Dom 02.02.2003
libros

El inglés inquieto

Como el polaco Joseph Conrad, Graham Greene critica los vicios del imperialismo y sus negocios espurios en las colonias adoptando un fuerte tono moral.

por Guillermo Saccomanno

1 Si un escritor debe medirse no tanto por las adhesiones de ghetto o librería que inspira sino por las enemistades que cosecha, el de Graham Greene (1904-1991) es un caso ejemplar que viene a probar la función perturbadora de la literatura. Además de preocuparse por entretener, Greene se encargó de alumbrar umbrales oscuros de la política imperial en sus rincones más remotos y privados y, de paso, acusó a los poderes gubernamentales de varios países dependientes ganándose, nada menos, la ira de la CIA.
Según Frances Stonor Saunders, en su voluminoso ensayo de investigación La CIA y la guerra fría cultural, si hubo una novela que despertó la furia en la institución más elitista de los espías norteamericanos, ésa fue, en 1955, El americano impasible. Recién en 1964, John Le Carré, con El espía que volvió del frío, podría sacudirle el privilegio en el ranking de novelistas más odiados por la agencia. En efecto, cualquier escritor puede jactarse de sus seguidores y sus contrincantes, pero tener en la vereda de enfrente nada menos que a la CIA es un lujo que sólo pertenece a cierta clase, al igual que tener limitado el acceso a los EE.UU., hoy meca de muchos escritores con menos escrúpulos y talento que el inglés.
Como el polaco Joseph Conrad, Greene critica los vicios del imperialismo y sus negocios espurios en las colonias adoptando un fuerte tono moral. Baste recordar, en Conrad, cuentos como “Una avanzada del progreso” o novelas como Nostromo. Edward Said, en Imperialismo y cultura señala que Conrad, con sus narraciones, aun cuando se vanagloriaba de ser un marino británico, convencido del rol civilizador del imperio, en sus críticas a la conducta expansionista le abrió paso a la narrativa no menos amarga de Greene.
Graham Greene es uno de esos casos literarios que llaman la atención. Su nombre, en vida, rodó a menudo cuando se acercaba la fecha de entrega del Premio Nobel. Sin embargo, nunca fue destinatario del galardón. Su literatura, de alta masividad, estaba presente tanto en kioscos como en hogares bienpensantes de clase media. Casi todos sus títulos gozaron de una adaptación cinematográfica. La clave de su éxito, se comentaba con envidia, residía en una prosa sencilla, pulcra, tersa. Pocos notaban que esa prosa fluía con la suavidad y el filo de una navaja. Tendrían que pasar años de su muerte para que se reconociera que ese tono en que la humildad y la elegancia se combinaban de modo magistral era, sin duda, una de las prosas más cuidadas de la literatura inglesa del siglo XX. Cada una de sus novelas, apenas editada, se convertía en best-seller. Esta popularidad inmensa contribuyó, en mucho, al mal entendido que el mismo Greene se ocupaba de estimular. Para Greene su narrativa se dividía, aunque no fuera así, en dos zonas nítidas. Una de evasión y otra seria. A la primera pertenecían sus novelas de intriga ligera, ciertas novelas con un aire de comedia zumbón irresistiblemente británico. A la segunda, a la zona, digamos, más “trascendente” –siempre de acuerdo a la caprichosa y engañadora clasificación del escritor–, correspondían esas otras novelas en las que abordaba las crisis religiosas, las tortuosidades de una existencia que busca conciliar, sin conseguirlo, una posibilidad de Dios y, lo que para Greene era crucial, meditar si la confianza en una fe podía mejorar el mundo, empezando por aquellos que se tiene más cerca.
En 1936 Greene se convirtió al catolicismo. Amar al prójimo, sostenía Dostoievsky, era factible sólo a distancia. Y Greene se interesaba en refutarlo. Los dilemas con los que se enfrentan los héroes de Greene no son tan distintos a los que atormentan a Raskolnikov, Mishkin o los hermanos Karamazov. Esta segunda zona de narrativa de Greene, “la seria”, comprende una serie de novelas ambientadas en países subdesarrollados que, en los ‘60 y los ‘70 conformarían esa categoría denominada Tercer Mundo.Sus escenarios de injusticias serían paisajes predilectos de estas novelas “profundas, trascendentes” de Greene.

