se cotejara la tracción púbica de chicas y muchachos. Eso en el paisaje global; por supuesto que la cosa no es tan lineal y ahí están todos esos personajes, lienzos para desplegar un abanico de matices, mayor o menor compromiso, menor o mayor calentura, sus variantes. Eleonora, por ejemplo, la capitana de la orga, es una comehombres obsesionada con que el mundo gire a su alrededor, tirana en la conducción y, se verá temprano, patética en su pericia operativa; a Amelia, su hermana, en cambio, le interesa sobre todo acaramelarse en su hogar dulce con el Tigre Navoni, un tipo entregado a la causa al que, en principio y en lo concreto, se ve sobre todo saliendo de una cama y entrando a otra, la de Eleonora en primer lugar. Un tipo que, sin embargo, sostiene: “Yo no puedo tener una mujer ni una casa, la política no permite que el hombre viva como quiera. La política es otra cosa: te come el hígado y le tenés que sacrificar todo o reventar, y yo la tengo bien metida adentro y no quiero que me suelte”. Consecuente con eso al fin y al cabo, un buen día se va para el norte, a ver si puede sacar de la cárcel a los tres chorlitos que cayeron mientras se abrían paso a machete por la selva, con el objetivo de repartirles proclamas a los laburantes.
“Es ésta una novela escrita poco después de la época durante la cual transcurre la acción”, anota Valenzuela en el postfacio del libro, y aclara que si bien por entonces –más de cuarenta años atrás– Losada había aceptado su publicación, ella prefirió no devolver el manuscrito a la editorial por razones de índole ideológica, más que política. “La verdad es que nunca me alié a partido o grupo alguno aunque siempre supe de qué lado estaba y me jugué el pellejo en más de una oportunidad –sigue la autora–. Pero ésa es otra historia. Hoy quisiera contar por qué, después de décadas, decidí darle una leve pulida a esta novela y entregarla a mi nuevo editor. El paso de los años la ha convertido, de alguna forma, en una novela ‘histórica’ de la pequeña historia, modalidades del decir y del vestir de los años ’60, contextos interpersonales, sitios, detalles nimios que cobran color a la distancia. Y es histórica en lo que me concierne porque señala el momento cuando empecé a reflexionar –sin siquiera darme cuenta– sobre el tema del poder, la obsesión del poder que nunca entendí y por eso me interesó explorar, la misma que en Cola de Lagartija llevé hasta sus últimas consecuencias.”
“Hoy mi deber era cantarle a la patria/ alzar la bandera, sumarme a la plaza (...) Pero tú me faltas hace tantos días / que quiero y no puedo tener alegrías / pienso en tu cabello que estalla en mi almohada / y estoy que no puedo dar otra batalla.” Aquella vieja canción de Silvio Rodríguez puede sonar, sobre todo en discusión, al leer Cuidado con el tigre. El libro conecta, también, con Museo de la revolución, de Martín Kohan: al militante trostkista que la protagoniza le han prohibido, por seguridad, seguir noviando con una montonera. Una más, y no jodemos más: el narrador valenciano Rafael Chirbes y su mirada en perspectiva sobre los activistas de izquierda en la última etapa del franquismo, el ojo puesto en quienes desdeñan y hasta ridiculizan a aquellos jóvenes –él fue uno, estuvo preso– y se han acomodado muy bien después. Por reflejo y fácil tentación puede pensarse en esta “organuta de chantas” (al decir de un personaje) como prototípica de una generación: está en contacto con células de otros países, se dicen ansiosos por “entrar en acción” (y resultan bastante catrascas) y sus líderes (Emanuela, Navoni y en algún momento el Tacho López Avellaneda) entonan el discurso de la época, pronunciamientos llenos de gloria que Valenzuela pone a chisporrotear con las conductas íntimas de estos personajes.
Valenzuela contrapesa a estos bocones con personajes como Artigueta, el tipo que trabaja en la editorial e intuye mejor quién es quién, que puede sopesar qué movidas y palabras son absurdas, que duda y se pregunta ante lo que desconoce, tironeado también entre disfrutar con su mujer y su obligación con la época. La trama de Cuidado con el tigre avanza con tracciones de esas naturalezas: reuniones y operativos de propaganda, pasiones de la carne, tensiones existenciales. La autora titula a su postfacio “El eslabón perdido”: eso es esta novela en su obra, dice, un nudo en la red que fue armando, libro por libro, para “pescar algo de lo indecible”. El aire, la materia, la energía de las pulsiones. “Me interesa el poder –ha dicho Valenzuela en alguna entrevista–. Lo manejo como cualquiera, pero no sé por qué funciona. Y entonces me interesa mirar ahí adentro, explorar. Y el sexo, además de interesarme, está absolutamente pegado al poder. Eso aparece en otros libros míos, en Cola de Lagartija, en Cambio de armas. Son las cosas de la dominación, ¿no? Los perros se montan entre sí para mostrarle uno el poder a otro. O entre dos hembras. ¿Cuál es el arma más simple para dominar al otro? El sexo.”
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