2 La biografía de Greene incluye una serie interminable de pruebas personales: desde el opio a la pasión por la ruleta rusa (la jugó por años), el espionaje (durante la Segunda Guerra, en Sierra Leona, fue agente del MI5, por donde también pasaron, además de Le Carré, el convencional Ian Fleming, creador de James Bond) y el consuelo en los viajes (fue nómade pionero antes que Bruce Chatwin). Cada una de estas pruebas le sirvieron, además de desafío teológico, para conocer a fondo el imperialismo y sus efectos. Su simpatía por las colonias en absoluto está regida por la piedad típicamente “occidental”. A propósito, Osvaldo Soriano escribió: “Graham Greene estuvo –y no de paseo– en leprosarios de Africa, en el frente de Vietnam durante la ocupación francesa, en México, en el Panamá de Torrijos, en la Nicaragua sandinista, en el Haití de Duvalier y en la Argentina de las guerrillas. De cada experiencia sacó una novela. Es decir: era un escritor de otra época, tan grande, tan lejano e irrepetible como Georges Simenon”.
El americano impasible, escrita entre marzo de 1952 y junio de 1955, pertenece a su producción “seria”. Pero si algo llama la atención en su lectura es justamente que diluye la clasificación tajante que su autor establece entre el entretenimiento y lo serio, entre lo popular y lo selecto. O, si se prefiere, dentro de la discusión de géneros, entre lo elevado y lo bajo. El americano impasible puede leerse a la vez como un amenísimo thriller crispado, nervioso, lunático y, en forma complementaria, como un pequeño tratado sobre la fe que, apelando a cuestiones absolutamente individuales, opera como alegato y denuncia de la situación colonial.
Como si esto fuera poco, la escritura de Greene, en uno de sus picos de prosa refinada, presenta un primer capítulo que se constituye, cargado de tensión, en lección de prodigiosa sutileza en la presentación de los personajes y la intriga sin nada que envidiarle su antecesor Conrad. Greene describe acá una atmósfera, define una voz y, a un tiempo, traza, de manera indirecta, las coordenadas de un personaje que detonará la tragedia. De entrada, sabemos el final de la historia. Pero no cómo se arriba a ese final. Y éste es el secreto que inspira la lectura como pulseada, a toda velocidad, con imprevisibles respiros para subrayar, acá y allá, una frase, otra y otra más, hasta que uno advierte que no se puede subrayar cada destello de esa prosa porque implicaría subrayar casi todas sus páginas.

3 Todos los datos biográficos de Graham Greene pueden parecer capítulos de una vida que, a menudo, se confunde deliberada, teatralmente, con la ficción. Sin embargo, los datos empiezan a ordenarse, como indicios de su formación, cuando se revisan las tribulaciones literarias del joven Graham. Descendiente, por parte de madre, de Robert Louis Stevenson, lo primero que quiso publicar fueron versos: Babbling april (1925), algo así como Abril murmurante, aludiendo al mes que hiciera famoso T.S. Eliot. Con poco más de veinte años fue empleado del Journal de Nottingham, bajo las órdenes de James Barrie, el creador de Peter Pan. Podría uno preguntarse si estos antecedentes, la combinación de una marca de literatura presuntamente “infantil” (Stevenson, Barrie) con la poesía (Eliot) esconden la fórmula que volverá tan eficaz su prosa. Además de incursionar en la poesía, Greene llegó a escribir cuentos para chicos. Entre 1926 y 1930 fue redactor en jefe del Times y crítico y director del suplemento literario del Spectator. Como crítico de cine habría de afirmar que “el crítico, más que el film, se supone que debe entretener”. El americano impasible está cruzadísima por frases de cuño poético que dan ganas de subrayar (permiso para un subrayado, uno solo, un ejemplo tan solo: “Cuando uno se escapa del desierto, el silencio le grita en los oídos”). Conviene anotar una virtud adicional de la versión castellana: publicada en los cincuenta por Emecé, por entonces una editorial familiar, lleva una respetuosa traducción del preciosista Rodolfo Wilcock (El caos, La sinagoga de los iconoclastas). Wilcock, con sagacidad, prefirió, para la traducción del “quiet” del título, el calificativo “impasible” al cómodo y anodino “tranquilo” que reprodujo más tarde la conformista traducción española. Es lícito quizá, en una digresión, preguntarse cómo pudo reverberar en el joven escritor Wilcock, escritor gorila de Sur, al traducirla, esa escena final de la novela en que una masacre en Saigón parece el eco, en esos días del ‘55, de los bombardeos a Plaza de Mayo.

4 Thomas Fowler, el protagonista narrador de El americano impasible es un corresponsal inglés en Indochina. Su vida transcurre entre los combates que libra el ejército francés contra la guerrilla independentista y las pipas de opio que le sirve Fuong, su amante nativa. La fascinación que Fowler experimenta por la “barbarie” de las colonias se parece bastante, en su pathos personal, a una liberación transitoria de los fantasmas metropolitanos (un trabajo oficinesco en un diario, un matrimonio estéril). Su rutina se verá perturbada con la irrupción del joven Alden Pyle, un agente norteamericano de inteligencia, tan imbuido en el credo “democrático” de la CIA como de una inocencia pasmosa en valores puritanos. “Es raro cómo me había perturbado esta visita”, registra Fowler. “Como si un poeta me hubiera traído una obra para que le diera mi opinión, y yo, con algún acto de descuido, se la hubiera destruido. Soy un hombre sin vocación, porque el periodismo no se puede considerar seriamente una vocación, pero soy capaz de reconocer la vocación de los demás.” Pyle no sólo va a disputarle a Fowler su amante saigonesa con intenciones tan casamenteras como redentoras. También habrá de provocar, con su candidez y buenas intenciones, una hilera de catástrofes que terminarán por encharcarle con sangre los zapatos. A propósito, escribe Edward Said: “Las actitudes norteamericanas hacia su propia ‘grandeza’, hacia las jerarquías raciales, hacia los peligros de otras revoluciones —puesto que la revolución norteamericana se considera única y de alguna manera irrepetible en cualquier otro lugar del mundo– han sido constantes, han oscurecido y también dictado las realidades imperiales, mientras que los apologistas de los intereses norteamericanos en el exterior insistían en el bien hacer, en la lucha por la libertad, en la inocencia norteamericana. Pyle, el personaje de Graham Greene, en El americano impasible, encarna tal estereotipo con inmisericorde agudeza”.
A esta altura, puede explicarse por qué Greene se granjeó el odio de la CIA. No se trata sólo del antinorteamericanismo que destila el relato página por página, la semblanza que caricaturiza el american way of life, abarcando además de sus costumbres, su cultura toda. No se trata, conviene marcarlo, tanto de anticolonialismo como de un sentimiento antinorteamericano que, si un parangón tiene, es Lolita, la novela del ruso proyanqui Vladimir Nabokov. Su novela anticipa, con una lucidez “impasible”, lo que será Vietnam. En superficie, la historia se ciñe a los enredos amorosos y eróticos, en triángulo, que se establecen entre Fowler, Fuong y Pyle. Pero, por debajo, o más bien, lateral y omnipresente, sombría, está la guerra de los habitantes de Indochina.
Fowler se sube a un avión bombardero y presencia una operación en la que se destruye una aldea sospechosa de guerrilla viet-min. Durante el vuelo, el avión cañonea un sampán que navega tranquilamente un río. La buena conciencia de Fowler se indigna. “Tenemos que luchar en todas las guerras, de ustedes, pero la culpa nos la dejan a nosotros”, se justifica elcapitán aviador. Y avanza en su monólogo: apenas se mortifica cuando lanza napalm. “El resto del tiempo pienso que estamos defendiendo Europa”, dice el aviador. Fowler lo interpela. Y el militar le contesta: “No es una cuestión de razón o de justicia. Todos nos vemos implicados, en un momento de emoción, y después no podemos evadirnos. La guerra y el amor, siempre se los ha comparado”. Aquí es donde Greene tensa al máximo la cuerda maniquea: Greene sospecha que la guerra y el amor no son lo mismo, no valen como ejemplo. Pero su narración se motoriza, como católico en crisis de fe, en base a polarizaciones: la vejez y la juventud, la experiencia y la inocencia, el pragmatismo y el idealismo. Ponerlos en primer plano, parece la obsesión de Greene, pero consciente de su maniqueísmo católico, lo corroe buceando en lo personal, el sujeto, y es al ingresar lo colectivo en lo personal cuando la historia crece.

5 Hasta que la violencia termina por inmiscuirse en su cómoda rutina de sexo y opio, peligrosamente parecida al amor, Fowler podía sobrellevar con displicencia sus días y noches en Saigón. Bastó para que lo político (vía Pyle, lo personal) se inmiscuyera en su paraíso artificial, para que su cosmovisión explotase en pedazos. Como si hubiera leído al martiniqués Franz Fanon, teórico del FLN argelino, con esa virulencia que transmite la escritura de Los condenados de la tierra, el hasta ahora maduro y distante británico Fowler se cuestiona y cuestiona: “¿También a mí tenían que meterme el pie a la fuerza en la porquería de la vida para ver el sufrimiento?”, se pregunta. Y concluye: “Uno tiene que tomar partido si quiere seguir siendo humano”. La reflexión del corresponsal no es liviana en este contexto: la derrota francesa en Indochina, la inminencia de Estados Unidos como fuerza intervencionista en lo que será, pocos años más tarde, Vietnam. “Un cuerpo puede contener todo el sufrimiento del mundo”, argumenta Fowler.
“En los años de la dictadura –recordaba Soriano–, el poeta Juan Gelman le escribió a Greene para preguntarle si quería adherir a una solicitada que denunciaba la desaparición de personas en la Argentina. Su respuesta no podía ser más breve y contundente: ‘Sí’, decía nada más el telegrama que mandó desde Antibes, en el sur de Francia. Más tarde escribió sobre los militares argentinos y anotó que, en cuanto a la justicia divina, más les valía que Dios no existiera.”
Las citas nunca son casuales. En lo estilístico, a Greene se le recriminaba (como a Soriano, su discípulo local) una prosa fácil, una sencillez en la que no había sobresaltos ni rupturas. El reproche se basaba, más bien, en atribuirle a su transparencia formal un gesto conservador. Greene pudo responder con un título: Inglaterra me ha hecho así, pero la respuesta iba más allá. Como en el caso Conrad, lo interesante no se cifra tanto en lo que Inglaterra imprimió en ambos, como en lo que los dos escritores hicieron, con su formación y contra la misma, con sus respectivas obras: esa combinación prodigiosa entre la aventura de vivir y la de leer la experiencia para escribirla después.

6“El estudio de la literatura mundial podría ser el modo en que las culturas se reconocen a través de sus proyectos en la ‘otredad’”, propone Homi Bhabha en El lugar de la cultura. Greene era ya consciente, en su momento, de esta formulación. Y se le anticipa. Aun cuando su interpretación del Tercer Mundo pudiera trasuntar un inexorable paternalismo, se retobaba contra este sentimiento esforzándose en una comprensión inusual. Su literatura no sólo se fija un objetivo clásico, contar un cuento, sino también, a través del mismo, poner en tela de juicio las certezas de quien lee. Cómo puede un escritor rubio pensar en negro, en oriental, en latino. Su aventura no reside únicamente en la experiencia, lo vivido transmisible en cierto verismo, sino que searriesga a ir más allá, trasponer un límite. Leída desde acá, leída desde ahora, El americano impasible también resignifica lo que quiere decir “calidad literaria”, ese absoluto que debe discutírsele a la derecha en términos políticos. Los conflictos que se desarrollan en su trama aluden, en lo inmediato, a una geografía concreta, Vietnam, pero circunscribirla a este territorio es limitarla. Greene, en más de un sentido, anticipa lo que serán las insurgencias del Tercer Mundo, considera la viabilidad de la lucha armada y, contra su racionalismo occidental y cristiano, contra sí mismo, se enfrenta a aquellos que, en nombre de dicho racionalismo, aplican prácticas diversas de exterminio.

7 Al igual que tantas novelas de Greene, El americano impasible fue adaptada al cine, pero por partida doble. En 1958, atenuando previsiblemente su perspectiva anticolonialista, la adaptó Joseph Mankiewicz, con Michael Redgrave (más tarde actor de la serie televisiva El tercer hombre, basada en el personaje de Greene) como Fowler y Audie Murphy como Pyle. El año pasado, Philip Noyce dirigió una nueva versión y los protagónicos fueron ahora para Michael Caine, un impecable Fowler, y Brendan Frazer. En Internet se encontrarán no sólo más datos sobre toda la vasta filmografía inspirada en Greene sino clubes de sus lectores. No falta tampoco un sitio donde un periodista compara los escenarios de su novela de Indochina con los del presente. Allí donde Fowler, entre cerveza, whisky y cognac con soda registraba intrigas, atentados, combates, hoy hay resorts turísticos. La Rue Catinat, el Continental, el Grand Monde y su troupe de hombres vestidos de mujeres, las salas de juego y las accesibles putitas vietnamitas cedieron, luego de las retiradas francesa y norteamericana, a la occidentalización y la modernidad. Algo parece haber cambiado. Pero, a la vez, eso que cambió no cambió tanto como para que todo siguiera igual. O peor. Es a la luz de la “globalización cultural”, pero no sólo limitándose a esta cuestión, donde la novela de Greene ahora pide ser leída otra vez.

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